“Un metro de nieve” y otros poemas
-de Compás de espera
Revista Altazor presenta seis poemas de Compás de espera, de Daniel Calabrese, miembro del Consejo Internacional de la Fundación Vicente Huidobro. El libro está basado “ligeramente” –ha dicho el autor– en su experiencia como soldado del Ejército Argentino durante la Guerra de las Malvinas y fue publicado recientemente por Alción Editora al cumplirse otro aniversario del conflicto armado.
En compás de espera
Un libro sobre la experiencia de la Guerra de las Malvinas que Daniel Calabrese decide titular con una referencia a la música: Compás de espera, el tiempo del compás que se suspende en silencio unos segundos a la espera del próximo. Sin embargo, como en el famoso relato borgeano, El milagro secreto, aquí podría durar toda una vida. El título lo hace existir y la pasión que lo inventa es doble: la espera del soldado por entrar al campo de batalla y la espera de la escritura del libro donde “la guerra es otro género literario”.
La sutileza para resolver cuestiones poéticas, la composición de un verso nítido y certero como un dardo, la puesta en escena de situaciones íntimas y despiadadas con un lenguaje inteligente –por momentos irónico–, el dominio de un soliloquio cuyo límite inexistente comprende la vida misma y la constante reflexión sobre lo escrito (mise en abyme: un poema dice que Compás de espera se está escribiendo) son instancias que revelan en Calabrese un poeta lúcido, consciente de lo que las palabras pueden ofrecerle, que nunca es todo.
La espera es el tiempo sagrado, expuesto a la inminencia del acontecimiento. Quizás, bajo esa lucidez inquebrantable, Compás de espera no tenga fin: “Este es un libro que no termina”, reza un verso. Sin patetismo, con precisión, poco amigo de la ambigüedad, es uno de los libros sobre la guerra menos autocomplacientes y más humildes en el instante de encontrarse cara a cara con el dolor.
Enrique Foffani
Universidad de Buenos Aires
Foto del autor en el Escuadrón Comando del Regimiento de Tanques n° 10
“Húsares de Pueyrredón”.
Poemas de Daniel Calabrese
El blanco
De todos los cielos que atravesé
me quedo con el blanco
porque ahí fondo y figura son lo mismo.
Requisitos de un buen cielo,
eso que sucede
cuando uno se muere pegado a una luz
cuando uno se muere de amor
cuando uno se muere.
Sobre el blanco de la nieve
el blanco del ojo es un relámpago,
un recuerdo que cruza por la mente
a la velocidad de un balazo.
Dar en el blanco.
Dar en la nieve.
Dar en el ojo.
Ahora viajo encorvado en el asiento
lateral de un camión y mi frente
apoyada en la ventana
deja una nube borrosa.
Las piedras parecen un mar
que no se mueve.
El rostro de ella una imagen
que no se mueve.
El blanco, visto así,
es una promesa.
Y tampoco se cumple.
Profundo y espurio
Salvo que el tiempo arregle todas las cosas,
como dicen por ahí,
en estas alfombras de mugre
donde cabalgan los mal nacidos
y el pasto crece cada vez más duro y amarillo,
salvo que el tiempo arregle las cosas,
como te digo,
por el momento soy un desacierto,
un tiro sinuoso de mi fusil torcido,
un bastardo,
apenas uno de los errores del dios.
De los más pequeños, eso sí.
Un metro de nieve
Las islas eran como dos manchas de humedad
y yo un chico recién salido de la escuela.
Me dieron un fusil viejo
que tiraba hacia cualquier parte.
Enemigos hay en todos lados, decía
el teniente burlándose de mi puntería.
Siempre iba a dar en el blanco.
En la sombra de la espalda me colgaron
un aparato de radio
más pesado que el primero de los cuerpos.
El frío me sacaba las manos del campo sensorial.
Yo tenía por entonces algunas
pobres referencias acerca de la nieve:
no la conocía en los poemas de William Carlos Williams,
menos en los de Artur Lundkvist.
Aquella mañana
había que salir de las carpas
y meterse en los camiones,
y salir de los camiones y meterse en un avión,
y salir del avión y meterse en las trincheras,
y salir de las trincheras
pero un metro de nieve lo impidió.
Aquella mañana desperté adentro
del blanco del ojo,
donde pasaba un río de ladrones
como un rayo ciego apoderándose de todo.
Desperté adentro de la luz
que se devoraba los puentes, las carpas,
los camiones, el avión,
la interpretación de los diferentes,
la teoría del desarrollo moral,
las trincheras.
Crucé el río de ladrones
y desperté en la otra orilla, una orilla
donde nadie se ahoga porque la nada
es un lugar donde ya no respiran ni los vivos.
Las islas eran como dos manchas
que nunca me dejaron ver.
Río de cuchillos
a Raúl Zurita
Te voy a contar una historia, amigo mío:
hace muchos años, en los años del óxido,
me enseñaron a odiar tus países.
O me pareció.
Yo no sabía qué clase de amor era el odio.
La herrumbre del puerto cegaba tus ojos,
ahí donde se enredan los ríos chilenos
con los barcos sudamericanos.
Los milicos argentinos traían
cuchillos muertos, de esos que nadan
en el plasma oscuro de las arterias
como peces desafilados.
El que no corre es un río,
pensé que decían en las llanuras tediosas.
O me pareció.
Y me molían a patadas por culpa de tus países.
Sentí asco, te digo, alguna especie de asco.
Vos escribías como los ríos
que bajan de la cordillera a los saltos
y se llevan de a poco el color de los cerros.
Los milicos chilenos venían
con sobredosis de una tierra confusa
porque esas montañas se mueven, amigo,
y la gente presiente que moverse
es una tradición del agua.
Entonces los ríos, el idioma
de la tierra cuando le habla al mar,
empezaron a correr por nuestras venas.
Eran ríos circulares y rojos
como las fronteras de dos países
que giran y se friccionan,
heridas con la forma de Chile,
manchas de humedad que parecen islas
en un mapa argentino.
Corrían y corrían los sedimentos
de aquella memoria que arde
y nos quema la piel
cuando adoptamos la forma de los poderosos.
Solamente esos ríos pueden correr
sin que los persiga una milicia de sombras
y muchos animales creen que son demonios.
Ellos también tienen la costumbre
de pisarte los talones.
Te digo que nadie nos quería
y el desamor, amigo mío,
hace desaguar a los ríos en cualquier parte.
Ojalá nos persiguieran sombras o animales
antes que esos demonios.
En los torrentes de sangre
nadie se atreve a nadar
por miedo a la mordedura de un pez oxidado
o a que te rocen esos cuchillos,
pero no falta el que cierra los ojos y se mete,
y los demás repiten, repiten.
Hasta puede resultarles dulce,
fácil de flotar, gelatinoso,
tibio como los perros amarillos de la calle
que siempre miran hacia atrás
a ver si los persigue un país de milicos.
O dos.
Vamos, que si te odian los odiados
no es amor, es matemática.
Y rezamos para que no se repita.
Los milicos me enseñaron a odiar tus países.
Por suerte no aprendí.
Aunque me persiguieron, no aprendí.
Y eso que muy pocas veces tuve suerte rezando.
Mutación
Soy un hombre al que le falta la cabeza.
No es tan sencillo andar así
aunque haya razones para perderla,
y no hablo de discusiones inútiles sobre la historia
o de buscar una forma para que todos vivan
un poco más y mejor.
Una cabeza se pierde por amor.
Una cabeza se pierde en la guerra.
A mi espalda musculosa
la dejé flotando en las aguas de un canal
que pasaba o todavía pasa
por un pueblo humedecido.
Un canal, un pueblo,
todo es indeterminado
en los depósitos del tiempo.
Soy uno que de tanto meter los pies
en la hojarasca del bosque
también los extravió,
así como se pierde la sombra entre las piedras
cuando los soldados se acuestan a rezar.
Soy uno que metió las manos en la niebla
y no las vio nunca más.
Estoy despojado, no tengo cabeza ni espalda
ni manos ni pies.
Ahora me siento completamente un hombre.
Allá a lo lejos
a Jorge Boccanera
El sol me golpea y siento que pasa
la calle dura bajo mis pies
a toda prisa.
No comprendo si soy el indeciso
que avanza y camina
o la sombra misma que va pegada al animal,
ese tractor que me arrastra como a una pesada
capa mojada por la lluvia.
Este animal en el que voy metido,
en sus ratos libres escribe poemas
y después dice: soñé.
La negación de la luz me sigue
a todas partes con su materia
blanca, roja, húmeda,
porosa y deficiente que la acompaña.
Este animal me lleva por el mundo
haciendo lo que sabe.
Ve a otros animales
que se despedazan entre ellos.
Se acerca para comprobar si el río ya está muerto:
todavía se mueve, entonces
toma un poco de agua.
Esa tarde conocí a uno que tallaba letreros
en madera de ciprés.
Se lo veía cansado,
es el polvo de las obras, dijo,
que me viene comiendo los pulmones desde chico.
La tristeza puede ser interminable
para el que aprende a conocer a los demás.
Escuchando canciones italianas
recordé a mi madre a la salida del cine:
habíamos llorado, habíamos reído,
y uno piensa que momentos como ese
mueven a los ríos y detienen las guerras
para siempre.
Un día el animal entiende que esa helada
bajo la que durmió cuando era un cachorro
en las estepas del Sur
ahora está llegando adentro de sus huesos.
Siente que las imágenes
empiezan a saltarse el control de su mirada.
Es hora de organizar la resistencia.
Sabe que la guerra tendrá siempre
el mismo resultado:
ganará la muerte, quién más.
La belleza está en la estrategia.
Y en medio de tanto manoseo,
aunque no lo parezca,
hasta desesperarse puede ser un alivio.
Este animal en el que voy metido
a veces se queda mirando
y no me doy cuenta bien qué cosa ve.
Pero es algo lejano, muy lejano.
Este animal, que en sus ratos libres
escribe poemas y después dice: soñé.
Enlace al libro en Alción Editora:
https://alcioneditora.com.ar/libro/compas-de-espera/