Eduardo Lizalde. Boletos del resentido

 

Presentamos un texto clave del poeta mexicano contenido en su celebrado libro El tigre en la casa publicado en 1970.

 

 

 

Eduardo Lizalde

 

 

Boleros del resentido

 

2

Guardas tu cuerpo, amada,
el oro que lo cubre.
Y sientes miedo,
el mismo grave miedo en términos jurídicos
que yo siento al tocarte.

Agredo, sucio, torvo sapo,
tu amado cuerpo amado,
y te dejas morder,
armada por el odio inerme
del asco y de la muerte.

Pero un solo contacto,
el simple olor del oro,
este rasguño,
un solo roce de tu cuerpo,
amada, amada, amada,
me ha convertido en polvo.

 

 

3. El amor es otra cosa, señores

Uno se hace a la idea,
desde la infancia,
de que el amor es cosa favorable
puesta en endecasílabos, señores.

Pero el amor es todo lo contrario del amor,
tiene senos de rana,
alas de puerco.

Mídese amor por odio.
Es legible entre líneas.
Mídese por obviedades,
mídese amor por metros de locura corriente.
Todo el amor es sueño
—el mejor áureo sueño de la plata—.
Sueño de alguien que muere,
el amor es un árbol que da frutos
dorados sólo cuando duerme.

 

 

5

Señor Dios mío: no vayas
a querer desfigurar
mi pobre cuerpo pasajero.
López Velarde

 

Amada, no destruyas mi cuerpo,
no lo rompas, no toques sus costados heridos.
No me lastimes más.
Me duele el pelo al peinarme.
Duéleme el aliento.
Duéleme el tacto de una mano en otra.
No destruyas mi cuerpo
pensando en sus miserias:
doliendo a pierna suelta
se destruye él solo, amada,
como si creciera hacia una lanza
clavada en la cabeza.
Ya me destrozo, mira, no hieras,
suelta el arma, detente,
no pienses más, no odies,
dame solo una tregua;
deja de respirar dos líneas de mi aire,
para que corrompa en paz esta carroña.

 

 

8

Salgo primero de tu cuerpo, amada,
proscrito y torpe,
con mi campanilla de leproso.

Salgo después del cuarto en que respiras
mis humores antiguos
y ocupo una prisión cercana.

Pero apesto:
los hedores se cuelan por el muro,
una cochambre de acero
perfora los tabiques.

Salgo al fin de la casa,
me siguen libros viejos y papeles
como un pueblo de ratas;
arriba canta el aire
sus vidrieras de oxígeno.

Desciendo por las gradas,
y me parece que alguien silba
cuando alcanzo la calle.