David Meza

Testamento marino del Ángel

 

 

Testamento Marino del Ángel

 

Caminando un día Jesús por la ribera del mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés su hermano, echando la red al mar (pues eran pescadores) y les dijo: Seguidme a mí, y yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres.
La Biblia

 

Padre, no me mates. Padre, no me mates. Padre, no me mates. La luna está sobre nosotros. Un charco de sangre en el suelo. Recoger la sangre, recoger la sangre. La muerte está bajo mi cama. Recoger la sangre, recogerla. Alto. No más cicatrices en mi frente. En mi frente en la que caminan los decapitados, dejar que corran los decapitados. Alto, la muerte está de frente al espejo. La imagen cambia. En un momento es un niño junto a un caballo muerto. Luego el caballo está clavado a los muros. Luego el niño se come al caballo. Luego el caballo recita el Padre Nuestro. En otro momento la muerte se ve como una muchacha con un caparazón de tortuga como cuna. Luego se mece de un lado a otro mientras de sus ojos brota una sustancia negra. Mi polvo será lo que soy, renaceré otra vez, otra vez en otro siglo, seré David, el poeta. Flores quemadas, semillas quemadas. La muerte es el diablo con una corona de espigas. Una flor azul brota de la palma de su mano, cada pétalo dice una oración. Los pétalos son siete. No seis, ni tres, ni dos, ni uno. Los pétalos son siete. El primero tiene un relámpago negro. Yo pienso que ese relámpago negro es una escalera, o una culebra de líneas, o una l torcida como un cable. El diablo tiene un ojo de madera, un ojo azul, y un ojo de lodo. El lodo es el símbolo de la creación. El rostro de un niño brota repentinamente de su hombro. El niño continúa diciendo el Padre Nuestro. Charcos de sangre. Carreteras en mi frente bajando en curvas por mi torso hasta llegar a mis piernas, porque en mis piernas hay una cortada que es el verdadero infierno de la carne. El diablo lleva los tres ojos de todos los ángeles. La muerte se quita la primera capa de la piel. Esa primera capa es un manto de escamas, las escamas caen al suelo. Se habla de los otros pétalos, pues bien, de esos pétalos se alimenta el diablo. Los pétalos son azules, por lo que los órganos internos del diablo son también azules. Terriblemente azules, como el mar cuando echa abajo caprichosamente a las embarcaciones temerarias. Temerario es enfrentarse a los temores, es mirar las olas y despegarlas de las aguas con algún cuchillo. Temerario es decir el nombre del diablo, mientras las agujas de tu alma se desprenden. Padre, no me mates. Temerario es hincarse ante el pan quemado. Temerario es mirar la imagen de Cristo y suponer que es el diablo el crucificado. Y reírse, y reírse, eso también es temerario. Coser las heridas de la carne con estambre, coser las heridas de la frente con alambre. Dispararle al pianista, ser seducido por tu padre. Morir cuatro veces en los brazos del diablo. Un colmillo de lobo, un crecimiento de calcio. Romper la rama milenaria como el báculo de Cristo, como el cayado de Cristo con el que convocaba a los peces. Muerte, un charco de sangre. Recoger las venas, atarlas a los puños. Recoger los órganos. Azul es el trueno en la frente del diablo. Maté a mi madre. Maté a mi madre. La hija de la bruja me persigue, en un ritual antiguo dibujó un borrego en mi palma derecha. Desde entonces miro en las piedras sacerdotes, desde entonces sueño con Cristo. Cristo me dice que él es el diablo, y que nos ama. Cristo lleva una capa de magia, y lleva una cicatriz entre las costillas que aún no le sana. El diablo es Cristo pero con un tercer ojo que nunca pudieron ver los humanos. Esto me lo enseñó mi padre, mientras tocaba mi entrepierna con un gesto de ternura. El tercer ojo de Cristo es un caballito de mar que mide lo mismo que una palmera. El caballito del mar derrumba los barcos como una rompiente marina. La muerte de Cristo es el abandono de los hombres. Un sello todavía caliente sobre la hoja antigua. En esa hoja se revelaban los demás pétalos. El segundo pétalo tenía la forma de un ángel. El ángel es negro y sostiene una copa con la derecha y una espada con la izquierda. El mar ondea mientras sus coníferas acuáticas se pudren. Hay abajo otra civilización. Otra forma de ser humanos, una ética menos sangrienta que chorrea sin embargo por los arrecifes. Tritones crucificados vi en un sueño. Era Cristo un profeta marino, los cementerios se llenaron de sus palabras. Era Cristo un extraterrestre con cola de serpiente. Pero no me mates, padre. Todo esto lo vi en sueño. Es Cristo el que me habla, el que me lanza pétalos que se hunden en mi frente. Cristo quiere agua, eso es todo lo que quiere. Un mar tan pequeño que quepa en un vaso, un mar miniatura donde caigan sus labios. La muerte es Cristo, la muerte es el mar. El mar es un pañuelo donde en las profundidades hay un coro de monjes cantando oscuramente. El tercer pétalo tiene la forma de una trompeta. Hay noches en las que sueño a mi padre tocando esa trompeta. Llama mi padre a los caballos que en este momento están descuartizando al uni-verso. Llama mi padre a los demonios que se miran en el espejo durante horas, maravillados por sus ojos y sus cabellos en caireles. Hay demonios detrás de los más lejanos planetas. Los demonios son tan hermosos como una sirena, las sirenas conocen lo que Cristo escribió en el agua hace unos años. A ellos era el verdadero mensaje, a ellos era su palabra. Y no era nieve, y no era fuego, y no era canto. Su palabra cayó en las aguas, como una hueste de anclas a las ciudades marinas. Tritones a su entorno. Cristo habló con los delfines, y los delfines se volvieron esqueletos que seguían nadando. Un desfile horroroso eran las culturas marinas, pero los verdaderos cristianos lo cambiaron todo. Una ética menos terrible, una ética basada en el rumor de las aguas y en los alerones. Tinta era la sangre que manaba en el borde de los continentes. La palabra de Cristo que también era la palabra de la muerte había caído como una bola de cañón perdida, o un viejo barco cayendo lentamente hasta la arena. Destruyendo un cementerio de tritones. No, padre, no me mates. El relato ha comenzado. Te digo que es un sueño. Todo yo lo he visto en sueño. Cristo con cabeza de pez ángel. Todo yo lo he visto en sueño. Cristo con agallas bajo los caireles suaves de su frente. Cristo como el profeta de las aguas. El caballo se desprende de los muros, cae de golpe contra el suelo. Y el Padre Nuestro le sale como una sustancia azul y viscosa de la boca. Yo tomo el Padre Nuestro con las manos. Me lo unto por todo el cuerpo. Estoy bendito, aleluya. Estoy bendito y una aureola de escamas me crece en la nuca. Pero no la quiero, padre. Yo no la merezco. Maté a mi madre. No maté a mi madre. Un charco de sangre. Pero ese charco de sangre es mío. Lo notas, sé que lo notas, y que por eso copulas con mi cuerpo dormido. Sé que lo sabes, padre, yo maté a mi madre. Aunque lo digas, aunque lo digas. Ahora que me rompes la piel con tus manos. Bendito seas, te digo entonces muerto. Y tú me abofeteas hasta que me rompes la mandíbula. Besas mis dientes. Yo maté a mi madre. Yo no maté a mi madre. Es mi padre muerto con el que copulo. Le unto la pintura por el cuerpo. Canto Padre Nuestro. Y el Padre Nuestro canta mi nombre, ante las atrocidades canta mi nombre. Satanás está crucificado, su madre llora bajo mis prendas. Es un tatuaje en donde llevo esto. Clavo las manos de Satanás a mis costillas, y me río, y me río. Mi padre se levanta con la cabeza de una ballena y se va de lado. Me como la cabeza. Arranco sus testículos y los adoro. Yo no maté a mi madre. Yo sí maté a mi madre. No, no, Cristo no es mi padre. Yo no he sido violado por Cristo, yo no sentí su barba como un risco en desplome por mi espalda. Yo no he sido violado por Cristo, yo nunca sentí sus muslos agitándose contra los míos. Y no, y no, yo tampoco soy Cristo. Yo no soy el profeta de las aguas. Yo no he educado a los tritones a tratarse como tritones. Yo no conozco el cetáceo lenguaje del abismo. Yo no soy la muerte hablando sobre la costa, una sarta de inventivas religiosas. Yo no tengo el cabello acairelado, ni una facción de ángel camicace. He ahí el atentado celeste, el ancla portentosa que solo pudo mandar un reptil desde los cielos. Yo no soy Cristo vagando por Francia. Yo no soy Cristo penetrando analmente a los corales. Yo no soy una turba de historias balsámicas, como una lluvia de piedras al océano. Yo no soy la guerra sónica contra los delfines, una catapulta cargada de biblias para pegarle a las nubes. No, yo no he matado a mi padre. No veo en el vaso de agua mi última memoria. Yo no tengo agallas en los brazos, ni unas membranas azules en los dedos. No puedo viajar a kilómetros de distancia de la superficie marina. Carezco de cola reptiliana para hundirme en las ondas. Una mancha de sangre. Una mancha de sangre sobre el piso. Una mancha de sangre con vida propia. Una mancha en la sala con su propia diversidad biológica. Una mancha donde los coágulos son los arrecifes, y las moscas muertas las ballenas varadas en la costa. Recogerla, recogerla. Es necesario recogerla. La muerte juega con su hoz a partir planetas en el cielo. Los planetas caen rebanados en misteriosas mitades a la nada. El mar es la figura de la nada. Los ángeles yacen en las costas cantando en las piedras. Dios descargó su ira sobre el mar, porque el mar es el verdadero ángel malvado que nunca obedeció sus órdenes. El mar es el ángel condenado a ver la vida como un fenómeno atroz y despiadado. El mar es el ángel maldito que verdaderamente comprende lo que es el tiempo. Él que es noche y día y tarde al mismo instante. El mar es el único ángel que comprende lo que es el espacio. Él que es norte y sur, este y oeste simultáneamente. He ahí su desgracia, su omnisciencia lamentable, como una tormenta de agujas que nace de adentro. No, padre, yo no me corté las venas. No, no, el cuchillo junto a mi cadáver en la tina es una coincidencia. Ignora esa sangre, ignora esa palidez en mis mejillas. No, no, no es mía esa sangre. No es mía esa frente con un clavo en el centro. No es mía esa mano con un borrego miniatura contenido. No es mía esa gota roja todavía titubeante de correr sobre mi dedo. No es mía esa pierna desnuda con un bosque negro floreciendo. No, no es mi boca esa la que escurre una sustancia viscosa y azulada. No son mías esas moscas como gaviotas en la costa. No son mías esas uñas horrorosas con sangre en los bordes. No es mío el dibujo del diablo en mi costado, con una estrella invertida derramando su luz negra. No es mío ese pene encogido por el frío, ni mío ese semen azulado que escurre como un Padre Nuestro por mis órganos. No, padre, no es mi madre la que está clavada sobre el vidrio. No son sus piernas las que cuelgan lateralmente del espejo. Fueron los tritones, las sirenas que salieron de este grifo. Fueron ellos, armados con sus lanzas y sus cantos celestiales. Vienen predicando la palabra de Cristo. Yo escuché esa palabra como un ancla que cayó a mi pecho y me hundió a mí mismo en un acto irrefutable. Fueron los tritones los que te mataron. Fueron ellos que hicieron de la bañera una costa con piedras y largas oleadas. Pero no, padre, no fueron ellos, no los culpes. No rebanes sus cabezas como peces sobre aquella tabla. Cristo es un ángel que al poner su dedo sobre la punta del mar se volvió el océano. No retes a Cristo, él es poderoso. Una civilización oculta hay debajo de las olas. Una mancha de sangre, este es mi último sueño. Sangre en la alfombra, sangre como una desembocadura hacia los muebles. No, no es mi madre con la que copulas ahora que estás muerto. Y yo no soy mi madre, no hay por qué ponerme esas pantimedias, ni esas faldas, ni este sostén medio vacío, padre. No, yo no soy mi madre. Quita tus manos de mis nalgas, quita tus manos de mis piernas. Son los tritones los culpables. Ella estaba jugando con una sirena en el lavabo, irritó las iras de las aguas. Siempre hay que tener un respeto enorme hacia las aguas. Ahí radica la palabra de Cristo, que es el rey de los tritones. Pero no, padre, no tienes por qué pintarme los labios. No tienes por qué arrancarme las pestañas, yo no soy mi madre. Saca tu pene de mi ano y ya no beses mi cuello. No me gusta, yo no soy mi madre. Deja ya de repetirlo. Ese rímel mal puesto en mis mejillas no me pertenece. Yo no soy mi madre y no me llamo como ella. Fueron los tritones, los tritones rubios los que la mataron. No yo. No yo. Fue Cristo, en un sueño él me lo decía. Pero mi madre no quiso entenderlo. Las sirenas cortaban sus dedos. Yo no maté a mi madre. Yo sí maté a mi madre. Yo no maté a mi madre. Un ángel era Cristo, su corona risueña era el agua en su frente, su trono divino un pedazo de arena, su cetro era el viento deshecho, sus súbditos sus mejores amigos. Un ángel era Cristo, de eso no me queda la más pequeña duda. He ahí a los homínidos, con su frente cetácea y divina. Nadan a una velocidad impresionante, cazan con lanzas hechas de huesos. No, no hay quién los detenga cuando derriban un embarcadero. Padre Nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, en las aguas como en el cielo. Repetían los caballos muertos en las costas. Repetían como un coro eclesiástico, donde la muerte era el tema central de las notas. Y así las aguas se iban congregando. Agua tras agua tras agua. Niños mordisqueaban los cadáveres de los caballos. Usaban sus costillas como espadas, jugaban a ser piratas en la playa. Nunca faltaba el niño inquieto y más fuerte que en verdad mataba a uno de sus compañeros. Entonces las gaviotas que son como las moscas de la playa, llegaban y se comían su cadáver. Padre Nuestro, decían las estrellas como un coro eclesiástico sobre las aguas. Padre Nuestro, entonces dije, junto a mi madre que estaba en la playa mirando las olas.

El cuarto pétalo era una niña. Una niña o una pequeña sirena. Cristo se acercó a las aguas y dibujó una pequeña biblia para los cetáceos. Los cetáceos estaban en su tercera guerra mundial para ese entonces. Grandes tsunamis provocaban sus hechizos. Siempre me he preguntado cómo se ven las estrellas a través del agua. La astrología de los tritones debe ser en verdad extraordinaria. La sangre de mi padre cae por la repisa. Mi padre muerto está guardado en la repisa. Su olor es una fuente diabólica y sinuosa para la escritura. Y el diablo se acercó a la pista de baile que para él eran las olas así pareadas con la música de los vientos que hermosamente las entrechocaban. El diablo se acercó y recitó un Padre Nuestro mientras degollaba a los caballos como un tributo especial a los delfines. Los cangrejillos llegaban como una marabunta y arrancaban trozos de carne de esos caballos y luego se hundían rápidamente en la arena. Satanás cuidaba que la sangre de aquellos caballos no se mezclara con la sangre con la que se alimentan las palmeras, porque de así serlo las palmeras desarrollaban rostros de caballos en sus troncos o emitían una especie de relincho cada vez que el viento las tocaba. Pero pese al cuidado y total diligencia de Cristo, algunas palmeras junto al mar tenían en el tronco una cabeza de caballo a la que por supuesto se le debía alimentar de forma independiente. Mi madre, a la que yo nunca maté, miraba el espectáculo con especial tristeza. Ella creía en el diablo como en un ángel risueño, rebelde, incomprendido. Es decir, creía en el diablo como en un diablo romántico. Por lo que un tatuaje que le iba de seno a seno con Satanás crucificado la identificaba. Yo nunca entendí bien eso de la muerte, por lo que me daba la oportunidad de jugar a las cuchilladas con mis primos sin que nadie nos dijera nada. No, padre, este no es otro de mis sueños. Deja ya de copular conmigo. Tú también apareces en mi historia, llevas una peluca rubia y una faldita azulada. Se trata la historia de tu romance con Cristo. Se trata de que lo llevas a la cama y hundes tu lengua en sus tiernas agallas. La historia comienza contigo matando a tus padres en la bañera. Se trata de que actúes natural y trates de comprender al personaje. Tu deber es soñar con una civilización de homínidos marinos. Tu deber es evitar que nazca la biblia marina. Tu deber es evitarlo con todas tus fuerzas. Ya no mates a mi madre. Tú serás protagonista. Y aunque nunca sepas muy bien lo que está pasando tú debes de seguir adelante. Te prometo que mi historia será más linda que una orgía de santos. Ignora mi sangre. Yo sigo vivo y la prueba es mi historia. Ahora deja de hundir tus uñas en mis piernas y escucha. Tu papel es importante. Es el más importante de todos. Digamos que Cristo, debajo de esas túnicas y de esas prendas, tiene una aleta como la de los delfines. Digamos que Cristo es más pez que hombre, para pronto. Ahora bien, suelta ese cuchillo y podrás entenderlo plenamente. Como sea, ese diablo planetario llamado Satanás, tiene que tomar una decisión: salvar a una raza de homínidos. Las opciones son claras, padre, por lo que no tendrás de qué preocuparte. Los homínidos marinos, y los homínidos terrestres. Digamos que tú lo debes seducir, lo debes enamorar de los terrestres. Olvida ese charco de sangre. Olvida mis pezones endurecidos. Olvida la culpa de haberme violado. En el fondo sabes que no fue una violación, en el fondo sabes que eso es lo que yo quería. Sí, sí, lo sabes. Pero intenta seguir con el hilo. Mamá volverá a la casa en unas horas, y no querrás que nos encuentre así, desnudos. Por lo pronto intenta mantener la erección, y concéntrate en esta historia. Tu papel es el de la Magdalena global. Tu papel consiste en alagarlo. Dile nube. Dile cielo. Dile rey. Dile astro. Dile lo que le tengas que decir, pero alágalo. Eso es lo importante. Nuestra raza depende de tu desempeño. En el futuro habrá guerras si no lo entiendes. Tu papel es el eje, es la secreta rotación de esta gran historia. Acaricia mi ombligo cuanto quieras, pero no lo olvides: de tu papel depende el futuro de la historia. Ya cuando llegue mamá la matarás, ya tendrás tiempo para tirar su cadáver a los mares. Quizá termine en ese antiguo museo de los sabios tritones donde se exhiben los cuerpos de los ahogados. De aquellos que entraron al mar y a la muerte al mismo tiempo. Cuando te pregunte de mis labios pintados, tú responde que fue Cristo quien lo hizo. Muéstrale mis tatuajes diabólicos en mis costados. Cuenta las historias que ahora te cuento, desovíllala como a un pescado, dulcemente copula con ella una vez más. Pero no lo olvides, dentro de mi historia debes evitar que Cristo elija a los peces. El diablo no debe predicarles su palabra. Satanás no debe escribir su lenguaje sobre la tersa superficie marina. Ni una letra, padre. Ignora los caballos. Recuerda que el quinto pétalo tenía la silueta de una ola. Y que precisamente esa era la señal de los lamentos. Los oráculos fueron a negociar con las sirenas. Los regalos para ser escuchados fueron elefantes. Sí, elefantes con las piernas rebanadas. Los reyes de las costas los mandaban. Iban cargados de oro y joyas preciosas. Hay que recordar, padre, que para los tritones las perlas son las pequeñas risas de los mares, y por eso no las tocan. Pero que para los hombres las joyas, los diamantes, las amatistas, solo eran razón de orgullo, aunque ellos no fueran quienes las formaban delicadamente con el tiempo. Hay que recordar, padre. Hay que recordarlo. Olvida ese charco. No, no es sangre. Y no, no son moscas las paradas en mi boca mientras tú me besas. Hay que empezar todo de nuevo. Tregua, solo pido un momento de tregua. Pero volvamos a la historia. Digamos que tú besas la corona fálica de Cristo, digamos que a él le gusta. Digamos que lo llevas a una tocada de blues, y él mueve la rodilla en un ritmo inevitable y portentoso. Solo una cosa, padre, no lo lleves con los poetas. Ellos son la cosa más horrorosa del mundo, bueno, solo los poetas profesionales. Ellos son la principal razón por la que Cristo, que es un artista alienígena, podría no elegirnos. Recuerda, de los poetas, ni media palabra. Además, nuestras obras más preciadas no son nada en comparación con las peores obras que se han escrito allá abajo, entre las aguas. No lo olvides, de la poesía, nada. Así, llévalo con los monstruos de la genética. Dile que hemos descifrado el libro del cuerpo, y en caso de que él se ría, tú entonces dile que era una broma y sigan adelante. Ofrécele un vaso de agua a cada rato. El diablo es capaz de ver en el agua su recuerdo del cielo. Porque sí, padre, el cielo, el paraíso, es de agua. De hecho el plan original de Dios era una vida en el agua, pero algo salió mal, algo se estropeó con el crecer de las tierras. No olvides que por esta razón somos los desterrados del Edén, que es como se llamaba el mar en ese entonces. No olvides, por último, el nombre actual de nuestro mar. Y no olvides que el mar cambia de nombre cada cuatrocientos años a causa de un fenómeno para nosotros del todo desconocido. Así, pues, vive con Cristo. Besa sus labios, que penetre tu cuerpo, que descubra los pequeños mares de la boca. Muéstrale nuestros avances arquitectónicos más grandes. Habla de La muralla china, pero cuando te pregunte su función para los hombres, miente. Habla también del Coliseo, y cuando pregunte por su función, lo mismo. Di que La muralla china es la estatua de un dragón larguísimo y punto. Y del Coliseo di que era una obra arquitectónica construida para los planetas, y punto. Mi historia no debe tener muchos recovecos, siento poca sangre. Siento cada vez menos mi cuerpo, y más el tuyo. Pido tregua, es todo lo que pido. Ya tendrás tiempo de matar a mamá en la bañera. Solo deja de decir el Padre Nuestro, porque me recuerdas a los miles de caballos tirados en la costa. Me recuerdas a los caballos con la lengua extendida y cubierta de arena. Me recuerdas a su coro infernal que se repite ante el nacimiento y desnacimiento de los soles. Pienso en esos caballos sangrando una sustancia azul y viscosa por la playa. Pienso en los caracoles subiendo hasta la piedra más alta para ver los mares. Pienso en que has muerto. Pienso en que no has muerto. Pienso en tu revólver de carne entre mis tripas. Pienso en mi revólver de carne entre tus tripas, y el gato muerto de la entrada. Pienso en que maté a ese gato en un arranque de ira, pienso en las líneas de sus garras defendiéndose en mi cuerpo. Pienso en la mierda de mi padre por su aro insólito. No, Cristo, ya no me penetres. Lamento haber intentado cambiar la historia. Bendito sea el reinado de las sirenas. Bendito sea el reinado de los tritones. A ellos debemos nuestra existencia. Cristo, ángel, pez, príncipe. A ti debemos la divina ancla. Tu palabra cayó en mi ombligo y formó un remolino. Mi carne giró en círculos centrífugos al interior de mí mismo. Y por eso sigo aquí, en esta tina. No, yo no maté a mi madre. Y no, tampoco ella me mató a mí. No fueron los tritones aparecidos en sus sueños los que la engañaron. No fueron sus bocas las que le pidieron que me ahogara en la bañera. No fueron las sirenas del lavabo las que la convencieron con sus cantos de sopranos sobre la vajilla. No fueron las palabras de la biblia marina, aquella que Cristo dibujó no sobre la arena, sino sobre el agua. No fueron las palabras, no fueron esas ganas repentinas de ser una pececilla. Mi madre no pudo matarme. En todo caso fue mi padre. O en todo caso yo maté a mi padre. Pero mi madre jamás pudo matarme. No fue ella la que me arrancó el pene a petición de las olas. No fue ella la que me disfrazó de chica y perdió el control de sí misma. No fue mi madre tras la cena quien pudo haberme asesinado. Sí fue mi madre tras la cena quien pudo haberme asesinado. No fue mi madre tras la cena quien pudo haberme asesinado. Los ángeles están sentados en el borde de la bañera, están en una hermosa actitud contemplativa. Yo los miro, y río, y río, y río. Entonces una cola de serpiente me sale entre las nalgas. Entonces unas agallas hechas por mi madre con el cuchillo de la coincidencia me dejan respirar bajo la tina. Entonces una aleta me crece en la espalda. Y entonces una membrana azul y maravillosa me crece en los dedos. He ahí, he ahí, que yo soy Cristo. Y entonces debo tomar una decisión: salvar a la raza homínida terrestre, o a la raza homínida marina. La decisión no me parece tan difícil en realidad. Conozco mi cultura, no creo que pueda haber algo más terrible en este mundo.

Cuando fui a escribir la biblia marina a los cetáceos, a los primates acuáticos, a aquellos seres cuyo destino era la liberación y, sobre todo, que no me crucificarían; pude entender una cosa: en algún momento ambas culturas se enfrentarían. Es decir, la guerra era inminente. Yo sabía que los terrestres terminarían conquistando a los seres marinos. Entonces le dije a mi madre, María, que tendría que fingir una especie de prédica para los humanos. Y así fue. Y fue por esa especie de prédica por la que me mataron. Todo lo que les dije era mentira. Así que le encargué a mi hijo que se fuera a Francia, y que viviera lo más feliz que pudiera con su madre, mi esposa. Así, también, le pedí a los tritones que se ocultaran de los hombres. Ellos lo hicieron de ese modo. La historia ya la conocen. Lo último que recuerdo es que pedí un vaso de agua y no me lo dieron. Ahí, con los brazos totalmente extendidos en la cruz, dije una última oración, algo como: Padre Nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, en las aguas como en el cielo. Y fue así como los ángeles dejaron de tirar sus redes a las aguas. Un acuerdo cósmico se había realizado. Quedaba prohibido lastimar a los tritones, sirenas, ondinas, y demás criaturas marinas. El proceso de ocultamiento había iniciado, los demonios dejaron de sentarse frente al mar para custodiar a los peces. Una época de profundo respeto a las olas se había desatado. Los niños tritones rompieron inmediatamente sus amistades con los niños humanos, aunque es bien sabido que muchas amistades se sostuvieron secretamente durante vidas enteras. Las sirenas adolescentes que se habían enamorado de los humanos adolescentes, tuvieron que prontamente romper sus romances. Muchas canciones en los mares se escribieron al respecto, todavía se les puede oír a ciertas horas de la noche. Y una mancha de sangre. Y una mancha de sangre sobre el suelo, eso es lo único que queda.

El sexto pétalo tenía la forma de una montaña. Mi padre inmediatamente pensó en las montañas de los obispos crucificados. Mi padre pensó en ello, mientras alisaba sus faldas azules bajo las piernas maravillosas de Cristo. Que no, madre, yo no maté al gato de la entrada. Te digo que fue mi padre. Y sí, hay algo, pero no sé. No importa, no importa. Ahora los tritones han inundado las calles. Permisos son necesarios para cruzar las casas. Los caballos han aprendido a nadar, cada día se parecen más a los delfines. Pero es el símbolo en el pétalo el que no debe alertarnos. La montaña es el símbolo de la tierra, o de la tierra en ascensión al cielo. La tierra levantada, erguida como una cresta de gallo en cortejo. Es necesario que lamas todas las secretas comisuras de mi cuerpo para seducirme. Los obispos crucificados quién sabe qué siguen diciendo. Ya están en los huesos, los tejidos se les han gastado. Son un coro de esqueletos que recitan el Padre Nuestro. Una corona de cuervos les ciñe las frentes. Una corona de buitres que huelen a kilómetros de distancia la muerte de un sueño. Hay que ver a los obispos, ellos saben que el cielo por la tarde es una planta de cristales aplastada. Padre, lleva a Cristo. No, que no es sangre la pegada a tu ropa. No, nadie va a notarla. Y no, el olor a mi cuerpo descompuesto en la repisa no va a traspasar las paredes del piso. Ningún vecino va a culparte. Ellos saben que yo quise provocarte. Ellos entenderán que mi madre golpeó su cabeza contra la tina, porque una nostalgia enorme la había invadido. No, no te preocupes. Tú sigue con la historia. Recuerda que lavar los pies de Cristo es un símbolo de profundo respeto. Lava los pies de Cristo. Usa la sangre de mi cuerpo, pero si quiere ver mi cuerpo, entonces solo arranca con el cuchillo de la coincidencia mi tatuaje del diablo en mi costado. De lo contrario podría notar que todo esto es una broma del tiempo, y entonces los tritones ya no serían nuestros amigos, sino nuestros enemigos. Los tritones son nuestros amigos. Los tritones no son nuestros amigos. Mi sombra se desgarra entre las piedras. Tajos de mí quedan en las piedras. Los tritones son azules y en este momento están recitando el Padre Nuestro ante una columna de huesos quemados. Sí, sí, van a las costas a quemar a los terrestres. Dicen que su olor es insoportable, que su descomposición es un acto pusilánime, porque algunas veces se quedan flotando a media marea durante años. Madre, no, no. Tú no tienes por qué enamorarte de Cristo. Pero sí, tú tienes que lograr que él se enamore de ti. Usa tus caderas, tus manos blancas, di que te llamas María. Menciona eventualmente la idea de algún hijo. No, no lo presiones. Dale agua, dale agua. Pocos recuerdan el gran milagro que es dar un vaso de agua desinteresadamente. Lo tuyo, claro, no será desinteresadamente. Pero no dejes de darle agua. Que el vaso sea vidrio, que sea un cilindro portentoso. Permite, madre, que mire con un poco de nostalgia hacia los mares. Luego bésalo. Luego bésame. Yo te diré que en la tierra hay cierta calidez que no podría encontrar en otra parte. Permite, madre, amante, que te hable de Dios. Permite que lance piedras a las dunas mientras lo hago. No olvides que si yo no cumplo seré castigado. No olvides que el coro de obispos crucificados en el monte me presiona. No olvides que soy tu hijo y que de las aguas inmaculadas de tu vientre fui creado. No dejes que me enamore de mi padre. No dejes que mi padre me hable de los volúmenes ocultos de los mares. Cuando pregunte con mi tierna voz por los caballos muertos de la costa, di tan solo que son una nueva especie, o más bien di que los caballos siempre han sido originarios de los mares. Pero que al respirar la peste de los obispos muertos, cayeron fríamente y de un golpe a la arena. No le digas que la arena son los huesos de los ángeles que copularon con las sirenas. No le digas que las piedras son los cráneos de los tritones enamorados de nuestras muchachas. No le digas que secretamente hay una nueva especie híbrida de seres. No le digas que las piedras copulan entre sí y se multiplican, y que un lejano día serán tantas que terminarán hundiendo al planeta en un océano más grande. Recuerda, madre, medir la profundidad de sus ojos. Recuerda, padre, medir la profundidad de sus ojos. Nunca te quites la peluca repentinamente. En el momento preciso de su enamoramiento, lentamente lleva tus manos a la nuca y, gradualmente, ve quitándote le peluca. Cuando vea que eres hombre, él sonreirá mientras mira la tierra. Cuando vea que eres hombre, yo sonreiré mientras miro la tierra. Entonces bésame, bésame, bésame. No hay tiempo que perder. Si yo decido besarte, todo irá bien. Pero si Cristo te empuja, entonces su prédica en el monte será una prédica de homosexualidad, y no de amor. En ese caso deberá de matársele. No puede elegir a los homínidos marinos. Entonces ve con los fariseos, ellos, ellos, que han sido educados para hablar con los delfines, aunque nunca tengan nada interesante que decirles. Cristo, ese ángel marino, de ninguna manera debe seguir vivo. Ideen la forma más humillante para matarlo. Y jamás permitan que lo suplanten, eso ya pasó con Gandhi y no fue muy lindo. Recuerda que no fueron los ingleses quienes lo mataron. Recuerda que sí fueron los ingleses quienes lo mataron. Y una bomba de corales nos caería a la tierra. En el fin del mundo Cristo vendría montando un caballito marino, y su espada sería una cola delfina. Los cometas se definirían como tiburones espaciales, y caerían a la tierra para hundir todas las islas, que son las pecas de los mares. Los sietes ángeles serían tritones alados, y sus trompetas serían grandes caracolas alzadas al viento. Pero, madre, madre, ignora ya esa sangre. Que no, no es mi mano quieta la que está en el suelo. Y no, no es mi padre el que está en la repisa. Y no, no es Cristo el acuchillado en nuestra entrada. Es un gato, madre. Es un gato, madre. El Padre Nuestro es el que sale de su boca, a través de los pelos de su lengua, de sus pequeños dientes, como una sustancia azul y viscosa. Es el recuerdo del cielo, ya lo he dicho. Y eso es lo único que quiero: un vaso de agua. Mátenme, está bien. Escriban la biblia que no me dejaron, está bien. Hagan de mi cuerpo un personaje, está bien. Pero solo denme un vaso de agua, y ya. Ningún diluvio para corregir los planes. Ningún derretimiento de los polos, para que se alcen los tritones como reyes de este mundo. Ninguna Atlántida sumergida como una base secreta. Solo un vaso de agua, eso pido. Acérquenme, acérquenme con esa lanza unas gotas de cielo. Unas gotas de Dios Padre como órganos diminutos en mi boca. Acérquenme ese vaso. Así, así, muy bien. Pero esa mancha de sangre sobre el suelo no podrá borrarse. Cristo está disfrazado de mi madre y copulan sobre el cobertizo. Cristo usa un labial muy rojo, y muerde el cuello de mi padre. Mi padre le dice: córrete, María, córrete. Pero no se da cuenta que María ya está más corrida que mi sangre. Mi sangre llega a las pantimedias de Cristo, y Cristo comienza a gemir como un desfile de delfines saltando en la costa. Pero yo le digo a mi sangre, como quien le habla a su mar pequeñito, la historia debe continuar. Entones los obispos bajan de sus cruces. Los obispos son totalmente unos huesos, pero caminan. Una sustancia azulosa y viscosa les escurre por sus bocas. Es un acto abominable, pero siguen. Hablan con los delfines, y las ballenas, y las focas, porque todas ellas conocen un mismo lenguaje. Hablan de un falso profeta. Hablan de mí, claro. Las estrellas marinas, con la sola voz de los obispos se deshacen. De lejos se ven como un grupo de esqueletos predicando no sé qué cosa ante las olas. La muerte reflejada en el espejo cambia de forma. Ahora es una serpiente en la cuna de Cristo, la serpiente es roja. Esto se ve muy bien porque está contrastando con la paja, madre. Y tú que eres María, debes tomar la serpiente entre tus manos, arrancarle la cabeza con tu boca, escupir la cabeza detrás de los bueyes, y juntar tus manos blancas como una oración hacia el cielo. Así Cristo, que secretamente será mi padre, porque el nacimiento de Cristo Pez fue muy anterior a esto, te verá con una gracia inaudita por su expresividad tan bien lograda. Así Cristo dará sus sermones, hará sus milagros, y todo perfecto. Los evangelios hablarán sobre sus obras, sobre sus gestos, sobre su vida. Por supuesto, los que escriban los evangelios, no todos, solo los cuatro más convenientes, no conocerán a Cristo. Esto envolverá a la historia en un aire de misticismo impresionante. Lo del tiempo partido será fácil, bueno, nosotros no haremos ya gran cosa. Entonces a mi madre le creció una cabeza de caballito de mar, y empezó a decir el Padre Nuestro, primero en español, luego en una lengua que no me resultaba conocida. Mi padre comenzó a reírse por toda la casa, y tuvo la no tan genial idea de inundarla. Y así lo hizo. Mi padre rompía las cañerías, mientras mi madre hundía su cabeza marina en el agua del lavabo. En tanto lo hacía, agitaba sus pies como de una alegría incontenible. Luego la casa empezó a inundarse y padre dijo: al fin ha llegado el diluvio. El Cristo de los cuadros de la sala, como una figura en miniatura, se echó a nadar por las diferentes habitaciones. Supongo que para su tamaño la casa le debía parecer un mar. Yo, que para ese entonces ya estaba muerto, sentí el agua entrar por mi boca y las comisuras de mi ano. Fue como una cópula inaudita con las olas. Recuerdo a mi madre sentada en una silla de madera, con su gran cabeza de caballito marino, reconociendo las transformaciones de su nueva casa. Recuerdo a mi padre. Y no, esto no es otro de mis sueños. Una música de burbujas me recorría el espinazo. Y como estaba muerto. Y como no estaba muerto, decidí hacerme unas agallas en mi cuello con el cuchillo de la coincidencia. Hecho esto, comencé a respirar con una profundidad y calma que nunca antes había sentido. Mi padre, no tan calmo como yo, decía: no, no, el diluvio no es para que te reconcilies con las aguas, sino para que te mueras. Y como vio que mi madre también estaba respirando bajo el agua, tomó el cuchillo, por alguna razón aquí llamado el cuchillo de la coincidencia, y decapitó a mi madre. Pude ver la cabeza de mi madre flotar en la sala. Luego mi padre fue por mí, pero yo le dije que no, que la historia no podía acabar aquí todavía. Así que él se conformó con clavarme la mano del borreguito a la tina, la cual todavía tenía profundas manchas de sangre. Luego recordé que mi padre se moriría si no lo ayudaba, así que tomé el cuchillo de la coincidencia y, mientras él estaba comiendo la cabeza de caballito de mar de mi madre, yo le corté el cuello. Siendo éste mi último acto de ternura a su persona, lo prometo.

Fue mi padre quien con un martillo aplastó mi cráneo. No fue mi padre quien con un martillo aplastó mi cráneo. Las olas venían y se iban, venían y se iban. Trataban de decirnos algo, las ballenas tenían historias grabadas en las panzas con navajas. Era un acto maravilloso verlas encallar sobre la arena. Luego los niños iban a leer esas historias hasta quedarse dormidos, una fogata hecha con leña seca y escamas de iguanas los calentaba. La historia hablaba de Cristo. Se trataba básicamente de Cristo como un homínido marino que había salido de las aguas para traer las nuevas noticias. Las noticias eran que él era Dios, y que la raza de primates acuáticos eran sus ángeles. Pero esto no era ninguna novedad, lo que sí lo era, era que habían decidido salir a evangelizarnos. Porque, sí, Cristo también había escrito unos evangelios en el agua. Los evangelios eran llamados Los Evangelios de los Cuatro Tritones. El nombre se debía a que Cristo se los había dictado a sus cuatro escribas simultáneamente. Ello debido a que Cristo, en un acto milagroso, había desarrollado tres bocas más sobre su cuerpo. La primera estaba en el rostro, claro. La segunda estaba en el pecho. La tercera estaba en la mano derecha. Y la cuarta boca estaba sobre su hombro izquierdo. La novedad, entonces era que para facilitar a los humanos el proceso de evangelización, de ser necesario, se recurriría a la fuerza bruta. En ese momento de la historia, los niños no podían evitar sentir una culebra eléctrica que les entraba por los pantalones. La guerra, de alguna forma, estaba declarada. Así, salieron los homínidos con armas impresionantes de las aguas. No misteriosamente se hundieron todas las flotas navales. No misteriosamente gigantescos tsunamis arrasaron con medio continente en todos lados. Para ellos éramos una raza violenta e incivilizada. Luego, el único modo de tratar con nosotros era de forma violenta e incivilizada. Habían desarrollado habilidades asombrosas como la invisibilidad, y la desmaterialización de la materia en agua. Ahí entendimos que de así quererlo, ellos ya hubieran transformado todo en agua. Pero no fue así, en verdad pretendían evangelizarnos con la verdadera palabra de Cristo Pez. Nuestras armas eran inútiles, las balas entraban y salían por sus cuerpos sin producir ningún estrago. Tenían los ojos grandes. Grandes como dos esferas de vidrio. Todos ellos eran azules, y mientras nos mataban decían Padre Nuestro. En realidad, olvidando que nos profundamente despreciaban, esas criaturas erguidas eran tremendamente hermosas. Al llegar a esa otra parte, los niños que leían la historia en el vientre de la ballena, comenzaban, ligeramente, a tener un poco de sueño. Ellos, o más bien, algunos de ellos, usaban la aleta de la ballena como cobija y entrecerraban los ojos. No se hicieron esperar los bostezos, no los repentinos cabezazos, al llegar a la parte en que todos los hombres debíamos hacerles una majestuosa reverencia. Ya cuando en la historia, los tritones nos habían aceptado como mascotas, prácticamente todas las cabezas estaban zurcidas al sueño. Pero en el vientre de la ballena seguían brillando aquellas letras, con esa luz tan peculiar que solo ellas conocían. La fogata, ahora reducida a una minúscula llama que se columpiaba de rama en rama, estaba a punto de apagarse. Y, padre, puedes creerme. Nada aquí dicho es parte de mis sueños. En todo caso, nosotros somos una parte de esos sueños. De esos sueños que ahora mismo están teniendo aquellos niños en la arena. Por lo que, de cierta forma, tú no eres Cristo. Y por lo que, de cierta forma, yo no soy María, padre. Es decir, tú no eres mi hijo. Ni tampoco está mamá crucificada en el armario. Tan solo somos el sueño de esos niños con sombreros piratas bajo la luna. ¿No es gracioso cómo van pasando las cosas desde acá abajo? Pero creo que yo también tengo las letras de aquellas ballenas en mis dedos. Y quisiera continuar, pero un aire como de foca muerta me lo impide. Es mi madre, es mi madre. Ella está tendida sobre el sofá con las piernas abiertas. Ella no está decapitada. Ella sí está decapitada. Ella no está decapitada, y las iguanas de la sala no le están mordisqueando las orejas. Luego las gaviotas circundaron todos nuestros edificios. Los tritones nos enseñaron su lengua y sus costumbres. Poco a poco desarrollamos nuestra capacidad para contener la respiración por doce o catorce horas. Una tela azulada y delgadita comenzó a crecer entre los ángulos de nuestros dedos. Con ella lográbamos impulsarnos con tremenda facilidad por las aguas. Un complejo sistema de comunicaciones sónicas nos alertaban de los maremotos. Las pigmentaciones de la piel se habían puesto ligeramente diferentes. Nuestras piernas cobraron una musculatura extraordinaria. Nuestros ojos se volvieron grandes, mucho más grandes de lo que creíamos era posible. Finalmente una cola, una cola nos brotó de entre las nalgas. Con ella nos impulsábamos a velocidades insólitas. Entendimos el lenguaje de las olas, de la arena, de las piedras. Los tritones nos enseñaron que todas las cosas de la tierra habían desarrollado su propio lenguaje. He ahí que su literatura haya sido tan magnánima en tan poco tiempo. Cada sirena vivía alrededor de cuatrocientos años, tenían una habilidad mental solo comparada con los grandes genios. Y así lentamente la ballena se descomponía hasta la mañana. Porque en la mañana, los niños, lo único que encontraban era un gigantesco esqueleto de pescado. Tenían que esperar unos dos meses en la costa para que llegara la otra ballena y terminara de contar su historia. Mientras tanto, los niños construían casas con la estructura ósea de los cetáceos. Era un acto maravilloso verlos jugando. Había rubios, negros, blancos, amarillos, morados, rosas. En fin, de todos tipos. Lo importante era sobrevivir en esa pequeña tribu junto a los océanos, en lo que llegaban las nuevas historias.

El séptimo pétalo tenía la forma de un tambor. Esto lo sé porque la muerte reflejada en el espejo era también uno de esos cadetes para la guerra. Padre, no, no, todo esto no es otro de mis sueños. La conquista no se llevó a cabo entre las ruinas de los continentes. Una corona de fuego para los hombres. Una corona de agua para los tritones. Un cielo de escamas con ojos de iguanas colgando del tiempo. Iguanas derretidas. Iguanas crucificadas. Es decir, obispos crucificados. Al tercer día empezaron a vomitar dinero, sus bocas eran un manantial siempre vivo de monedas. De este modo el monte de sus más profundos crucifijos y secretos estaba cubierto de oro. La montaña resplandecía tremendamente por la tarde. Padre, no, no, tu cuchillo no es un cuchillo de oro. Y si lo fuera mi muerte no sería más valiosa. Esto debes entenderlo. Satanás está en la cochera fornicando con mi madre, mi madre lleva los dientes de María en la boca. Mi madre lleva la piel de María sobre las carnes. Mi madre lleva los huesos de María muy adentro de su cuerpo. Siete ángeles con cerbatanas de colores miran el acto. Con las cerbatanas cubren la espalda del diablo con bolitas de papel, y se ríen por la noche. Es el séptimo pétalo en la mano de Cristo lo que representa el renacimiento de Lázaro. Padre, no, esto no es un giro en mi pequeña historia. La sangre de mi sexo abierto parece una pintura sobre la tina en blanco como lienzo. Lázaro ha muerto ya cuatrocientas veces, a él Cristo le dio una corona de tierra. El bautizo es con agua, y no con nube. El paraíso es de agua, se le puede ver desde las costas. Los tritones conocen las estrellas, porque para ellos el agua es una especie de lente. Gracias a ese lente pueden predecir la cabeza nebulosa de un caballo a punto de ser destrozada por la muerte. Los planetas cayeron partidos en dos mitades perfectas al fondo de un segundo océano. Padre, padre, no me mates. Soy culpable, yo maté el cuerpo de Cristo. Yo hundí su frente a las aguas quietas de las cruces. Escuché cada clavo mientras se hundía y desgarraba las membranas musculares de Cristo. Luego Cristo me confundió con el diablo y me pidió disculpas. Yo besé a Cristo como jamás volveré a besar a nadie en esta tierra. Mío es el reino de Cristo, mías son las marejadas y el revolcadero de olas. Míos los tesoros ahogados de los grandes navegantes. Mías las costillas de aquel tritón castigado por hablar con humanos. Entonces, padre, ahora que yaces amarrado a las bolas de cañón en el fondo de los mares. Entonces, padre, ahora que el amor es un pececillo mordiendo tu cuerpo. Entonces, padre, ahora que ves en cámara lenta el descenso de los barcos heridos en una tormenta. Entonces, padre. Entonces, padre, deja te digo una última cosa: perdón. Los pétalos del diablo son la inscripción más antigua en este mundo. La flor naciente y tierna en la palma de Cristo, es el poema más hermoso de la vida. He aquí la muerte, te la regalo. Mediste los años a través de las ballenas que migraban, a través del crecimiento hermoso de las tortugas. Miraste un coral alzarse como una corona para el mar entero, presenciaste el hundimiento de todas las estatuas romanas. Miraste a los profetas renacer y aprender a nadar en no tan profundos estanques. El grupo de niños de la playa desarmó el arca divina, los elefantes cayeron e instintivamente ya nadaban. Moisés, Isaías, Daniel, Noé, Mateo; todos miraban el atardecer desde una roca. Padre, ahora que estás en el fondo de los mares, bajo la pena de haberme matado. Padre, ahora que los cangrejillos son como las ratas marinas y te destrozan las piernas, debo decirte, debo decirte, debo decirte: perdón. Nunca fui el hijo que deseabas. En mi defensa saltan las aves a los mares y te pican el cráneo. Pues ya no puedo más. Dejemos que el telón se caiga, dejemos que el teatro se quede vacío. Satanás ha decidido, la tierra se viene abajo. Mira, mira cómo El Quijote se desintegra. Sus palabras más bellas se van deshaciendo. Sus palabras menos bellas también se van deshaciendo. Las perlas caen de nuevo a las ostras que abren la boca y exclaman un grito como quien mira a un hijo que regresa. Dejemos que la sangre se seque, resultó que los caballos del apocalipsis eran nuestros continentes. Resultó que los jinetes horrendos éramos nosotros. No padre, no ocultes mi cuerpo en la repisa. Mamá vuelve del trabajo con dos serpientes en las bolsas, una nos dirá el verdadero significado de esta historia, la otra nos cantará una canción para dormirnos. La flor entera ha quedado revelada. La flor como un truco de magia, donde el público repentinamente comienza a llorar pétalos. Los pétalos son el nuevo tapiz del anfiteatro en Francia, en la última fila yace el cadáver del hijo de Cristo. Lamento haber contado todo esto, pero los tritones han hecho del mundo un paraíso. La escritura ya no es necesaria. Las nubes son nuestros nuevos poemas. La vida en el océano nuestros nuevos ensayos. Los tiburones nos aman, han crecido a la altura de seiscientas olas. Los tritones han hecho del mundo un paraíso. Los tritones no han hecho del mundo un paraíso. Los tritones han hecho del mundo un paraíso, y la tele trasportación es posible porque prácticamente todo está hecho de agua. Juan fue un tritón que bautizó al diablo que era mi padre golpeando a mi madre, que era yo en una tina llena de pétalos. Mamá, lo mismo te digo: jamás pude ser quien tú esperabas. La noche estaba enamorada de mi traviesa corona de pelos en la frente, y yo comencé a gritar los milagros de Cristo por la calle. Mejor que todo acabe, mejor que los tritones sigan nadando en el agua de mi palma. Los obispos crucificados comenzaron a nadar, pero en cuanto sus huesos tocaron el agua quedaron deshechos. Las pequeñas sirenas jugaban con sus húmeros, y usaban sus cueros cabelludos como pequeñas peluquitas. No más vómitos de agujas, mientras un Padre Nuestro azulado y viscoso escurre por sus bocas clericales. Todo ha terminado, mi madre entra, y un golpe de bate le pega en la nuca.

Te perdono, padre. Te perdono, madre. Te perdono, hijo. Te perdono, Cristo. La muerte seguía rebanando las cabezas de los delfines que saltaban entre olas. No he seguido rebanando las cabezas de los delfines que saltaban entre olas. Ahora únicamente los cuelgo por las colas de todas las estrellas que se ven desde este lado de la noche. Me gusta el sonido que hacen estas criaturas, me parece que tratan de decirnos algo. Yo no hablo el lenguaje de las sirenas. Las mato, sí, pero jamás he entendido lo que dicen. Cuando los humanos descubrieron a esta raza secreta de homínidos, yo no sé cuál fue toda la sorpresa. Filósofos largamente debatiendo con los biólogos, biólogos largamente debatiendo con poetas, poetas largamente debatiendo con políticos, los cuales desde el principio ya querían cobrarles impuestos. Ninguna sorpresa fue llegada a mis oídos cuando me enteré de las nuevas. El adjetivo “buenas” quedará en el armario todavía por un rato. Recuerdo que mis amigos los ángeles, durante una partida de cartas en mi casa, estaban muy entusiasmados con este puente de razas. Te perdono, padre. Te perdono, madre. Te perdono, hijo. Lo cierto es que yo por mi parte estaba un tanto preocupado. Los humanos con sus rápidas enredaderas de egocentrismo, y sus rojas espinas de vanidad que les brotan de la frente, me tenían un tanto intranquilo. Predecía entonces un intento de evangelización por su parte. Nada más terrible se me ocurría, así que por esa tarde, ya cuando había matado a catorce niñas, a treinta hombres, a dos mujeres, y cuatro ancianos, decidí ir a la costa. Moisés, Isaías, Daniel, Noé, Mateo; todos miraban el atardecer desde una roca. Intenté hablar con ellos, pero sus lenguas habían sido suplantadas por pedazos de tela. Lo único que pude entender aquella noche, después de haber matado a cuatro marineros, dos atletas, seis policías, fue que un colapso ideológico se nos estaba viniendo encima. Luego fui, ya a la mitad de la noche, a mi casa en la copa de un árbol. Ahí vi que el ejército había iniciado una guerra contra los tritones, porque éstos se habían apoderado de las cuencas petroleras. Yo me reí del absurdo, porque los tritones no usan el petróleo de ninguna forma. Luego entendí que la evangelización del siglo XXI había comenzado. Negar culturas, negar culturas. Tiremos los ídolos hechos de arrecife, arranquemos la maldad de estos seres sub acuáticos. Necesitamos de todo el apoyo del pueblo. Los terribles tritones han comenzado a tirar los palafitos de los pueblos costeros. Ellos son los responsables de tantos maremotos, ellos y no el reacomodamiento de placas. Oh, tierra, jamás te habías visto cuestionada desde las aguas tan seriamente. Ninguna sirena malvada volverá a comerse a nuestros hijos. Ningún tritón volverá a echar abajo nuestras embarcaciones. Guerra, guerra. La raza humana volverá a ser la copa del árbol. Y sin más aviso, en realidad sin ningún aviso al adversario, comenzaron a lanzar balas de cañón a los océanos. Miles de avionetas planeaban las olas, mientras arrojaban cientos de bombas que destrozaban los cuerpos de los tritones. Te perdono, padre. Te perdono, madre. Escuchaba a una velocidad impresionante mientras recorría en una carroza de huesos las profundidades marinas. Recuerdo que en el fondo de una casa, en una tina blanca cubierta de pétalos, había el cuerpo de un hombre viejo que decía: te perdono, hijo. Yo sin poder ahondar más en el tema, tomaba sus almas como se toman las perlas de las ostras. Largas horas pasaron de trabajo extremo, y no pudiendo yo solo con mis inacabables labores, llamé a mis amigos los ángeles para que me ayudaran. Un cuchillo completamente negro junto a la bañera. A éstos no los mataron los hombres, me dije. Mientras los ángeles se llevaban sus cuerpos a través de las olas.

 

(de El Sueño de Vishnú, versión definitiva)

 

 

Cuando digo libro mayor no sólo me refiero al proyecto sino que a una obra que sin lugar a dudas es un punto de quiebre entre el presente y el futuro. Entre lo que se escribió y lo que se escribirá. Decenas de siglos leídos desde la extrañeza de un muchacho que sueña con un Cristo extraterrestre con cola de serpiente, cabeza de pez y agallas. Todo el Nuevo Testamento estaba escrito bajo el mar y no lo sabíamos. Hace mucho que no me emocionaba hasta las lágrimas con un libro de poesía. Nuevamente ha sucedido.

Héctor Hernández Montecinos

David Meza Nació en el Estado de México en 1990. Estudió Licenciatura en Lengua y literaturas hispánicas en la UNAM. Ha publicado los libros Ma ... LEER MÁS DEL AUTOR