Eduardo Lizalde

Boleros del resentido

 

 

 

 

 

Boleros del resentido

 

1

 

Días en que el ocio y la esterilidad

cubren las cosas,

como un polvo finísimo.

Y sobre el polvo,

sobre la superficie de los muebles, agrisada,

dibujamos cabezas,

casas con sus ventanas.

Escribimos la palabra Lola

sobre el polvo;

el nombre Juana.

Sobre el polvo del ocio de los muebles,

como niños deformes,

que apenas pueden controlar el dedo.

 

 

 

2

 

Guardas tu cuerpo, amada,

el oro que lo cubre.

Y sientes miedo,

el mismo grave miedo en términos jurídicos

que yo siento al tocarte.

 

Agredo, sucio, torvo sapo,

tu amado cuerpo amado,

y te dejas morder,

armada por el odio inerme

del asco y de la muerte.

 

Pero un solo contacto,

el simple olor del oro,

este rasguño,

un solo roce de tu cuerpo,

amada, amada, amada,

me ha convertido en polvo.

 

 

 

3

 

El amor es otra cosa, señores

 

Uno se hace a la idea,

desde la infancia,

de que el amor es cosa favorable

puesta en endecasílabos, señores.

 

Pero el amor es todo lo contrario del amor,

tiene senos de rana,

alas de puerco.

 

Mídese amor por odio.

Es legible entre líneas.

Mídese por obviedades,

mídese amor por metros de locura corriente.

Todo el amor es sueño

—el mejor áureo sueño de la plata—.

Sueño de alguien que muere,

el amor es un árbol que da frutos

dorados sólo cuando duerme.

 

 

 

4

 

La verdadera muerte es esta muerte a solas,

ausente de sí misma,

como un árbol que crece

durante el sueño.

La sola infame muerte

del que muere dormido.

 

La muerte a secas

de un hombre solo, en medio

del erial de su cuerpo,

de una mosca (perdonen)

a mitad de su mierda.

 

Sería más útil vivo

–vaya revolucionario–.

Haría una nueva vida,

si tuviera ruedas.

Pero a su propia sangre se resiste el cuerpo.

Repele su amarillo

la pura orina mansa del principio.

Ésta es la muerte, amada.

Borrará comisuras en la hiena,

volverá perrito al león.

Debemos aceptarla, como se acepta un pan,

una manzana,

podridos, por supuesto.

 

 

 

5

 

Señor Dios mío: no vayas
a querer desfigurar
mi pobre cuerpo pasajero.
López Velarde

 

Amada, no destruyas mi cuerpo,

no lo rompas, no toques sus costados heridos.

No me lastimes más.

Me duele el pelo al peinarme.

Duéleme el aliento.

Duéleme el tacto de una mano en otra.

No destruyas mi cuerpo

pensando en sus miserias:

doliendo a pierna suelta

se destruye él solo, amada,

como si creciera hacia una lanza

clavada en la cabeza.

Ya me destrozo, mira, no hieras,

suelta el arma, detente,

no pienses más, no odies,

dame solo una tregua;

deja de respirar dos líneas de mi aire,

para que corrompa en paz esta carroña.

 

 

 

7

 

Hay un lejano olor a muerto en todo el aire.

Alguien se muere aquí,

muy cerca, en el jardín de al lado.

Tal vez aquí, junto al umbral,

más bien adentro de la casa, en el pasillo,

y no, más cerca,

en este cuarto donde moríamos juntos.

No, tampoco.

Más cerca aún, junto a mi cuerpo.

Y no, más cerca.

 

 

 

8

 

Salgo primero de tu cuerpo, amada,

proscrito y torpe,

con mi campanilla de leproso.

 

Salgo después del cuarto en que respiras

mis humores antiguos

y ocupo una prisión cercana.

 

Pero apesto:

los hedores se cuelan por el muro,

una cochambre de acero

perfora los tabiques.

 

Salgo al fin de la casa,

me siguen libros viejos y papeles

como un pueblo de ratas;

arriba canta el aire

sus vidrieras de oxígeno.

 

Desciendo por las gradas,

y me parece que alguien silba

cuando alcanzo la calle.

 

 

 

10

 

Mi cuerpo andaba en ruinas

 

Vil cosa el cuerpo,

astillas,

cuando encalla en sus huesos.

Falto de asuntos,

agotado el jardín de su tesoro.

La sarna de las hiedras devora

los pasillos,

los furúnculos crecen junto a los duraznos.

Jóvenes ruinas junto a viejos cachorros

encanecen.

Albañiles activos,

demoliciones del alma a domicilio.

 

El cuerpo en destrucción junto a los muelles,

barco senil, el cuerpo destrozado

en construcción.

 

El cuerpo roto a manos propias,

rasgado a propios colmillos,

ahogado en el vaso de la propia sangre,

por una azul tormenta

del grifo en la cocina.

 

El miserable cuerpo entrado en siglos,

puesto en la adolescencia de sus ruinas,

entrado en el bazar, oh teóricos,

de los trastos pensantes,

en el mercado de las pulgas de los cuerpos.

 

La pátina del cuerpo, como la caspa

de los edificios,

sumando hollín al oro sin sustento.

 

 

 

11

 

Una sola flecha, como una sola muerte,

hunde sus fauces de un diente solo

en el lanudo pecho del cordero.

Y el cordero se queja, como es lógico,

apenas:

su cifrado balido.

Un árbol solo, de lana que camina,

es el cordero.

Y por su muerte, de oveja sola,

de oveja que no sabe trasquilarse,

todo se corrompe,

todo se hunde,

como el pescado tuerto

que pierde bajo el sol

el solo ojo que le queda,

como la roña de este perro bueno bajo la caricia.

 

 

-De El tigre en la casa, 1970

Eduardo Lizalde (Ciudad de México, 1929-2022). Es considerado uno de los grandes poetas mexicanos del siglo XX. Ocupó diversos cargos culturales. Fue dire ... LEER MÁS DEL AUTOR