

Presentamos un texto clave del gran autor estadounidense en la traducción al español de Raquel Lanseros.
Edgar Allan Poe
LA DURMIENTE
Estoy a medianoche, en pleno junio
bajo un místico y claro plenilunio.
Un vaho hipnótico, de rocío empapado,
emana desde su borde dorado,
y gota a gota, en pausado goteo,
desde el mudo montañoso apogeo
se desliza con aire musical
hasta llegar al valle universal.
Sobre la tumba se inclina el romero
y cuelga la azucena alrededor,
envuelto entre la niebla el campo entero,
las ruinas se abandonan al sopor.
Como el río Leteo, el lago olvida
en un sueño consciente, muerte y vida,
sin querer despertar de nuevo a ellas.
Alta Belleza duerme en el camino
(su ventanuco abierto a las estrellas)
donde descansa Irene y su Destino.
¡Dama radiante! ¿Es adecuada
esa abertura hacia la madrugada?
Aires lascivos caen desde la umbría
por la trampilla de la celosía.
Aires incorpóreos cuya fragancia
se agita fuera y dentro de tu estancia,
y mece de manera vacilante
los cortinajes del dosel colgante
sobre el párpado inerte bajo el cual
tu alma yace dormida y abismal.
Sobre la superficie que tú pueblas,
como fantasmas, vibran las tinieblas.
¿No sientes tú temor, dama querida?
¡Con qué estarás soñando aquí tendida!
¡Seguro que vendrás de nuevos mares,
prodigio frente al soto de estos lares!
¡Rara es tu palidez! ¡Tu ajuar curioso!
¡Extraño tu pelo largo y frondoso
y todo este silencio riguroso!
¡Duerme la dama! ¡Ojalá su descanso
sea profundo, duradero y manso!
¡La acoja el cielo en su sagrada torre!
Que otra más santa esta alcoba borre
y otro más triste el lecho le ahorre.
¡Suplico a Dios que descanse tranquila
por siempre clausurada la pupila
al coro de fantasmas que desfila!
¡Duerme mi amor! ¡Que su sueño fecundo
igual que es prolongado, sea profundo!
¡Que eviten los gusanos su morada!
Que en la espesura, vieja y cerrada,
ante ella surja una bóveda holgada.
Una bóveda ilustre, que tal vez
vio crespones triunfantes, para prez,
sobre los ataúdes señoriales,
de la estirpe en sus nobles funerales.
Un sepulcro remoto, solitario,
contra cuyo zaguán ella, a diario,
arrojó ociosas piedras en la infancia.
Un mausoleo en cuya altisonancia
no probará ya el eco en la distancia,
creyendo oír, ¡pobre hija del pecado!,
a los muertos gemir del otro lado.