Efraín Huerta

Las voces prohibidas

 

 

 

EL RETORNO

Las paredes tienen oídos,
vientre y sangre.
Pero que no lo sepa el aire,
que lo ignoren el invierno
y el vendedor de esponjas;
que no se enteren mis fotografías que hablan;
que mi amor, oh montañas, oh cielos,
no levante su voz como raíz dulcísima.

Las paredes tienen oídos,
dientes, venas.
Pero que yo nunca, fumando,
diga su breve nombre de madera.
Que yo nunca sonriendo, pronuncie
su verdad: la cálida verdad.

Porque las paredes, como los sótanos,
tienen grandes oídos de herrumbre y frío,
desesperanza y pavor,
desconsuelo y locura.

Que yo nunca, en voz baja,
diga que he vuelto a amar.

 

 

LA MUCHACHA EBRIA

Este lánguido caer en brazos de una desconocida,
esta brutal tarea de pisotear mariposas y sombras y cadáveres;
este pensarse árbol, botella o chorro de alcohol,
huella de pie dormido, navaja verde o negra;
este instante durísimo en que una muchacha grita,
gesticula y sueña por una virtud que nunca fue la suya.

Todo esto no es sino la noche,
sino la noche grávida de sangre y leche
de niños que se asfixian,
de mujeres carbonizadas
y varones morenos de soledad
y misterioso, sofocante desgaste.

Sino la noche de la muchacha ebria
cuyos gritos de rabia y melancolía
me hirieron como el llanto purísimo
como las náuseas y el rencor,
como el abandono y la voz de las mendigas.

Lo triste es este llanto, amigos, hecho de vidrio molido
y fúnebres gardenias despedazadas en el umbral de las cantinas
llanto y sudor molidos, en que hombres desnudos, con sólo negra barba
y feas manos de miel se bañan sin angustia, sin tristeza:
llanto ebrio, lágrimas de claveles, de tabernas enmohecidas,
de la muchacha que se embriaga sin tedio ni pesadumbre,
de la muchacha que una noche
y era una santa noche me entregara su corazón derretido,
sus manos de agua caliente, césped, seda,
sus pensamientos tan parecidos a pájaros muertos,
sus torpes arrebatos de ternura,
su boca que sabía a taza mordida por dientes de borrachos,
su pecho suave como una mejilla con fiebre,
y sus brazos y piernas con tatuajes,
y su naciente tuberculosis,
y su dormido sexo de orquídea martirizada.

Ah, la muchacha ebria, la muchacha del sonreír estúpido
y la generosidad en la punta de los dedos,
la muchacha de la confiada, inefable ternura para un hombre,
como yo, escapado apenas de la violencia amorosa.

Este tierno recuerdo siempre será una lámpara frente a mis ojos,
una fecha sangrienta y abatida.

¡Por la muchacha ebria, amigos míos!

 

 

LA ROSA PRIMITIVA

Escribo bajo el ala del ángel más perverso:
la sombra de la lluvia y el sonreír de cobre de la niebla
me conducen, oh estatuas, hacia un aire maduro,
hacia donde se encierra la gran severidad de la belleza.

Escribo las palabras y el penetrante nombre del poema,
y no encuentro razón, flor que no sea
la rosa primitiva de la ciudad que habito.

Nunca el poema fue tan serio como hoy, y nunca el verso
tuvo la estatura de bronce de lo que no se oculta.

Hacia el amor, las manos, y en las manos, gimiendo,
hojas de yerba amarga del pensamiento gris,
secas raíces de una melancolía sin huesos,
la danza del deseo muerto a vuelta de esquina
y un sollozo frustrado gracias a la ternura.

Hacia el amor, sonrisas, y en ellas, como almas,
el malogrado espíritu de un mensaje que un día
cobró cierta estructura, y que hoy, entorpecido,
circula por las venas.

Nunca digas a nadie que tienes la verdad en un puño,
o que a tus plantas, quieta, perdura la virtud.

Ama con sencillez, como si nada.

Sé dueño de tu infierno, propietario absoluto
de tu deseo y tus ansias, de tu salud y tus odios.

Fabrícate, en secreto, una ciudad sagrada,
y equilibra en su centro la rosa primitiva.

Al pueblo y a la hembra que enciendan cuanto hay en ti de hermoso,
y murmuren mensajes en tus oídos frágiles,
debes verlos con santa melancolía y un aire desdeñoso,
mandarlos hacia nunca, hacia siempre,
hacia ninguna parte…

Quédate con la rosa del calosfrío,
la rosa del espanto estatuario,
la inmaculada rosa de la calle,
la rosa de los pétalos hirientes,
la rosa-herrumbre del fiero desencanto,
la primitiva rosa de carne y desaliento,
la rosa fiel, la rosa que no miente,
la rosa que en tu pecho debe ser la paloma
del latido fecundo y el vivir con un pulso
de gran deseo hirviendo a flor de labio.

La rosa, en fin, de las espinas de oro
que nuestra piel desgarran y la elevan
hacia el sereno cielo de donde la poesía
nos llega mutilada, como ruinas del alba.

 

 

LAS VOCES PROHIBIDAS

Más despacio que nunca, casi agónicas,
marchan y duelen estas voces o estrellas.

Húmedos pies descalzos, breves pieles,
dulce origen, impío desorden. Voces
que purifican lo que tocan. Voces
todo milagro. Suaves voces de amor.

Voces para decir amor toda la vida
y todo el santo día y a la lenta distancia
de una noche de sueño, amor y voces.

Cálidas o despiertas, dormidas o ya frías,
estas voces se pegan a los labios
y dicen y se dicen altos, duros misterios,
prohibidos latidos, esbeltos calosfríos.

Despaciosas y firmes, llegan como
las bestias, crecen como el encino,
y no hay en ellas nada que no sea verdadero.

Pero duelen. Son dardos de amorosa ponzoña
y dan la seca muerte del olvido.

No perdonan, no aman,
no son ríos serenos, sino fuego,
ardiente maldición, dolorosa quietud.

Vienen así, calladas, caminando caminos
de helado polvo. Son las voces
que ya nunca se dicen.

Por eso duelen y por eso ardo
junto a ellas, como al pie de una hoguera.
Ardo y adoro al mismo tiempo
porque nada me callan o no me dicen nada.

Asciendo rudas catedrales de miedo
y el vacío es un lago de hambre y sal.
Me maldigo con ellas
pero duermo con ellas.

Cuando la sed se haya quemado
en mi garganta,
cuando no tenga paz ni amor,
cuando todo sea voces y no llantos,
una pequeña sombra habrá a mi lado.

No la rosa del ansia ni el clavel de miseria,
sino la joven luz del alba,
la joven voz del alba mía.

 

Efraín Huerta (México, 1914 – 1982). Reconocido poeta y activista político. Fue periodista profesional desde 1936 y trabajó en los principales perió ... LEER MÁS DEL AUTOR