Eduardo Galeano

Memorias del fuego 1. Los nacimientos

 

 

 

 

 

Memorias del fuego 1. Los nacimientos

 

 

 

13 de marzo de 1325

La tierra prometida

Maldormidos, desnudos, lastimados, caminaron toda la noche y día durante más de 2 siglos. Iban buscando el lugar donde la tierra se tiende entre cañas y juncias.

Varias veces se perdieron, se dispersaron y volvieron a juntarse. Fueron volteados por los vientos y se arrastraron atándose los unos a los otros, golpeándose, empujándose; cayeron de hambre y se levantaron y nuevamente cayeron y se levantaron. En la región de los volcanes, donde no crece la hierba, comieron carne de reptiles.

Traían la bandera y la capa del dios que había hablado a los sacerdotes, durante el sueño, y había prometido un reino de oro y plumas de quetzal: Sujetaréis de mar a mar a todos los pueblos y ciudades, había anunciado el dios, y no será por hechizo, sino por ánimo del corazón y valentía de los brazos.

Cuando se asomaron a la laguna luminosa, bajo el sol del mediodía, los aztecas lloraron por primera vez. Allí estaba la pequeña isla de barro: sobre el nopal, más alto que los juncos y las pajas bravas, extendía el águila sus alas.

Al verlos llegar, el águila humilló la cabeza. Estos parias, apiñados en la orilla de la laguna, mugrientos, temblorosos, eran los elegidos, los que en tiempos remotos habían nacido de las bocas de los dioses.

Huitzilopochtli les dió la bienvenida:

Éste es el lugar de nuestro descanso y nuestra grandeza —resonó la voz —. Mando que se llame Tenochtitlán la ciudad que será reina y señora de todas las demás. ¡México es aquí!

 

 

12 de octubre de 1492

Guanahaní. Colón

Cae de rodillas, llora, besa el suelo. Avanza, tambaleándose porque lleva más de un mes durmiendo poco o nada, y a golpes de espada derriba unos ramajes.

Después, alza el estandarte. Hincado, ojos al cielo, pronuncia tres veces los nombres de Isabel y Fernando. A su lado, el escribano Rodrigo de Escobedo, hombre de letra lenta, levanta el acta.

Todo pertenece, desde hoy, a esos reyes lejanos: el mar de corales, las arenas, las rocas verdísimas de musgo, los bosques, los papagayos y estos hombres de piel de laurel que no conocen todavía la ropa, la culpa ni el dinero y que contemplan, aturdidos, la escena.

Luis de Torres traduce al hebreo las preguntas de Cristóbal Colón:

—¿Conocéis vosotros el Reino del Gran Kahn? ¿De dónde viene el oro que lleváis colgado de las narices y las orejas?

Los hombres desnudos lo miran, boquiabiertos, y el intérprete prueba suerte con el idioma caldeo, que algo conoce:

—¿Oro? ¿Templos? ¿Palacios? ¿Rey de reyes? ¿Oro?

Y luego intenta la lengua arábiga, lo poco que sabe:

—¿Japón? ¿China? ¿Oro?

El intérprete se disculpa ante Colón en la lengua de Castilla.

Colón maldice en genovés, y arroja al suelo sus cartas credenciales, escritas en latín y dirigidas al Gran Kahn. Los hombres desnudos asisten a la cólera del forastero de pelo rojo y piel cruda, que viste capa de terciopelo y ropas de mucho lucimiento.

Pronto se correrá la voz por las islas:

¡Vengan a ver a los hombres que llegaron del cielo! ¡Tráiganles de comer y de beber!

 

 

8 de noviembre de 1519

Tenochtitlán. La capital de los aztecas

Mudos de hermosura, los conquistadores cabalgan por la calzada. Tenochtitlán parece arrancada de las páginas de Amadís, cosas nunca oídas, ni vistas, ni aún soñadas… El sol se alza tras los volcanes, calles, acequias, templos de altas torres, se despliega y fulgura. Una multitud sale a recibir a los invasores, en silencio y sin prisa, mientras infinitas canoas abren surcos en las aguas de cobalto.

Moctezuma llega en litera, sentado en suave piel de jaguar, bajo palio de oro, perlas y plumas verdes. Los señores del reino van barriendo el suelo que pisará.

Él da la bienvenida al dios Quetzalcóatl:

—Has venido a sentarte en tu trono —le dice—. Has venido entre nubes, entre nieblas. No te veo en sueños, no estoy soñando. A tu tierra has llegado…

Los que acompañan a Quetzalcóatl reciben guirnaldas de magnolias, rosas y girasoles, collares de flores en los cuellos, en los brazos, en los pechos: la flor del escudo y la flor del corazón, la flor del buen aroma y la muy amarilla.

Quetzalcóatl nació en Extremadura y desembarcó en tierras de América con un hatillo de ropa al hombro y un par de monedas en la bolsa. Tenía diecinueve años cuando pisó las piedras del muelle de Santo Domingo y preguntó: ¿Dónde está el oro? Ahora ha cumplido treinta y cuatro y es capitán de gran ventura. Viste armadura de hierro negro y conduce un ejército de jinetes, lanceros, ballesteros, escopeteros y perros feroces. Ha prometido a sus soldados: Yo os haré, en muy breve tiempo, los más ricos hombres de cuantos jamás han pasado a las Indias.

El emperador Moctezuma, que abre las puertas de Tenochtitlán, acabará pronto. De aquí a poco será llamado mujer de los españoles y morirá por las pedradas de su gente. El joven Cuauhtémoc ocupará su sitio. Él peleará.

 

 

30 de junio de 1520

Teocalhueyacan. «La noche triste»

Hernán Cortés pasa revista a los pocos sobrevivientes de su ejército, mientras la Malinche cose las banderas rotas.

Tenochtitlán ha quedado atrás. Atrás ha quedado la columna de humo que echó por la boca el volcán Popocatépetl, como diciendo adiós, y que no había viento que pudiera torcer.

Los aztecas han recuperado su ciudad. Las azoteas se erizaron de arcos y lanzas y la laguna se cubrió de canoas en pelea. Los conquistadores huyeron en desbandada, perseguidos por una tempestad de flechas y piedras, mientras aturdían la noche los tambores de la guerra, los alaridos y las maldiciones.

Estos heridos, estos mutilados, estos moribundos que Cortés está contando ahora, se salvaron pasando encima de los cadáveres que sirvieron de puente: cruzaron a la otra orilla pisando caballos que se habían resbalado y hundido y soldados muertos a flechazos y pedradas o ahogados por el peso de las talegas llenas de oro que no se resignaban a dejar.

 

 

13 de agosto de 1521

Tlatelolco. La espada de fuego

La sangre corre como agua y está ácida de sangre el agua de beber. De comer no queda más que tierra. Se pelea casa por casa, sobre las ruinas y los muertos, de día y de noche. Ya va para tres meses de batalla sin treguas. Sólo se respira pólvora y náuseas de cadáver; pero todavía resuenan los atabales y los tambores en las últimas torres y los cascabeles en los tobillos de los últimos guerreros. No han cesado todavía los alaridos y las canciones que dan fuerza. Las últimas mujeres empuñan el hacha de los caídos y golpetean los escudos hasta caer arrasadas.

El emperador Cuauhtémoc llama al mejor de sus capitanes. Corona su cabeza con el búho de largas plumas, y en su mano derecha coloca la espada de fuego. Con esta espada en el puño, el dios de la guerra había salido del vientre de su madre, allá en lo más remoto de los tiempos. Con esta serpiente de rayos de sol, Huitzilopochtli había decapitado a su hermana la luna y había hecho pedazos a sus cuatrocientos hermanos, las estrellas, porque no querían dejarlo nacer.

Cuauhtémoc ordena:

—Véanla nuestros enemigos y queden asombrados.

Se abre paso la espada de fuego. El capitán elegido avanza, solo, a través del humo y los escombros.

Lo derriban de un disparo de arcabuz.

 

 

 

Tenochtitlán
El mundo está callado y llueve

De pronto, de golpe, acaban los gritos y los tambores. Hombres y dioses han sido derrotados. Muertos los dioses, ha muerto el tiempo. Muertos los hombres, la ciudad ha muerto. Ha muerto en su ley esta ciudad guerrera, la de los sauces blancos y los blancos juncos. Ya no vendrán a rendirle tributo, en las barcas a través de la niebla, los príncipes vencidos de todas las comarcas.

Reina un silencio que aturde. Y llueve. El cielo relampaguea y truena y durante toda la noche llueve.

Se apila el oro en grandes cestas. Oro de los escudos y de las insignias de guerra, oro de las máscaras de los dioses, colgajos de labios y de orejas, lunetas, dijes. Se pesa el oro y se cotizan los prisioneros. De un pobre es el precio, apenas, dos puñados de maíz… Los soldados arman ruedas de dados y naipes.

El fuego va quemando las plantas de los pies del emperador Cuauhtémoc, untadas de aceite, mientras el mundo está callado y llueve.

 

 

28 de febrero de 1525

Tuxkahá. Cuauhtémoc

De la rama de una antigua ceiba se balancea, colgado de los tobillos, el cuerpo del último rey de los aztecas.

Cortés le ha cortado la cabeza.

Había llegado al mundo en cuna rodeada de escudos y dardos, y estos fueron los primeros ruidos que oyó:

Tu propia tierra es otra. A otra tierra estás prometido. Tu verdadero lugar es el campo de batalla. Tu oficio es dar de beber al sol con la sangre de tu enemigo y dar de comer a la tierra con el cuerpo de tu enemigo.

Hace veintinueve años, los magos derramaron agua sobre su cabeza y pronunciaron palabras rituales:

¿En qué lugar te escondes, desgracia? ¿En qué miembro te ocultas? ¡Apártate de este niño!

Lo llamaron Cuauhtémoc, águila que cae. Su padre había extendido el imperio de mar a mar. Cuando el príncipe llegó al trono, ya los invasores habían venido y vencido. Cuauhtémoc se alzó y resistió. Fue el jefe de los bravos. Cuatro años después de la derrota de Tenochtitlán, todavía resuenan, desde el fondo de la selva, los cantares que claman por la vuelta del guerrero.

¿Quién hamaca ahora su cuerpo mutilado? ¿El viento o la ceiba? ¿No es la ceiba quien lo mece, desde su vasta copa? ¿No acepta la ceiba esta rama rota, como un brazo más de los mil que nacen de su tronco majestuoso? ¿Le brotarán flores rojas?

La vida sigue. La vida y la muerte siguen.

 

 

 

12 de diciembre de 1531

Ciudad de México. La Virgen de Guadalupe

Esa luz, ¿sube de la tierra o baja del cielo? ¿Es luciérnaga o lucero? La luz no quiere irse del cerro de Tepeyac y en plena noche persiste y fulgura en las piedras y se enreda en las ramas. Alucinado, iluminado, la vio Juan Diego, indio desnudo: la luz de luces se abrió para él, se rompió en jirones dorados y rojizos y en el centro del resplandor apareció la más lúcida y luminosa de las mujeres mexicanas. Estaba vestida de luz la que en lengua náhuatl le dijo: «Yo soy la madre de Dios.»

El obispo Zumárraga escucha y desconfía. El obispo es el protector oficial de los indios, designado por el emperador, y también el guardián del hierro que marca en la cara de los indios el nombre de sus dueños. Él arrojó a la hoguera los códices aztecas, papeles pintados por la mano del Demonio, y aniquiló quinientos templos y veinte mil ídolos. Bien sabe el obispo Zumárraga que en lo alto del cerro de Tepeyac tenía su santuario la diosa de la tierra, Tonantzin, y que allí marchaban los indios en peregrinación a rendir culto a nuestra madre, como llamaban a esa mujer vestida de serpientes y corazones y manos.

El obispo desconfía y decide que el indio Juan Diego ha visto a la Virgen de Guadalupe. La Virgen nacida en Extremadura, morena por los soles de España, se ha venido al valle de los aztecas para ser la madre de los vencidos.

 

 

 

16 de noviembre de 1532

Cajamarca. Pizarro

Mil hombres van barriendo el camino del Inca hacia la vasta plaza donde aguardan, escondidos, los españoles. La multitud tiembla al paso del Padre Amado, el Solo, el Único, el dueño de los trabajos y las fiestas; callan los que cantan y se detienen los que danzan. A la poca luz, la última del día, relampaguean de oro y plata las coronas y las vestiduras de Atahualpa y su cortejo de señores del reino.

¿Dónde están los dioses traídos por el viento? El Inca llega al centro de la plaza y ordena esperar. Hace unos días, un espía se metió en el campamento de los invasores, les tironeó las barbas y volvió diciendo que no eran más que un puñado de ladrones salidos de la mar. Esa blasfemia le costó la vida. ¿Dónde están los hijos de Wiracocha, que llevan estrellas en los talones y descargan truenos que provocan el estupor, la estampida y la muerte?

El sacerdote Vicente de Valverde emerge de las sombras y sale al encuentro de Atahualpa. Con una mano alza la Biblia y con la otra un crucifijo, como conjurando una tormenta en alta mar, y grita que aquí está Dios, el verdadero, y que todo lo demás es burla. El intérprete traduce y Atahualpa, en lo alto de la muchedumbre, pregunta:

—¿Quién lo dijo?

—Lo dice la Biblia, el libro sagrado.

—Dámela, para que me lo diga.

A pocos pasos, detrás de una pared, Francisco Pizarro desenvaina la espada.

Atahualpa mira la Biblia, le da vueltas en la mano, la sacude para que suene y se la aprieta contra el oído:

—No dice nada. Está vacía.

Y la deja caer.

Pizarro espera este momento desde el día en que se hincó ante el emperador Carlos V, le describió el reino grande como Europa que había descubierto y se proponía conquistar y le prometió el más espléndido tesoro de la historia de la humanidad. Y desde antes: desde el día en que su espada trazó una raya en la arena y unos pocos de sus soldados muertos de hambre, hinchados por las plagas, juraron acompañarlo hasta el final. Y desde antes aún, desde mucho antes: Pizarro espera este momento desde que hace cincuenta y cuatro años fue arrojado a la puerta de una iglesia de Extremadura y bebió leche de puerca por no hallarse quien le diera de mamar.

Pizarro grita y se abalanza. A la señal, se abre la trampa. Suenan las trompetas, carga la caballería y estallan los arcabuces, desde la empalizada, sobre el gentío perplejo y sin armas.

 

 

 

Cajamarca

El rescate

Para comprar la vida de Atahualpa, acuden la plata y el oro. Hormiguean por los cuatro caminos del imperio las largas hileras de llamas y las muchedumbres de espaldas cargadas. El más espléndido botín viene del Cuzco: un jardín entero, árboles y flores de oro macizo y pedrerías, en tamaño natural, y pájaros y animales de pura plata y turquesa y lapislázuli.

El horno recibe dioses y adornos y vomita barras de oro y de plata.

Jefes y soldados exigen a gritos el reparto. Hace seis años que no cobran.

De cada cinco lingotes, Francisco Pizarro separa uno para el rey. Luego se persigna. Pide el auxilio de Dios, que todo lo sabe, para guardar justicia; y pide el auxilio de Hernando de Soto, que sabe leer, para vigilar al escribano.

Adjudica una parte a la Iglesia y otra al vicario del ejército. Recompensa largamente a sus hermanos y a los demás capitanes. Cada soldado raso recibe más de lo que el príncipe Felipe cobra en un año y Pizarro se convierte en el hombre más rico del mundo. El cazador de Atahualpa se otorga a sí mismo el doble de lo que en un año gasta la corte de Carlos V con sus seiscientos criados -sin contar la litera del Inca, ochenta y tres kilos de oro puro, que es su trofeo de general.

 

 

15 de noviembre de 1533

Cuzco. Entran los conquistadores en la ciudad sagrada

En el radiante mediodía, a través de la humareda se abren paso los soldados. Un olor a cuero mojado se alza y se mezcla con el olor de la quemazón, mientras resuena un estrépito de cascos de caballos y ruedas de cañones.

Nace un altar en la plaza. Los pendones de seda, bordados de águilas, escoltan al dios nuevo, que tiene los brazos abiertos y usa barba como sus hijos. ¿No está viendo el dios nuevo que sus hijos se abalanzan, hacha en mano, sobre el oro de los templos y las tumbas?

Entre las piedras del Cuzco, tiznadas por el incendio, los viejos y los paralíticos aguardan, mudos, los días por venir.

 

 

6 de mayo de 1536

Machu Picchu. Manco Inca

Harto de ser rey tratado como perro, Manco Inca se alza contra los hombres de cara peluda. En el trono vacío, Pizarro instala a Paullo, hermano de Manco Inca y de Atahualpa y de Huáscar.

De a caballo, a la cabeza de un gran ejército, Manco Inca pone sitio al Cuzco. Arden las hogueras en torno a la ciudad y llueven, incesantes, las flechas de yesca encendida, pero más castiga el hambre a los sitiadores que a los sitiados y las tropas de Manco Inca se retiran, al cabo de medio año, entre alaridos que parten la tierra.

El Inca atraviesa el valle del río Urubamba y emerge entre los altos picos de niebla. La escalinata de piedra lo conduce a la morada secreta de las cumbres. Protegida por parapetos y torreones, la fortaleza de Machu Picchu reina más allá del mundo.

 

Eduardo Galeano (Montevideo, 1940 – 2015). Periodista y escritor uruguayo. Considerado uno de los intelectuales de izquierda más influyentes de la segund ... LEER MÁS DEL AUTOR