Efraín Barquero. La miel heredada

Presentamos algunos textos claves del reconocido poeta chileno y Premio Nacional de Literatura.

 

 

 

Efraín Barquero

 

 

CANTO A ESTA MUJER

 

Canto a esta mujer que me acompaña

hija, hermana y madre ella misma,

tierra de donde me alzo al sol primero

y después dulzura que llena mis frutos.

 

Canto a esta mujer que está en silencio

como millares de hijos en el vientre,

pero que silenciosa viene y va

más liviana que un pájaro en el viento.

 

Canto a esta mujer que está tejiendo,

a esta otra que está amamantando,

canto en ellas a la fertilidad

y a la eternidad de mis huesos en la tierra.

 

Canto a esta mujer que ahí me espera

como puerta en la inmensidad del mundo,

a estos cabellos donde se enreda el viento

que empuja nuestras banderas al combate.

 

Canto a esta mujer de larga cabellera

y a estos de donde nace el agua,

canto a su sexo de donde volveré a nacer

y a su sangre que regará sin término.

 

Canto a esta mujer que me acompaña

con los senos henchidos por mi anhelo.

Canto a esta mujer, todas las mujeres,

y dejo la esperanza perseguida del hombre

en la tierra sagrada de sus vientres.

 

 

 

LA MESA SERVIDA

 

Si arrancas el cuchillo del centro de la mesa

y lo entierras en el muro a la altura del hombre,

estás maldiciendo el pan con su semilla,

estás profanando el cuchillo que usa tu padre

para rebanarse la mano, para que la sangre sea más pura.

Y los hijos se reconozcan. Y no se oculten de sus hermanos.

Sólo el padre la recibe en su cabeza desnuda

ensordecido por el trueno, encandilado por el relámpago.

La recibe como el anuncio de un hijo tardío

o como el signo de una pronta desgracia.

 

No es una mesa, es una piedra. Tócala en la noche.

Es helada como el espejo de la sangre

donde nadie está solo sino juzgado por su rostro.

Tócala y pídele que vuelva a ser ella misma

porque si no existiera, no podríamos tocar

el sol con una mano y la luna con la otra.

Y comeríamos a oscuras como los ratones el grano.

 

Es la vieja mesa que nadie pudo mover.

Sólo la luz de la estación la cambia de sitio.

O los nuevos convidados con su voz nunca oída.

Y el ausente la encuentra siempre donde mismo,

siempre dándole su rostro, nunca a sus espaldas.

Porque el hombre tiene la edad de su primer recuerdo.

Y el ausente crece al caminar hacia ella.

 

Si la mesa está puesta es que alguien va a venir.

¿No la ha visto servida en la casa más sola?

¿No la ha visto surgir de la oscuridad

iluminada sólo por el brillo de las copas

y el color de sal fresca de todas las mesas?

Y es más bella que en el día más esperado

porque la ves con los ojos de un niño que ha crecido

o de la vieja mujer que dispone las flores.

 

Huelen las casas amadas a la limpieza de su mesa

y está servida en esa espera agrupada del árbol

que nadie puede recordar ni tampoco olvidar

porque todo lo que existe nació a la misma hora.

Y en el punto invisible que guía a las abejas

han puesto el pan y el vino a nuestro alcance.

Para que siempre te acuerdes al extender la mano

que estás tocando la mano de todos los hombres.

 

 

 

EL TRABAJADOR

 

No estaba el hombre, estaba el trabajador

y su casa era de piedra, de piedra que sangra,

porque nunca se terminaba de hacer.

Él tendría los años que tenía su padre

cuando se convirtió en esta misma herramienta

más dura que el acero, como el acero que suda,

que los hombres hacen más fuerte al gastarla

y hacen más suya que un abrazo quebrado.

Y él se parecía a ella cuando estaba en reposo

y a un sueño profundo cuando estaba trabajando,

alumbrado por la anochecida luz del carburo

con que se alumbran las tinieblas de la tierra.

 

Y esa débil luz enterrada, umbilical, entrañable,

me recordó el primer amanecer que vi en el mundo

como un solo hombre levantado entre las sombras.

Porque él no quería morir de otra manera

sino porfiando con el metal, diciendo no,

hasta el momento de arquearse y pedir agua.

Curvado la esperaría como se hacen los hombres

y se hacen los nudos, amarrados en ellos mismos,

de principio a fin al mismo trabajo.

 

Y ante esa mesa descansaba en cada anochecer

como descansa el trabajo de sus propios obreros.

Y el hombre olía a su materia originaria,

aquella que va tomando la forma de su cuerpo,

con quien hablaba durante jornadas enteras

como si fueran dos en su recóndito trabajo

y dos cuando guardaba silencio en la mesa.

Y algo les pedía a los alimentos cada noche.

Algo que también le daban los ásperos metales,

los metales amargos, los metales que duran.

Porque en la mesa de un buen trabajador

la tierra come en lo propio, en su plato de greda.

 

 

 

LA MIEL HEREDADA

 

Mi abuelo era el río que fecundaba esas tierras.

Lleno de innumerables manos y ojos y oídos.

Y, al mismo tiempo, ciego y taciturno como un árbol.

Era la barba antigua y la voz profunda de la casa.

Era el sembrador y el fruto. La cepa rugosa.

El índice del tiempo y la sangre propicia.

Mi abuelo era el invierno con las manos floridas.

Era el propio río que poblaba las tierras.

Era la propia tierra que moría y renacía.

 

Mi abuela era la rama curvada por los nacimientos.

Era el rostro de la casa sentado en la cocina.

Era el olor del pan y la manzana guardada.

Era la mano del romero y la voz del conjuro.

 

Era la pobreza de los largos inviernos

envuelta en azúcar como humilde golosina.

Quince hijos comían de sus manos milagrosas.

Quince hijos dormían con su sueño de águila.

Muchos nietos y biznietos hemos seguido

pasando por sus brazos enjutos.

Pero ella es siempre la mano que mezcla agua y harina.

Es el silencio de la noche lleno de pájaros dormidos.

Es el brasero de la infancia con la tortilla corredora.

 

Mi padre era el que más se parecía a la tierra.

Debe haber nacido junto con el maíz o el trigo.

Mi padre era moreno, y dormía en su caballo.

Era como el jinete lento de la primavera.

 

Mis otros tíos todos se parecían a las aves del lugar.

Todos tenían algo de los árboles y las serranías.

Algunos eran poderosos como los caballos percherones.

Pero todos recordaban las cosas más cercanas a la tierra.

Era un enjambre turbulento que llenaba la casa.

Era una bandada de queltehues que anunciaba la lluvia.

Eran los zorzales que se robaban las cerezas.

 

Yo nací cuando eran viejos ya; cuando mi abuelo

tenía el pelo blanco, y la barba lo alejaba como niebla.

Yo nací cuando ardían las fogatas de mayo.

Y lo primero que recuerdo es la voz del río y de la tierra.