Dinu Flamand

Primavera en Praga

 

 

 

(Traducción al español de Catalina Iliescu Gheorghiu)

 

 

 

 

Embarcadero

 

Será cuando la muerte ya no se conforme

con las migajas de tiempo que quedan en tu mano

y trace una raya

y saque cuentas.

 

Los destellos de luz sobre la inmensidad del mar

podrán por un instante desviar tu atención

de la fuga de días que se amontonan

hasta el infinito,

y desde ese instante —se dice—, ni los pesados párpados de las nubes

empujadas hacia el límite de lo visible ni el resto de esperanza

que queda en ti tendrán ya lágrimas;

 

y tu miedo tembloroso se volverá una mirada interior

que en una colina invertida buscará titubeando

la copa de un roble,

ya con la cabeza hacia abajo,

en el abismo inexplicable,

 

y puesto que la luz siempre te mostró algo más,

pero nunca a sí misma,

este desbordamiento será

como una epidemia hilarante.

 

Un ruidoso grupo de contables borrachos

desciende a toda prisa hacia las tascas

por las laderas pronunciadas del Olimpo,

una vez cerrados los libros de cuentas,

para aprovechar el fin de semana.

 

Es tarde,

las sibilas cierran los postigos de las tiendas,

Pythia apaga el gas,

los numerólogos y astrólogos han recogido

sus tenderetes del mercado, los psicopompos

ya están cómodamente instalados en su tren

hacia la periferia de lo real

tras una semana de asfixia en el subterráneo

con azufre y otros medios larvarios

del más allá,

y los victimarios se han lavado ya las manos

en las fuentes.

 

Seguro que los Magos de Oriente se retrasan en la calle

con los charlatanes que venden cal en polvo

como remedio,

 

muy cerca de los trileros

o de las viejas que con sus verrugas pretenden fisgar

los extraños pasos del destino en el camino oblicuo

de la palma de la mano,

girando llaves falsas en la puerta del misterio.

 

Hace tiempo que nadie se fija ya en la pandilla

de los que incitan a dejarle propina al destino,

aunque… ¿quién sabe?

Y puede que tal vez…

 

Tienes que marchar,

no hay tiempo para los detalles.

Te obsequiaron unos días, pero llega el momento

de devolver otros tantos que solo han sido tuyos

de prestado

(y aquello que consideraste una ofrenda

se trataba de una venta por ti malentendida).

 

Es evidente, la tristeza

sigue haciéndote callos en el alma

como los aperos en la mano firme del labriego

y como en todos los oficios y días

de nuestra cotidiana tautología.

 

Pero el instinto te guiará hacia el embarcadero

donde solo se anuncian las partidas

y empezarás a agitar la mano

en dirección al matorral

de la otra orilla

 

(en vano intentarás pedir una barcaza

en medio del barullo que te embiste desde las tabernas

junto con el humo y el sudor de tantas soledades que se preparan

para negociar quién se mete en la cama de quién

a medianoche);

 

y mientras estés

esperando,

mirarás atónito una vieja inscripción

lavada por la lluvia en el panel junto al embarcadero:

 

tisin didonai[1].

 

 

 

 

Recolectores

 

Como la manzana que, roja, se empina en lo alto
de la más alta rama: los cosecheros la olvidaron.
No, no la olvidaron. No pudieron alcanzarla.
Safo

 

… después de que la siembra del azar y la espera

lo envolvieran primero bajo la joven corteza,

llegó el momento de que sus ramas despuntaran

con asombrosa fuerza

entre las copas de otros árboles del lugar.

 

Azotado por el viento y el granizo que deciden

la muerte de los árboles ancianos

comenzaba

a anunciar su propio ascenso;

 

por aquel entonces sus humildes frutos eran más fáciles

de recoger, y seguía siendo ante los niños

la tentación irresistible de poner a prueba sus ramas

colgándose bocabajo

 

como para sentir que existe un cielo de hierba

en esa época en la que un árbol pequeño y un niño

se ven afectados por la misma fragilidad.

 

No se le posaban muchos pájaros

y tampoco el búho había escogido aún la bifurcación

de la última rama desde la que vigilaría —mucho más tarde—

las noches de verano

con su mentón sibilinamente pomposo.

 

Antes de estallar en todo su esplendor,

no se intuía la promesa de estas ramas

ni el laberinto por donde el niño se adentra

como una pantera de sombras, mientras un juego de luces

arroja en su camino hojas quemadas por los rayos

y nidos con restos de plumas

y tierras oscuras, que se balancean en los márgenes del mundo.

 

Ahora vuela frondoso en el aire y sus ramas

sienten el zumbido de la humanidad;

dentro del árbol los caminos zigzaguean

hacia los bordes de la luz, donde el cielo que apenas se intuye

es el resplandor de tantos misterios.

 

En lo alto hay un último escondrijo en su espesura,

y la cuna maternal de tres ramas gemelas,

y aún se puede entrever —sí— el dulce misterio

del fruto más lejano

justo a la altura de la rama más frágil

que el pie descalzo y cauteloso tantea

incrédulo ante su promesa de maleabilidad.

 

Pero todavía más tenaz que el peligro es

la llamada del peligro,

que atrae al niño con más intensidad al fruto maduro,

señal de que existen lazos que lo unen fortuitamente,

aun sin conocer sus manzanas.

 

En el temblor de la rama

que como una mano sujeta

un lejano fruto sobre el abismo

vibra toda la vida posible.

 

Dependerás de su buena voluntad

pero

cualquier paso de más es una caída segura.

 

El destino siempre será más fuerte: tú solo

inventas juegos sagrados sobre tu fuerza vital

mientras las ramas

te hacen vibrar suspendiéndote en el aire,

y su suspensión aplaza la madurez del fruto codiciado,

pero también su descomposición.

 

Y si más tarde no reconoces dentro del árbol

el laberinto hacia ese fruto brillante

y tampoco divisas desde fuera su fulgor

y tu pie duda al despegarse del suelo

o tu mano se retira

cuando debería atreverse

o tu ojo se cierra

encandilado apenas por una reminiscencia de luz

entonces significa que lo sabes:

 

la estación más terrible del tiempo es justo el momento

de tu presencia en el presente

y también es —probablemente— la señal de que el fruto

ha de estar siempre listo para que lo coseches,

pero será tuyo únicamente si no lo cosechas.

 

 

 

 

La puerta entrecerrada

 

Una puerta entrecerrada se abre de pronto sin que la empujes

y una pregunta que no hiciste te llama con el dedo índice

y el corazón que dormía en tu pecho como una piedra muda

lucha como un cubo vacío que oscila

sobre una fuente en la que el sediento

empieza de repente a sacar agua verde

y entonces

tiene agua mas nada para beber.

 

Y entonces

ya no hay viento que balancee el cubo

ni está la fuente de tu infancia

ni tu cama o tus brazos

al costado, sintiendo

el sudor frío de tu cuerpo que no es ya

tu cuerpo aunque siga sirviéndote de cuerpo.

 

Y de este río viscoso

que te envuelve pero no te acoge,

que te congela y da calor,

fluye el miedo hacia ti

sin lograr alcanzarte.

 

Y ni siquiera te da respuesta a la pregunta

situada allí

durante años, todavía allí,

en tu silencio locuaz

y en su propia ceniza sonora.

 

Y ahora hurgas detrás como un león

viejo y hambriento

buscando escondido entre las matas

el cadáver que hallaron antes las hienas:

 

¿Cuánto tiempo?

¿Cuántos años todavía?

 

 

 

 

Se suponía que debía llevarlos

 

Se suponía que debía llevarlos a no sé dónde,

se suponía que debía llevar a mis padres a no sé dónde,

trasladarlos en taxi a no sé dónde,

aunque no recuerdo haber ido con ellos en taxi a ninguna parte

nunca,

y era un barrio en no sé qué lugar de la tierra

que yo no conocía, un día que parecía una noche,

y ni siquiera reconocí a mis padres,

y la verdad es que los veía

con la mirada bastante confusa.

 

Ellos estaban y no estaban conmigo,

ausentes-presentes allí, aunque los sentía en todas partes

rodeándome por completo, con fuegos que ardían

en su aliento, como una hoguera de revelaciones

en una montaña mística;

 

y me enseñaron a cuidarlos

porque me seguían cuidando ellos

con ese polen del amor que te hace brillar;

 

me enseñaron a ayudarlos a vestir

sus atuendos de viento,

a sostenerlos cuando se resbalaban con sus pies de sal

y traerlos a la bruma de mis brazos con sus brazos crepitantes,

y me enseñaron a esperarlos, y como sabían que yo no esperaba,

ni reconocía,

ni imaginaba,

ni percibía,

ni distinguía,

me enseñaron a inventar un taxi que se dejaba esperar

y una nube que se dejaba respirar

y una vida que se dejaba habitar

por nosotros y por nadie más

 

y eso fue todo.

 

 

 

 

 

Nota

1.Célebre y ambigua frase de Anaximandro de Mileto según la cual el suceso fundamental de la existencia se interpreta como un «acto de devolución» (tisin didonai). (N. de la T.).

 

 

 

-Dinu Flamand
Primavera en Praga
Traducción al español de Catalina Iliescu Gheorghiu
Colección Visor de Poesía
España, 2022

 

visor

Dinu Flamand (Transilvania, Rumanía, 1947). Es poeta, ensayista, periodista y traductor. Sus libros han sido traducidos a varios idiomas y publicados en ... LEER MÁS DEL AUTOR