Charles Simic

Mil novecientos treinta y ocho con los ojos cerrados

 

 

Por Nieves García Prados*

 

Fue el año en que Austria se incorporó a la Alemania nazi como una nueva provincia del III Reich de Adolf Hitler. Las tropas alemanas cruzaron la frontera en Passau el 12 de marzo a las nueve de la mañana y llegaron a Linz a mediodía y a Viena la madrugada del día siguiente. La anexión de Austria era el comienzo de un proceso que llevaría al canciller alemán, un año después, a la invasión de Polonia, el detonante de la Segunda Guerra Mundial. Hitler, austriaco de nacimiento, celebró la operación, el Ans-chluss, con un discurso ante las multitudes pro germánicas en la histórica Plaza de los Héroes o Heldenplatz de Viena: “En esta gloriosa hora, puedo anunciar al pueblo alemán el acontecimiento más decisivo de mi vida. Como Führer y Canciller de la nación alemana, participo del momento histórico en que mi Patria entra a formar parte del Reich alemán”. La tibia oposición de Reino Unido y Francia no iba a evitar que Hitler comenzara a dar rienda suelta a su política expansionista. Un nombre con su caligrafía estaba ya anotado en los márgenes de la Historia: Checoslovaquia.

Pudo no suceder al mismo tiempo, aunque sí tal vez en el mismo día. Al otro lado del océano Atlántico, un joven entra en una librería de Nueva York y paga diez centavos por el primer ejemplar de la revista Action Comics. La portada ha llamado su atención desde el escaparate. En ella, un extraño personaje vestido de azul con capa roja levanta un automóvil verde estrellándolo contra unas rocas, mientras alguien lo observa tendido en el suelo y dos bandidos huyen aterrados de su fuerza portentosa. Setenta años después, un apasionado de los superhéroes con ambiciones fetichistas pagaría dos millones de dólares por aquel ejemplar en el que debutó Supermán, el primero de una saga de iconos esenciales de la cultura pop estadounidense entre los que también estarían Batman o Spiderman.

En otro continente, como si se tratase de un mundo más lejano de lo que enseñan los mapas, océanos y cordilleras hacia el este y sólo un estrecho al otro lado del hielo en el oeste, Iósif Stalin consolidaba su poder en la Unión Soviética. Para ello iba a realizar una ‘Gran purga’ que supondría el final de gran parte de la intelectualidad de la época: maestros, periodistas, escritores, científicos… y un ataque criminal a los religiosos de muy diferentes confesiones: cristianos ortodoxos y musulmanes sobre todo, aunque también católicos, protestantes o judíos. La liquidación de sus enemigos puso a Stalin entre “los grandes y ruidosos de la Historia”, como le habría gustado decir al poeta Izet Sarajlić, con una cifra de más de un millón y medio de detenciones, otras tantas deportaciones y más de un millón de ejecutados.

Mientras aquellos hombres caminaban hacia las fosas donde les esperaba la tierra debajo del hielo más frío del planeta, en el medio oeste americano, en Kankakee, Illinois, un padre y su hijo experimentaban como alquimistas con el deseo de fundir la leche y el hielo. En pleno verano, el 4 de agosto, un jueves soleado dio la bienvenida a la primera heladería Dairy Queen, que se estrenó con un “all you can eat”, con el que consiguieron repartir en menos de dos horas 1.600 raciones del nuevo postre. Cuando los Estados Unidos se embarcaron en la Segunda Guerra Mundial, en diciembre de 1941, había menos de diez Dairy Queen. Poco después de la guerra, el número de establecimientos había crecido hasta los 2.600. Hoy es una de las mayores cadenas de comida rápida norteamericana, con más de 6.000 restaurantes en los Estados Unidos, Canadá y otros 18 países.

Cualquier día de aquel verano que se iba a prolongar para siempre, un avión despegaba de Nueva York con destino a California. Su vuelo iba a concluir en Irlanda y su piloto sería conocido con el apodo que le darían los periódicos, El despistado Corrigan.

Ya por aquel entonces, en Belgrado, había nacido un niño hijo de la desangrada Yugoslavia y de Helen y George, una profesora de canto y un ingeniero que habían formado una familia irreconciliable. Dušan Simic, que años después cambiaría su nombre por Charles, nació el 9 de mayo y abrió los ojos con el asombro del que se enfrenta al infinito al mismo tiempo que a las contradicciones. La familia de su padre pertenecía a una clase humilde, George había sido el primero en ir a la universidad. En cambio, la de su madre formaba parte de la vieja casta belgradense aunque a finales del siglo XIX hubiera perdido toda su fortuna, dilapidada en juego y mujeres por su abuelo, un oficial condecorado de la Primera Guerra Mundial.

La familia de Helen no tenía sentido del humor y se empeñaba en guardar las apariencias, con lo que el joven Charles prefería pasar las horas con la de su padre, que pronto convertía cualquier cena en un “cabaret dadaísta”, como aseguró el poeta en una completa entrevista en The Paris Review con Mark Ford.

George y Helen nunca se llevaron bien. Las discusiones entre los padres de Charles, que se habían conocido en el conservatorio, estuvieron siempre presentes en la vida del joven Simic, ya fuera en la mesa durante la comida o en cualquier otra circunstancia. Su padre solía emborracharse y era un personaje habitual en la noche de Belgrado, donde protagonizaba aventuras propias de una película de Emir Kusturica. Su ironía, sus bromas hasta en los momentos más comprometidos, como aquella vez que la Gestapo fue a detenerle porque su hermano había robado un camión alemán para darle una vuelta a su novia, nunca le hicieron gracia a Helen, que se había educado en París.

La forma de ser de George Simic, sus malas compañías y su costumbre de hablar en voz alta, entre otras cosas, iban a poner diez años y un océano entre él y su familia. Después de varios arrestos, en 1944 decidió dejar a su mujer y a sus dos hijos en Belgrado y marcharse a Italia, poco antes de que finalizara la guerra. Una mañana temprano, en una destartalada estación de tren abarrotada de viajeros, les dijo adiós.

Helen y sus dos hijos también intentarían marcharse, pero mientras se preparaba aquel viaje que marcaría sus vidas para siempre, el pequeño Charles disfrutaba en la calle jugando a ser soldado con sus amigos, en medio del caos que ocasionaban los bombardeos sobre Belgrado, que en la vida de los niños se instalaba como una sensación de libertad y aventura que poco tenía que ver con el dolor. Uno de aquellos días en que su madre y unos vecinos se reunían en el salón de su casa alrededor de un aparato de radio, llegó la noticia más esperada a aquella casa de un barrio concurrido en el centro de los Balcanes. “La guerra ha terminado”, le dijeron, a lo que él contestó, entre insolente y malhumorado, que lo que se había acabado era la diversión.

La diversión de los restos de proyectiles y los cristales rotos en la calle tuvo que transformarse en su afición por el cine y por el jazz que podía escucharse en la emisora de las fuerzas armadas americanas.

Las noches pasaban en compañía de esa radio, probablemente la culpable del insomnio que Simic sufre desde un tiempo que no sabe precisar. Sus recuerdos de aquellos días infantiles mezclan la magia con la pobreza y con el adoctrinamiento comunista. En la escuela, decorada hasta la exageración con retratos de Tito, Stalin o Lenin, sus profesores explicaban que se trataba de “tres hombres sabios que repartían felicidad a los niños del mundo”, pero en su casa aquellos extraños eran los responsables de que su padre estuviera lejos.

Tan lejos que las cartas ya no llegaban y la única noticia de él la había traído alguien que contó que se encontraba en Trieste, la primera ciudad italiana tras la frontera eslovena. El joven Simic, sin la figura de su padre, tuvo que aprender solo a hacerse fuerte en las calles de Belgrado, donde la supervivencia era un asunto que incumbía a cualquier ser vivo, independientemente de su edad. Aprendió a meterse en problemas, y también a salir de ellos de la misma manera que se las arreglaba para conseguir algunas latas de carne enlatada o viejos tebeos a cambio de la pólvora que conseguía sacar de los proyectiles que quedaban en las calles.

Un día Helen decidió que ya estaba harta de aquella vida. En el otoño de 1945 se encabezonó en que quería cruzar la frontera con sus hijos. Cogió unas cuantas mudas, se despidió de unos pocos familiares y conocidos, y marchó a la estación de tren empujada por la esperanza y la desesperación. Un tren les llevaría a Croacia, donde los serbios no eran bien recibidos. Aquel día la frontera estaba cerrada y Helen tuvo que desandar lo andado, regresar a casa con sus dos hijos, acariciar todas sus frustraciones sin poder dormir.

Aquel fracaso no iba a ser suficiente para hacerla rendirse. Tan fuerte y testaruda, Helen encontró la manera de llegar a Eslovenia con la idea de cruzar la frontera austriaca. Al llegar, sin la documentación reglada, los guardias le impidieron pasar con sus hijos. La tierra prometida se hacía esperar y por si fuera poco iba a tener que volver a Yugoslavia, esta vez bajo arresto. Helen y sus dos hijos pasaron algunas semanas en prisión, dentro de una humedad sombría que pudo instalarse en sus huesos pero que no logró debilitar su determinación.

Tras conseguir la libertad lograría lo que más ansiaba: pasaportes. La relación entre Yugoslavia y Estados Unidos había mejorado lo suficiente para que los comunistas dieran su visto bueno a que algunos de sus compatriotas pudieran salir del país. Pese a las larguísimas listas de espera, Helen logró huir de aquella Yugoslavia de posguerra en 1953.

Después de tantas dificultades, de tantas noches en vela, de tantos fracasos repetidos, una vez tuvo en sus manos aquellos documentos, le asaltó el miedo, el vértigo de una vida que perder, el temor a que las autoridades cambiasen de opinión o a que algo no estuviera correcto. Tal vez una fecha, un sello, la decisión de alguien en un momento fatal. Helen ordenó a sus hijos rápidamente que hicieran las maletas y la misma noche en la que tuvo en sus manos los pasaportes comenzaron un viaje con destino a París, donde la esperaba su hermano. De camino a Francia, pararon en Trieste y en Milán, y aquel joven serbio entusiasmado por el italiano probó por primera vez la Cola-Cola en una de aquellas estaciones.

Una vez en París, fueron siempre considerados como “desplazados” por las autoridades francesas. Simic recuerda cómo aquellos años sufrieron la humillación de tener que renovar cada poco tiempo sus permisos, haciendo colas interminables sólo para saber si les faltaba algún documento. Durante un año, la familia malvivió en una habitación de hotel, pero también tuvo tiempo para recorrer la ciudad a pie, para ir al cine y hasta para aprender inglés. En París, Helen compró a sus hijos las revistas americanas Life o Look, donde los niños observaban boquiabiertos a las mujeres en trajes de baño de sus portadas, los nuevos modelos de automóviles o las neveras repletas de comida. Iba a ser allí, en la ciudad de la bohemia, en la que Simic iba a tener contacto con los grandes autores franceses del más francés de los siglos, el XIX. Él ya había sido un lector voraz de los libros que su padre le había dejado en Belgrado, pero ahora en la escuela tendría que memorizar poemas enteros de Baudelaire, Verlaine o Rimbaud, para recitarlos ante sus compañeros de clase. Aquello que suponía para él una pesadilla por su acento serbio, iba a ser una puerta, un punto de partida, quizá una ventana.

Después de un año en París, la madre y sus dos hijos emprendieron de nuevo el viaje, esta vez con destino a Nueva York, adonde llegaron un día de agosto de 1954 tras conseguir el ansiado visado. Entrar en Estados Unidos no fue nada sencillo. Ser de Europa del Este no era un buen salvoconducto, pero una vez más la perseverancia de Helen iba a cortar la hierba del futuro.

Tras cinco días de viaje a bordo del Queen Mary vieron la Estatua de la Libertad y los rascacielos de Manhattan. Aquel Simic de 16 años, que por primera vez en mucho tiempo se había quedado sin habla, pisó aquella ciudad que le parecía un escenario de película de Hollywood cambiando su nombre por el de Charles y quitando las marcas diacríticas de su apellido. La Europa de mediados de los cincuenta era gris, y en Nueva York había brillantes anuncios luminosos y taxis amarillos. Las ciudades europeas eran para el adolescente Simic como un “escenario de ópera”, mientras el ambiente neoyorkino era como un “espectáculo de carnaval”, donde podían aparecer por sorpresa mujeres barbudas, serpientes o magos con chistera.

Su padre, al que no veían desde hacía diez años, los esperaba en el puerto con un traje azul y fumando un puro. Helen y su hijo más pequeño pronto se vieron derrotados por el cansancio y el sueño, pero Charles no podía cerrar los ojos.

A su padre le encantaba la música y leía todo lo que caía en sus manos. Aquella primera noche en la ciudad iba a llevarlo a un club de jazz de Broadway. Pocos días después se marchó de la ciudad rumbo a Middleton, donde trabajaba para una empresa telefónica, lo que le obligaba a pasarse los días en la carretera.

Finalmente, George consiguió el traslado a la oficina central de la compañía en Chicago, y la familia se marchó con él. Habían pasado un año en Nueva York y en su nueva ciudad iban a vivir tres años que reconciliarían al joven Charles con su padre. El tiempo se detenía para padre e hijo durante aquellas noches que ya anunciaban los años sesenta. Mantenían largas charlas sobre cualquier cosa mientras disfrutaban de una buena comida en algún restaurante, donde no tenían ningún reparo en repetir entrantes y plato principal a la hora de pedir el postre.

Se habían instalado en un suburbio al oeste de la ciudad, y Simic se había matriculado en el mismo instituto en el que había estudiado Hemingway. El adolescente comenzó a interesarse por la pintura, y quiso ser una especie de postimpresionista, imitando a artistas como el francés de origen bielorruso Chaim Soutine, el fauvista francés Maurice de Vlaminck o los expresionistas alemanes. La pintura iba a ser su gran pasión hasta los veintisiete años, cuando acabó pareciéndose a un expresionista abstracto, con influencias de la obra del neerlandés nacionalizado estadounidense Willem de Kooning o de Philip Guston, de la escuela de Nueva York.

En la Chicago industrial de los 50, Simic también empezó a escribir algunos poemas, pero sólo para demostrarle a sus compañeros de clase cómo se hacía, por pura prepotencia. Entonces, cuando se pasaba las horas en una biblioteca pública devorando todo lo que caía en sus manos, descubrió que la poesía era en realidad su ambición secreta y también que iba a escribir en inglés, para que sus amigos le entendieran, y que iba a hacerlo para molestar a Dios, para hacer reír a la muerte, o simplemente para que todas las mujeres del mundo se enamoraran de él.

En aquella ciudad, donde Simic supo que América era una patria de expatriados, de polacos, de húngaros, de italianos y hasta de serbios, el joven aspirante a escritor empezó a ser parte de un país lleno de contradicciones, un país cuya buena parte de su riqueza dependía de la mano de obra barata que empleaban sus fábricas.

En 1956 terminó el instituto, y para continuar con sus estudios tuvo que buscarse un empleo. Su padre se gastaba hasta el último dólar que ganaba, y no le importaba pagar por una buena cena en uno de los mejores restaurantes de la ciudad el día antes de que se le acabara el plazo para abonar el alquiler. Simic había sido admitido en la Universidad de Nueva York, pero no pudo permitirse la matrícula y el traslado y tuvo que estudiar en la Universidad de Chicago. Asistía a clases nocturnas, mientras que por las mañanas trabajaba como chico de los recados en el diario Chicago Sun Times.

En aquellos días las discusiones entre sus padres se habían vuelto cada vez más frecuentes. George y Helen, que encontró un empleo de costurera en unos grandes almacenes, eran tan diferentes que el matrimonio se rompió sólo dos años después de llegar a reencontrarse en Nueva York. El largo tiempo sin verse no sirvió para disimular que no tenían nada en común. La madre de Charles era una mujer con coraje y muy fuerte, pero los horrores de la guerra habían dejado un mayor impacto en ella, y nada era divertido a su lado, sino más bien objeto de preocupación. Sus temores fueron creando una atmósfera difícil de la que poco a poco fueron saliendo todos los que la rodeaban.

Con sólo dieciocho años, Charles decidió marcharse de casa y alquiló un pequeño apartamento, que más bien era un sótano parecido a un cuchitril, junto a Lincoln Park, en el mismo barrio en el que vivía un amigo que trabajaba en el Chicago Sun Times. Aquel joven fue el primer lector serio de la poesía que había comenzado tímidamente a escribir. Los dos pasaban largos ratos en la playa del Lago Michigan, donde discutían sobre el sentido de sus primeros versos. Entonces, Simic ya leía a algunos de los principales escritores europeos y americanos, como Ezra Pound, T.S. Eliot, William Carlos Williams, Guillaume Apollinaire, Bertolt Brecht, o Rainer María Rilke.

El poeta que más atraía a Charles Simic en aquellos días era Hart Crane. Le fascinaba lo oscuro en sus versos, sus poemas impenetrables le sonaban como una forma superior de la poesía y trató de imitarlo. Buscaba en el diccionario de sinónimos las palabras menos conocidas, hasta que escribió poemas que nadie, ni siquiera él, podía entender. Esos primeros escarceos literarios fueron años después destruidos por él mismo, en un arrebato de vergüenza.

En 1958, ya de vuelta a Nueva York, vivió algunas de las escenas que después recogería en su poesía. Las cucarachas, las carnicerías de polacos e italianos, las prostitutas y las casas de apuestas se alternaban con los clubes de jazz, los cines de mala muerte o las librerías. Allí continuó con sus clases nocturnas en la Universidad, mientras trabajaba por las mañanas como vendedor de camisas en unos grandes almacenes, pintor de brocha gorda, u oficinista encargado de la contabilidad o las nóminas. Durmió poco, leyó mucho y se enamoró con frecuencia. No era ni feliz, ni terriblemente triste, y comenzó a acudir a muchas lecturas poéticas, en las que conoció a bastantes aficionados a la poesía, a profesores jubilados y a otros aspirantes a poetas. Así, un año después de regresar a Nueva York, y pasados cuatro años de su llegada a Estados Unidos, publicó sus primeros poemas en una edición de la revista Chicago Review.

En 1961, el año en que John F. Kennedy tomó posesión como presidente del país, Charles Simic fue reclutado. Después su hermano le envió una caja de zapatos con todos sus poemas. Al leerlos de nuevo le parecieron un fraude, de una bajísima calidad, y aprovechando la noche salió corriendo del cuartel y los arrojó todos a la basura. Allí se pudrieron sus primeros versos, sin dejar rastro de la primera parte de su obra.

La paranoia del pueblo y el ejército estadounidense, que esperaba que estallara una guerra de consecuencias nucleares, a raíz de la crisis de los misiles de Cuba, devolvieron al recluta Simic a Europa, esta vez trasladado como policía militar a Alemania con la absurda misión de vigilar un almacén que supuestamente estaba lleno de armas secretas.

Aquella misión duró sólo tres meses, gracias a que se las ingenió para que lo destinaran a Francia, con la excusa de que conocía el idioma. Para su sorpresa, su petición fue aceptada, y en el este del país trabajó resolviendo los conflictos de los soldados, desde una borrachera a un atropello. Durante ese tiempo apenas escribió nada, salvo unas notas en un diario sobre los libros que leía.

En 1966, ya de vuelta a Nueva York, obtuvo su título en Artes, tras estudiar en profundidad la lingüística rusa. Simic contaba que quería leer a Tolstoi, Dostoievski o Chejov en su propia lengua, pero en realidad lo hacía por su escritura, como un aprendizaje.

Largas noches de insomnio comenzaron a tender puentes entre el lápiz, el papel y la literatura. Con bastante vino y un cigarrillo detrás de otro empezó a subirse a la montaña rusa de las metáforas, creyendo que aquel momento de inspiración era único y escribiendo un poema siempre más impresionante que el anterior, o eso pensaba entonces. Su primer libro, What the grass says, se publicó en 1967.

El segundo, Somewhere among us a stone is taking notes, sólo dos años después. Ambos fueron publicados por una revista de poesía de Santa Cruz (California) con el título de Kayak. Su editor, George Hitchcock, actor de teatro y poeta influido por Breton y Péret, ya había incluido con anterioridad en la revista varios de sus poemas, y le había pedido que los recopilara en un libro. Tras aquellas dos primeras publicaciones, su nombre empezó a ser conocido en el mundo literario, aunque todavía de una forma muy amateur, pese a que obtuvo algunas críticas favorables. Cierto es que el segundo libro estaba mejor editado que el primero, del que Simic incluso se avergonzaba.

En 1970, por primera vez descubrió que su poesía significaba algo, tenía un valor en el mundo real. Por aquel entonces trabajaba en una revista de fotografía en Nueva York y comenzó a recibir cartas de colegios y universidades preguntándole si podía enseñar redacción creativa y literatura. Había planeado pasar el resto de su vida en aquella ciudad, pero las ofertas de otros lugares siguieron llegando.

Aceptó entonces un trabajo en el Colegio Universitario Estatal de California en Hayward. En 1973 se trasladó a la Universidad de New Hampshire, donde fue profesor de literatura americana y escritura creativa hasta su jubilación. Un año antes había regresado a Belgrado, y a su vuelta a Estados Unidos fue a San Francisco a una reunión literaria. Allí, como si alguien hubiera tirado los dados del destino haciendo trampas, se encontró con el poeta Richard Hugo que, después de una charla sobre la capital serbia, le dijo, ignorando de dónde había salido Simic, que conocía bien aquella ciudad, al menos desde el aire, porque la había bombardeado en 1944.

Influenciado por los surrealistas franceses e impresionado también por la poesía de Pablo Neruda o César Vallejo, Simic nunca tuvo una lucha interna entre escribir en su lengua materna o el inglés. Siempre se decantó por el idioma del país que le acogió cuando tenía 16 años, aunque continuó haciendo traducciones de autores serbios, como Vasko Popa o Ivan Lalic. Sin embargo, su poesía siempre le ha sido ajena a los serbios. “No eres uno de nosotros”, le han repetido en su país de origen a Simic, que siempre se ha sentido un caso raro, sin llegar a ser un exiliado pero tampoco un inmigrante.

En lo literario, Simic es más americano que serbio, no cabe duda. Forma parte de la tradición de Nueva Inglaterra, en la que se engloban autores como Emily Dickinson, Robert Frost o Wallace Stevens. Filosóficamente se siente cerca de escritores como Nathaniel Hawthorne o Ralph Waldo Emerson o Thoreau. Además, su poesía está muy influenciada por el cine, por películas como El ladrón de bicicletas, La jungla de asfalto, La ciudad desnuda, La dalia azul o Laura, y también por el jazz de Charlie Parker, Monk, Davies o Bud Powell, el blues y el country.

Todo ello lo ha convertido en un defensor de una poética en la que “menos es más”. Sus poemas combinan imágenes salvajemente impredecibles con un estilo narrativo conciso, en ocasiones plagado de elipsis y de palabras extrañas con las que juega para crear metáforas sorprendentes. “Soy como un monje en un burdel, royendo un trozo de pan seco, mientras veo a las mujeres beber champán y desfilar con lencería de encaje”, ha explicado, convencido de que no tiene lecciones que enseñar.

Simic es un escritor con un importante componente de inspiración, si bien desde la primera estrofa que escribió siempre ha revisado sus versos interminablemente, consciente incluso de que algunos los ha arruinado con la corrección. Pese a la concisión, desde el principio ha defendido que un buen poema tiene que ser retocado sin fin para conseguir que todas las piezas encajen, aunque nunca se ha sentado a escribir con la intención de tratar un tema específico. “Las palabras hacen el amor en la página como moscas en el calor del verano y el poeta no es más que el espectador desconcertado”, defiende convencido de que para la poesía no hay una preparación específica. Con la ironía de su padre, asegura que cuatro años cavando fosas con un buen volumen de poesía o filosofía en un bolsillo podrían ser tan útiles como la Universidad. Por eso se ve a sí mismo en su propio ataúd corrigiendo sus poemas mientras pretende que hasta un perro pueda entenderlos.

Contemporáneo y amigo de James Tate o Mark Strand, es admirado por poetas y críticos de los dos lados, por el establishment y por el avant-garde, por lo tradicional y lo experimental, pero nunca le han interesado las guerras literarias. Los movimientos poéticos han sido para él motivo de diversión para sus participantes, y siempre le han resultado una jauría de perros ladrando por la noche al unísono en una aldea a un adversario real o imaginario. En cualquier caso, el final es que siempre acaban ladrando por puro entretenimiento.

Enseñar la literatura del siglo XX le reafirmó en su idea de que los buenos poemas se pueden escribir desde diferentes e incluso contradictorios conceptos de la poesía, por lo que siempre prefirió mantener una mente abierta. Lo que sí le ha aburrido es aquello de que la poesía tiene que cambiar para adaptarse a las nuevas tecnologías, y la idea extendida de que los lectores de hoy tienen una menor capacidad de atención.

Charles Simic, el poeta que detesta las guerras, al que le irrita que Estados Unidos se esté acostumbrando a los conflictos bélicos, no entiende tampoco el nacionalismo serbio, y en los años noventa comenzó a escribir para los periódicos de la oposición del país que entonces dirigía Milosevic. Sus compatriotas le acusaron de estar recibiendo enormes sumas de dinero a cambio. De entre todos los bulos que corrieron por Serbia él prefiere el que cuenta que se trasladó a Washington a ver a Bill Clinton para animarle a que bombardeara Belgrado. La escena se la ha imaginado de la siguiente forma: El poeta entra en la Casa Blanca y el presidente le pregunta: “Charlie, ¿qué hacemos con los Balcanes?” y él le contesta: “Para empezar tiene que borrar a mi ciudad del mapa”.

Aquella anécdota le divierte a la vez que le parece ridícula, pero sí le entristece recordar cómo por aquel tiempo estaba trabajando en una antología de poetas yugoslavos que, después de la guerra, habían cambiado de patria. Unos se convirtieron en serbios, otros en croatas o bosnios, y los unos y los otros ya no querían ni siquiera reconciliarse para aparecer en el mismo libro.

Tal vez por eso no puede sentirse un poeta serbio. Tal vez los puentes destruidos lo dejaron en otro lugar sin que el retorno fuera posible, del lado de la poesía y sin poder comprender el afán nacionalista. Al fin, lejos de su fama que empieza a extenderse a lo largo y ancho del mundo, se siente alguien sencillo. De no haber sido poeta, le hubiera gustado ser el dueño de un pequeño restaurante de cocina mediterránea, con platos simples y bien hechos, lejos de las abominables y elaboradas creaciones culinarias. Siempre bromea con que habría contratado a sus mejores amigos como camareros, por ejemplo, a Mark Strand, que se vería estupendamente con su chaqueta blanca sirviendo un buen vino, su bebida predilecta. Para él, la tristeza y la buena comida son incompatibles. La mejor conversación es la que se celebra en torno a una mesa, y la poesía y la sabiduría son meros acompañamientos.

Charles Simic, el insomne que a las tres de la madrugada se convierte en metafísico, cree que la noche le hace más humilde, de igual manera que cree que existen dos formas de ver el mundo: con los ojos abiertos y con los ojos cerrados, que es como él pensó siempre que las cosas se percibían mejor. Así mira su poesía, a la que no le vale sollozar o morder la almohada, porque prefiere el sentido del humor y combinar la ironía con la tragedia, como cualquier tipo de escena cotidiana, con el anhelo infinito y secreto de la poesía de detener el tiempo.

En esta antología se mantiene el propósito de detener un tiempo sostenido que trascurre desde mil novecientos treinta y ocho hasta hoy a través de toda la poesía de Simic, de su mirada personal. Son más de cuatro décadas de creación que el lector va a recorrer en una cuidadosa selección de Valparaíso Ediciones, la mayor ofrecida hasta hoy en España, que abarca algunos de sus libros más importantes como Jackstraws (1999), nominado como Libro Notable del Año por The New York Times; Walking the Black Cat (1996), finalista del National Book Award en poesía; A Wedding in Hell (1994); Hotel Insomnia (1992); o The World Doesn’t End: Prose Poems (1990), por el que recibió el Premio Pulitzer en Poesía.

Hormigas, luciérnagas, pulgas y grillos se pasean por invenciones de paisajes inmundos, donde hay moteles y hoteles con viejos minusválidos tocando My blue heaven, vagabundos que anuncian el fin del mundo en carteles coloristas, salones en los que dos ancianos esperan a que los maten y los coches fúnebres arrastran latas de cerveza o habitaciones en las que la mano temblorosa de una mujer recorre la lista de víctimas de una guerra, en la que están incluidos todos nuestros nombres.

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*Nieves García Prados nació en Granada (España). Doctora en Educación desde 2016, con Cum Laude y Mención Internacional. Especializada en Traducción Literaria, es licenciada en Periodismo por la Universidad de Málaga en 2004, Máster en Radio Nacional de España por la Universidad Complutense de Madrid en 2005, y Máster en Comunicación Social. Es la traductora autorizada al español de Mary Oliver (Premio Pulitzer y Best Seller del New York Times), Charles Simic (Premio Pulitzer y Poeta laureado en EEUU) Natasha Trethewey (Premio Pulitzer y Poeta laureada en EEUU) y Juan Felipe Herrera (Poeta laureado en EEUU). Ha traducido además a Maya Angelou, Jericho Brown (Premio Pulitzer 2020) e Ilya Kaminsky. Actualmente enseña español y traducción en la Universidad de Virginia, en los EEUU.

 

 

 

-Charles Simic
Mil novecientos treinta y ocho
Traducción de Nieves García Prados
Valparaíso ediciones
Granada, España, 2014

 

http://valparaisoediciones.es/tienda/poesia/80-19-mil-novecientos-treinta-y-ocho.html

 

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