La voz del espejo
Hojas de ébano
Fulge mi cigarrillo;
su luz se limpia en pólvoras de alerta.
Y a su guiño amarillo
entona un pastorcillo
el tamarindo de su sombra muerta.
Ahoga en una enérgica negrura,
el caserón entero
la mustia distinción de su blancura.
Pena un frágil aroma de aguacero.
Están todas las puertas muy ancianas,
y se hastía en su habano carcomido
una insomne piedad de mil ojeras.
Yo las dejé lozanas;
y hoy las telarañas han zurcido
hasta en el corazón de sus maderas,
coágulos de sombra oliendo a olvido.
La del camino, el día
que me miró llegar, trémula y triste,
mientras que-sus dos brazos entreabría,
chilló como en un llanto de alegría.
Que en toda fibra existe
para el ojo que ama, una dormida
novia perla, una lágrima escondida.
Con no sé qué memoria secretea
mi corazón ansioso.
—Señora?… —Sí, señor; murió en la aldea;
aún la veo envueltita en su rebozo…
Y la abuela amargura
de un cantar neurasténico de paria
¡oh, derrotada musa legendaria!
afila sus melódicos raudales
bajo la noche oscura:
como si abajo, abajo,
en la turbia pupila de cascajo
de abierta sepultura,
celebrando perpetuos funerales,
se quebrasen fantásticos puñales.
Llueve…, llueve… Sustancia el aguacero,
reduciéndolo a fúnebres olores,
el humor de los viejos alcanfores
que velan tahuashando en el sendero
con sus ponchos de hielo y sin sombrero.
Aldeana
Lejana vibración de esquilas mustias
en el aire derrama
la fragancia rural de sus angustias.
En el patio silente
sangra su despedida el sol poniente
El ámbar otoñal del panorama
toma un frío matiz de gris doliente!
Al portón de la casa
que el tiempo con sus garras torna ojosa,
asoma silenciosa
y al establo cercano luego pasa,
la silueta calmosa
de un buey color de oro,
que añora con sus bíblicas pupilas,
oyendo la oración de las esquilas,
su edad viril de toro!
Al muro denla huerta
aleteando la pena de su canto,
salta un gallo gentil, y, en triste alerta,
cual dos gotas de llanto,
tiemblan sus ojos en la tarde muerta!
Lánguido se desgarra
en la vetusta aldea
el dulce yaraví de una guitarra,
en cuya eternidad de hondo quebranto
la triste voz de un indio dondonea,
como un viejo esquilón de camposanto.
De codos yo en el muro,
cuando triunfa en el alma el tinte oscuro
y el viento reza en los ramajes yertos
llantos de quenas, tímidos, inciertos,
suspiro una congoja,
al ver que la penumbra gualda y roja
llora un trágico azul de idilios muertos!
La voz del espejo
Así pasa la vida, como raro espejismo.
La rosa azul que alumbra y da el ser al cardo!
junto al dogma del fardo
matador, el sofisma del Bien y la Razón!
Se ha cogido, al acaso, lo que rozó la mano;
los perfumes volaron, y entre ellos se ha sentido
el moho que a mitad de la ruta ha crecido
en el manzano seco de la muerta Ilusión.
Así pasa la vida,
con cánticos aleves de agostada bacante.
Yo voy todo azorado, adelante…, adelante,
rezongando mi marcha funeral.
Van al pie de brahmánicos elefantes reales,
y al sórdido abejeo de un hervor mercurial
parejas que alzan brindis esculpidos en roca
y olvidados crepúsculos una cruz en la boca.
Así pasa la vida, vasta orquesta de Esfinges
que arrojan al vacío su marcha funeral.
La de a mil
El suertero que grita «La de a mil»
tiene no sé qué fondo de Dios.
Pasan todos los labios. El hastío
despunta en una arruga su yanó.
Pasa el suertero que atesora, acaso
nominal, como Dios,
entre panes tantálicos, humana
impotencia de amor.
Yo le miro el andrajo. Y él pudiera
darnos el corazón;
pero la suerte aquella que en sus manos
aporta, pregonando en alta voz,
como un pájaro cruel, irá a parar
adonde no lo sabe ni lo quiere
este bohemio dios.
Y digo en este viernes tibio que anda
a cuestas bajo el sol:
¡por qué se habrá vestido de suertero
la voluntad de Dios!
El pan nuestro
Para Alejandro Gamboa
Se bebe el desayuno… Húmeda tierra
de cementerio huele a sangre amada.
Ciudad de invierno… La mordaz cruzada
de una carreta que arrastrar parece
una emoción de ayuno encadenada!
Se quisiera tocar todas las puertas,
y preguntar por no sé quién; y luego
ver a los pobres, y, llorando quedos,
dar pedacitos de pan fresco a todos.
Y saquear a los ricos sus viñedos
con las dos manos santas
que a un golpe de luz
volaron desclavadas de la Cruz!
Pestaña matinal, no os levantéis!
¡El pan nuestro de cada día dánoslo,
Señor…!
Todos mis huesos son ajenos;
yo talvez los robé!
Yo vine a darme lo que acaso estuvo
asignado para otro;
y pienso que, si no hubiera nacido,
otro pobre tomara este café!
Yo soy un mal ladrón… A dónde iré!
Y en esta hora fría, en que la tierra
trasciende a polvo humano y es tan triste,
quisiera yo tocar todas las puertas,
y suplicar a no sé quién, perdón,
y hacerle pedacitos de pan fresco
aquí, en el horno de mi corazón…!
Los dados eternos
Para Manuel González Prada,
esta emoción bravía y selecta,
una de las que, con más entusiasmo,
me ha aplaudido el gran maestro.
Dios mío, estoy llorando el ser que vivo;
me pesa haber tomádote tu pan;
pero este pobre barro pensativo
no es costra fermentada en tu costado:
¡tú no tienes Marías que se van!
Dios mío, si tú hubieras sido hombre,
hoy supieras ser Dios;
pero tú, que estuviste siempre bien,
no sientes nada de tu creación.
¡Y el hombre sí te sufre: el Dios es él!
Hoy que en mis ojos brujos hay candelas,
como en un condenado,
Dios mío, prenderás todas tus velas,
y jugaremos con el viejo dado.
Tal vez ¡oh jugador! al dar la suerte
del universo todo,
surgirán las ojeras de la Muerte,
como dos ases fúnebres de lodo.
Dios míos, y esta noche sorda, obscura,
ya no podrás jugar, porque la Tierra
es un dado roído y ya redondo
a fuerza de rodar a la aventura,
que no puede parar sino en un hueco,
en el hueco de inmensa sepultura.
Los anillos fatigados
Hay ganas de volver, de amar, de no ausentarse,
y hay ganas de morir, combatido por dos
aguas encontradas que jamás- han de istmarse.
Hay ganas: de un gran beso que amortaje a la Vida,
que acaba en el África de una agonía ardiente,
suicida!
Hay ganas de… no tener ganas. Señor;
a ti yo te señalo con el dedo deicida:
hay ganas de no haber tenido corazón.
La primavera vuelve, vuelve y se irá. Y Dios,
curvado en tiempo, se repite, y pasa, pasa
a cuestas con la espina dorsal del Universo.
Cuando, las sienes tocan su lúgubre tambor…
cuando me- duele el sueño grabado en un puñal,
hay ganas de quedarse plantado en este verso!
Amor
Amor, ya no vuelves a mis ojos muertos;
y cuál mi idealista corazón te llora.
Mis cálices todos aguardan abiertos
tus hostias de otoño y vinos de aurora.
Amor, cruz divina, riega mis desiertos
con tu sangre de astros que sueña y que llora.
Amor, ya no vuelves a mis ojos muertos
que temen y ansían tu llanto de auroral
Amor, no te quiero cuando estás distante
rifado en afeites de alegre bacante,
o en frágil y chata facción de mujer.
Amor, ven sin carne, de un Icor que asombre;
y que yo, a manera de Dios, sea el hombre
que ama y engendra sin sensual placer!
(De Los heraldos negros, 1919)