

Presentamos dos textos claves del imprescindible poeta ecuatoriano.
César Dávila Andrade
Los precios
Tú sabes lo que cuesta la pólvora
en el buitre del antílope, la tuma del oso
en el cajón del sastre. Tú sabes
lo que cuesta la goma
en la pata del pájaro, la cuerda en la casa
del relojero ciego. La cáscara de plátano
en el tobillo del Discóbolo. Tú sabes lo que muele
un solo cráneo entre dos horas consecutivas. Tú
sabes cuánto rueda el pan fuera de Misa. Tus niños
duermen en el hueco de la alfombra.
Tú sabes cuánto vale un huevo en equilibrio
sobre la palma de la Arquitectura.
Las nubes de fuego sobre el circo;
el Santo Espíritu, de pie, sobre
el ave que empolla.
Tú sabes lo que cuesta curarse la manderecha
con la izquierda
endurecida por los desmanes de la vida nómade.
Tú sabes lo que es vivir un pasadizo,
acaso garganta,
y no decir nada, ni esta boca es mía:
el idioma es pura madera en quechua,
y calla.
Entonces, sólo ir. Sólo andar.
Tú sabes lo que es andar todo el destino a pie.
Se grabará para siempre la cara del caballo.
Tierra pura
Todo lo que pudo ser premio, duración
del premio como consistencia, y castigo
como recuerdo,
ya pasó —¡hijo mío!—. Ahora tú recibes
el espejo de señales de otras manos. Son médicos
que curan por potencias extrañas,
azogadas de terror para repetirte como nada,
pues quedas afuera.
Temblor es el recuerdo mientras agonizas
de cielo en cielo,
cayendo en el ascenso, porque tu dios
te alza para oírte sonar en cáscara y mortaja
y formas en deshielo.
La forma que fue tu patrimonio terrestre
sucedió sola en continuo aprendizaje
de tambores
sobre el sur del mundo,
allá donde tropeles se extenúan
en conquistas polvorosas.
Pareciera que duermes al despertar de ti
ante los olfatos de las bestias mayores
inclinadas sobre tu sepulcro,
que quieren izarte hacia su banquete,
pero sólo sonríen, untándose el hocico
en el gran candelabro de arcilla.
Y caes nuevamente en la tierra pura, desnudo.
Grano pelado,
premio de varas que llovieron
sobre tus huesos, para escogerlos
sobre el palmo creciente del estío.
Te detiene la tierra contra el fuego.
Esta es
tu repetición de cuerpo y cuerpo para las siembras
—como una ondulada música de óvalos—.
Penetra y recomienza,
como la planta de maíz que se enarbola
a sí misma
sobre la limpidez de un solo grano,
aquel que fue pensado para tallo
por la mente enterrada en cada foso.