Algaida
Algaida 1
La tierra, esta cabeza de un titán degollado.
De formas, vida, quiere el ánimo hablar,
que a nuevos cuerpos se mudan.
Galerna, vendaval de tiempo,
sopla contra nuestros huesos,
inodoro, áspero viento subcutáneo, inaudible,
impalpable también, un solo pulso y paso
de invertebrado trueno.
Tren silencioso de arena sin férreos andadores, sin convoy,
sin materia.
Me arrastra, algaida, fijo hacia el poniente,
grano a grano, corpúsculo a corpúsculo
– polvo en pie delgadísimo que somos –
para reconstituirme en otro punto, edad y hora
y en un orden sólo en apariencia idéntico.
A nuestra espalda el rastro, la enana cordillera
de los borrosos médanos que fuimos,
amarillosos y petrificados, dunas muertas
del brumoso, del remoto o del reciente existir.
Por encima del hombro miro retornar imágenes
del difuso sendero recorrido.
Súbitas ráfagas de muy diluida materia.
Albas nubes altísimas que descansan sobre azules columnas,
Algaida 2
pródigos dioses o naves gigantescas
que parecían derrumbarse sobre el huerto rural.
Territorio magnánimo del verde verdecido;
el frondoso limón que no es más que un naranjo
al que se le agrió el carácter,
siempre al centro tutelar del jardín,
los aviesos membrillos acidosos,
las bíblicas manzanas gongorinas de hipócrita arrebol
y los advenedizos pálidos perones
– de genética estirpe bastarda y jardinera,
humana y puritana –, de anémica epidermis,
la prestigiosa higuera legendaria
de Rómulo el divino primer rey,
de blanca sangre y gran follaje mendicante y palmario;
el bambú, fierro verde, y los truenos en línea militar
que bordeaban la grama y los minúsculos sembrados
de geométrica esmeralda,
los mazos de campánulas moradas esperando
al siempre ausente campanero pigmeico;
el alhelí silvestre y blanco, de muy rústico aroma,
que la dragoneaba de altanero lirio
entre las cetrinas y toscas espadañas.
Y aquel árbol antiguo, que sufría como un perro, Don José,
clavando en el infierno sus garras ateridas,
como su ceiba con angustia espantosa
de tabasqueña escultura.
Algaida 3
Al horizonte, la filosa obsidiana
pulida hasta su hueso de subterráneo brillor
vive el silencio más puro
en la penumbra de su prehistórico verde lagarto.
Absoluto callar encapsulado en la ampolla
de rocosa voluta cristalina.
Tapiado mundo, ferroso fruto del tiempo inmemorial,
y punto muerto, escurridiza luz embalsamada,
encendido corazón de la montaña inmóvil
y firme calamita de los más altos pájaros necrófagos.
En el jardín se hace más negra al mediodía goloso
la breve sombra de cada pera que madura.
Partió la noche, pero dejó esas huellas,
esos rastros profundos de pesado animal
bajo la planetaria techumbre
al pie de las criaturas y cosas,
bajo las frondas, las valvas, las raíces.
Anclajes, pistas, señales, ataduras, amarras
de la madre mayor, de la gran ciega
para su exacto y tenebroso regreso cotidiano.
[…]
Algaida 13
[…]
Pero todo era gloria en la inmortal infancia:
la luz floreaba junto a los rosales
y daba extraños frutos que escaldaban la lengua
como los del rojo umbrátil ciruelo japonés,
que sólo producía cada seis meses dos frutillas amargas,
para probar a sus feraces y ubérrimos vecinos
que no era estéril, sino morigerado y elegante como un bonzo.
La Creación a la vista, maestra y
ensordecedora obra de nadie,
portento sin gestor, en los matraces
de la perfecta nada concebido;
vástago ciclópeo de un ausente Pantokrator
que pudo darse el lujo extremo de no existir
antes de crear la casa universal.
De todos modos, metafísica aparte,
¡qué grandiosa tarea!
(dan ganas de creer en Dios al verla).
[…]
Algaida l5
Y la madre natura, riente y jubilosa
– sólo tal vez tía política nuestra –,
es ella misma mujer, hembra prolífera;
la íntegra creación es femenina, lo sabemos,
como el mundo en tedesco,
como las estrellas de mirada fija,
de magnética pantera superior.
Moldeando a Eva, el incierto creador
quiso a su imagen hacer la obra final,
la que lo superara y destruyera,
mortal, último apunte de su inhumana perfección,
forjó para mí mismo también la predilecta,
– la música y la luz que hay en su aire –
hizo fiesta y bailó para su santo al darle término,
se embriagó y cantó como cualquier estólido vecino
y se prendó arrobado de su feliz criatura,
entregado a su gloria sin confines de divino voyeur.
Algaida 21
Un día nuestro jardín despertó seco,
devastado como sembradío que a fuego se desmonta;
detuvo el paso al fondo en su cristal de roca
el reloj bajo el agua en la cisterna;
perdimos como un brazo, una pierna, huerto y patio,
y pobres de solemnidad, algaida,
entrábamos en las milicias inquilinarias de todos los sin casa
en ese entonces no tan vasto endriago
de esta tortuosa metrópoli.
Algaida 22
Volvemos viejos a la tórpida colonia,
al barrio degradado de la infancia.
Miro la lúgubre y terrosa paramera
de casas y de tendajones
que abruma y lastra la pobretería
rampante de los tiempos;
se arrastra el día por las calles polvosas,
camino por los vericuetos conocidos,
que desconozco y que me desconocen
y contemplo la villa antes rupestre,
hoy desdentada gran mandíbula
de figones, tugurios, cavernas de carbón
que muerden al pasar como gaviotas
hambrientas y asesinas, absurdamente desterradas de la
costa lejana.
Ha muerto envuelto en llamas el siglo delincuente
en que nacieron estas villas bastardas
y arrabaleros terregales sin leyenda ni historia.
Cala y corta el tiempo que gastando está los años
los muros, las aceras las almas de los troncos
Algaida 23
que el viento desarbola todos los febreros
sobre las aguas del antiguo río,
hoy sepultado arroyo bajo asfalto y fierro.
[…]
Cierra la noche su párpado de niebla
sobre la tienda iluminada.
Sólo la más blanca antorcha vesperal
pareciera mirarme con fijeza más cruel que en otros años,
con un ojo de halcón, de cobra o de anaconda
al que alimentan sus entrañas de fuego.
Hay un ronco rumor a espaldas de la estrella;
en toda lengua viva o muerta, reinan sobre el mundo,
espíritus, deidades, signos estelares,
claves, precisamente, de nuestra pequeñez;
Algaida 24
hay un gruñido eterno, un golpe de tambor lejano
– al fondo un imponente hum, no hay término mejor en lengua alguna –.
De los adustos cielos,
un aullido de fiera enloquecida
más grande, más al pecho, más ronca, más terrible
que el enorme, sordo estertor del mar
que sólo extiende sus acordes al pie del magno cielo,
le lleva el bajo al universo esplendoroso.
Guardo la pluma exhausta y alzo el rostro
al terminar el viaje y salgo de mi báratro mexica,
para de nuevo contemplar la estrella.