Daniel Calabrese. Línea de flotación

 

Presentamos algunos textos del reconocido poeta argentino.

 

 

 

 

Daniel Calabrese

 

 

 

Línea de flotación

 

Alguien se esconde

bajo la marca oscura.

 

Hay una blanca neblina

que puede convertir en ángeles

a todas las personas

y oxidar un barco.

 

El amor es justo el límite

de lo que podemos resistir.

 

Como el vientre

de hierro de las naves,

se corroe justo ahí,

para que tarde o temprano

te hundas.

 

 

 

 

Nadie

 

En el cementerio no hay nadie.

 

Hay un pasado remoto,

hipotético y remoto.

 

Hay una sombra dura,

cerrada y dura.

 

Es un camino cercano al mar

que cada día se hace más oscuro.

 

Hay un río de ladrones,

de escapistas y ladrones.

 

Hay un río de cuchillos,

de sombras y cuchillos.

 

Y cada lugar tiene su gato negro,

blanco y negro.

 

En el cementerio no hay nadie.

 

¿Qué clase de muerte

vendrá a buscarme esta vez?

 

 

 

 

La esfinge de la cuadra

 

Había una mujer que era una calle,

una especie de vapor en los días de verano

y cada noche, como el asfalto,

soltaba un poco de su calor retenido.

 

Había una mujer que derramaba

sombra en las esquinas, por la tarde.

Su mirada buscaba el infinito

y se perdía en la calma del río,

frente al puerto.

 

Contra la pared, su lengua

tenía el filo de un cuchillo

y no olvidaba cada noche

dejarnos su calor, como la calle.

 

Había una mujer.

Nos preguntaba cosas.

 

 

 

 

La enfermedad

 

Después de respirar, como lo hiciera Dostoyevski,

en la humedad silenciosa

de esos cuartos mal iluminados,

se ponía a caminar sin sentido

por las calles imprecisas.

 

Caminaba igual que la sombra de Cortázar,

con su tranco voluminoso y aletargado,

y mientras lo hacía

silbaba aquella melodía de Mendelssohn

que tanto usó la resistencia como santo y seña

entre las calles del nazismo.

 

Después recalaba en algún bar

y detrás de una taza humeante

metía su cabeza entre las manos,

como Kafka,

hasta que la hora lo invadía.

 

Entonces, iniciaba el retorno

hacia la cama con un libro

y ya no tenía ganas de levantarse

por un buen tiempo,

eso que solía hacer Proust.

 

Al final

terminaba como todos ellos:

abrumado por la vida sencilla.