Eduardo Galeano. La desmemoria

 

Presentamos algunos textos del reconocido autor uruguayo pertenecientes a El libro de los abrazos (1989).

 

 

 

Eduardo Galeano

 

 

 

La vida profesional /1

A fines de 1987, Héctor Abad Gómez, denunció que la vida de un hombre no vale más que ocho dólares. Cuando su artículo se publicó, en un diario de Medellín, ya él había sido asesinado. Héctor Abad Gómez era el presidente de la comisión de Derechos Humanos. En Colombia es raro morir de enfermedad.

– ¿Cómo quiere el cadáver, su merced?

El matador recibe la mitad a cuenta. Carga la pistola y se persigna. Pide a Dios que lo ayude en su trabajo. Después, si no le falla la puntería, cobra la otra mitad. Y en la iglesia, de rodillas agradece el favor divino.

 

 

 

Crónica de la ciudad de Bogotá

Cuando el telón caía, al fin de cada noche, Patricia Ariza, marcada para morir, cerraba los ojos. En silencio agradecía los aplausos del público y también agradecía otro día de vida burlando a la muerte. Patricia estaba en la lista de los condenados, por pensar en rojo y en rojo vivir; y las sentencias se iban cumpliendo, implacablemente, una tras otra. Hasta sin casa quedó. Una bomba podía volar el edificio: los vecinos, obedientes a la ley del miedo, le exigieron que se fuera. Ella andaba con chaleco antibalas por las calles de Bogotá. No había más remedio; pero el chaleco era triste y feo. Un día, Patricia le cosió unas cuantas lentejuelas, y otro día le bordó unas flores de colores, flores bajando como en lluvia sobre los pechos, y así el chaleco alegrado y alindado, y mal que bien pudo acostumbrarse a llevarlo siempre puesto, y ya ni en el escenario se lo sacaba. Cuando Patricia viajó fuera de Colombia, para actuar en teatros europeos, ofreció su chaleco antibalas a un campesino llamado Julio Cañón. A Julio Cañón, alcalde del pueblo de Vistahermosa, ya le habían matado a toda la familia, a modo de advertencia, pero él se negó a usar ese chaleco florido:

– Yo no me pongo cosas de mujeres -dijo.

Con una tijera, Patricia le arrancó los brillitos y los colores, y entonces el hombre aceptó. Esa noche lo acribillaron. Con el chaleco puesto.

 

 

 

La vida profesional /2

Tienen el mismo nombre, el mismo apellido. Ocupan la misma casa y calzan los mismos zapatos. Duermen en la misma almohada, junto a la misma mujer. Cada mañana, el espejo le devuelve la misma cara. Pero él y él son la misma persona:

– Y yo, ¿qué tengo que ver? -dice él, hablando de él, mientras se encoge de hombros.

– Yo cumplo órdenes -dice o dice:

– Para eso me pagan.

O dice:

– Si no lo hago yo, lo hace otro.

Que es como decir:

– Yo soy otro.

Ante el odio de la víctima, el verdugo siente estupor, y hasta una cierta sensación de injusticia: al fin y al cabo, él es un funcionario, un simple funcionario que cumple su horario y su tarea. Terminada la agotadora jornada de trabajo, el torturador se lava las manos.

Ahmadou Gherab, que peleó por la independencia de Argelia, me lo contó. Ahmadou fue torturado por un oficial francés durante varios meses. Y cada día, a las seis en punto de la tarde, el torturador se secaba el sudor de la frente, desenchufaba la picana eléctrica y guardaba los demás instrumentos de trabajo. Entonces se sentaba junto al torturado y le hablaba de sus problemas familiares y del ascenso que no llega y lo cara que está la vida. El torturador hablaba de su mujer insufrible y del hijo recién nacido, que no lo había dejado pegar un ojo toda la noche: hablaba contra Orán, esta ciudad de mierda, y contra el hijo de puta del coronel que… Ahmadou, ensangrentado, temblando de dolor, ardiendo en fiebres, no decía nada.

 

 

 

La desmemoria /1

Estoy leyendo una novela de Louise Erdrich. A cierta altura, un bisabuelo encuentra a su bisnieto. El bisabuelo está completamente chocho (sus pensamientos tienen el color del agua) y sonríe con la misma beatífica sonrisa de su bisnieto recién nacido. El bisabuelo es feliz porque ha perdido la memoria que tenía. El bisnieto es feliz porque no tiene, todavía, ninguna memoria. He aquí, pienso, la felicidad perfecta. Yo no la quiero.

 

 

 

La desmemoria /2

El miedo seca la boca, moja las manos y mutila. El miedo de saber nos condena a la ignorancia; el miedo de hacer, nos reduce a la impotencia. La dictadura militar, miedo de escuchar, miedo de decir, nos convirtió en sordomudos. Ahora la democracia, que tiene miedo de recordar, nos enferma de amnesia: pero no se necesita ser Sigmund Freud para saber que no hay alfombra que no pueda ocultar la basura de la memoria.

 

 

 

El río del olvido

La primera vez que fui a Galicia, mis amigos me llevaron al río del Olvido. Mis amigos me dijeron que los legionarios romanos, en los antiguos tiempos imperiales, habían querido invadir estas tierras, pero de aquí no habían pasado: paralizados por el pánico, se habían detenido a la orilla de este río. Y no lo habían atravesado nunca, porque quien cruza el río del Olvido llega a la otra orilla sin saber quién es ni de dónde viene. Yo estaba empezando mi exilio en España, y pensé: si bastan las aguas de un río para borrar la memoria. ¿Qué pasará conmigo, resto de naufragio, que atravesé todo un mar? Pero yo había estado recorriendo los pueblecitos de Pontevedra y Orense, y había descubierto tabernas y cafés que se llamaban Uruguay o Venezuela o Mi Buenos Aires Querido y cantinas que ofrecían parrilladas o arepas, y por todas partes había banderines de Peñarol y Nacional y Boca Juniors, y todo eso era de los gallegos que habían regresado de América y sentían, ahora, la nostalgia al revés. Ellos se habían marchado de sus aldeas, exiliados como yo, aunque los hubiera corrido la economía y no la policía, y al cabo de muchos años estaban de vuelta en su tierra de origen, y nunca habían olvidado nada. Y ahora tenían dos memorias y tenían dos patrias.