Carolina Zamudio

Esbozo para un autorretrato

 

 

 

Un trozo de vidrio 

Nada tengo
y todo al mismo tiempo.
Río de ideas
que se alimentan en algún arroyo
denso de infancia.
La copa en la mano
como toda medida del ahora.

Pasado y futuro no importan.

Intervalo fugaz
—ya no es—.
Aquí hay
un trozo de vidrio.

 

  

Plenitud

Al amparo del árbol de la sabiduría india
en la letanía impasible de la tarde
con los brazos abiertos y las palmas al cielo.

Vuela una mariposa
y su impudicia
modesta síntesis de mundo en los ojos.

Templar belleza
mirando bajo las arrugas
la longitud de la nariz
el bosquejo del aliento
los pliegues de las orejas
hasta dejarla ir.

 

 

Esbozo para un autorretrato

No nos fue dado un guion.

Intuí al nacer que el paraíso me fue negado
la premura de parto
alumbró un camino en sombras
un trasluz de audacia que me ubica en bordes
por allí, erguidas o doblegadas
van las noches.

Tampoco nos fue dado un final.

Huyo del paraíso
me entrego a la lucha de los hombres
que es la falta de certezas
el exiguo tintineo de palabras
la razón o el amor, según el día
la convención, precaria
de la felicidad. 

 

 

Atardecer de culto 

I

Las cosas bellas también se lacran.
Cuando terminan pueden doler
como si algo se soltara. Pesar
como lo perdido.

 

II

Atardece. Un párpado a punto de cerrarse.
Un dios que no es mío
ofrece sus prodigios.
Artista solitario que golpear
justo a los vacilantes
guiña un ojo escondiendo un sol
y nada hay allí de culto. Todo
solo belleza que atardece.

 

 

Los zapatos en la hamaca

Los zapatos de la muerta en la hamaca. Aparecieron en sueños. Me empujaron al día.
Estaban justo debajo de la hamaca en el patio de mi casa. Eran cerrados, color cobre. Era
el patio de la casa de mi madre. Mi casa. Era la hamaca de mis hijas. Ella. Esos
zapatos eran de la muerta. ¿De quién? Solo supe que había muerto. La memoria trae en sueños muertos desconocidos. Profanados. ¿Quiénes son estos a quienes la vigilia trae en sueños? No son míos. Despierto solo para recordarlos. Me alerta su urgencia de que los recuerde. ¿Salvarlos del olvido? ¿Necesitan descansar en paz? Como yo. No me dejan. Mi conciencia en reposo se resiste a morir. Despierta y vive muertes. Cierta memoria aún vive en mí. O vivo para revivirla.
Al alba, junto conmigo.

 

 

Otoño

Si muero en otoño
seré redimida por mi falta de fe.

Si muero en otoño
mi cuerpo vuelto polvo
volará al fin libre
—cadencia de hoja—
ocre, amarillo.

Si muero en otoño, joven
viva quizá con tesón
en las mujeres de mi descendencia.
Pues si muero en otoño este canto
será un presagio dulce lanzado de madrugada
al arrullo de los espasmos de mi madre
que duerme la casa de la infancia.

Si no es otoño, acaso, que alguien sepa
que la dulzura de castañas
la íntima penumbra de un atardecer cualquiera
hubiera sido el escenario certero
para deshojar de una vez, ese, el día.

 

 

Primera muerte

Una vez se es joven
Indulgente y desprevenida.
Se mueren los abuelos
y se plantan besos breves
en frentes duras como mármol
con labios que aún
no saben besar.

 

 

Y se dejó ser silencio 

La misma noche, nunca acaba
olor a fin de infancia
el amor respira doliente.

La misma noche, el mismo olor
disueltos y añosos besos
compasión de luna de agua. Vieja.

La misma noche, perder lo no perdido.

La misma noche, suspendida en tiempo
el mismo mío olor en él
una almohada me piensa
me duerme
me encuentra ausente
por primera vez inmensa.

La misma noche, el mismo olor
como alguien que leyó el destino
y se dejó ser silencio.

 

 

Codicia

Hay reparo, avaricia en los bordes de la lengua
lo que se derrama todo inunda
un hueco de luz amanecido ancla
a una ventana la tarde
la frescura densa del agua
agita a lo lejos

por el ángulo de mis piernas sale el sol

donde antes se escatimaba un cuento
fantástico relato delira jadeante
la magia que cabría a lo lábil del momento
en historias prestadas oscurece demente
no hay ahora, nunca, quien extraiga y cuente
que dos cuerpos usados apenas improvisan.

 

 

Entera 

De boca en boca
del alimento al beso
recodo en la palabra.

Dar de comer
entregar
entera desde esta inmensidad
y finitud
desde mí
en el mundo.

Todo
desde esa boca que espera
el mordisco
desde esa otra boca
que concierta y se funde en esta.

Casi nada, ínfima desde el cosmos
que —también— mide
se desboca.

 

 

Llorar

Llorar no es limpiarse
es mojar un vestido
correr el maquillaje
ahuecar los surcos de la cara
como cauce de deshielo
es sangrar del color de la piel
dejar algo esparcido
con anticipación, sobre la tierra.

Limpiar los ojos sí.
Después de llorar
lo que se ve recupera el foco
el paisaje es más claro
la flor naranja, intensa
hasta el tacto más sensible.

Limpiar
es solo cosa del agua
quizá de la lluvia, que no es agua
solo un rito que esclarece.

Las lágrimas son como de aceite
deslizan aquello
que —desde adentro—
viscoso
no puede más que verterse.

 

 

(Selección de La oscuridad de lo que brilla, Artepoética press, New York, 2015)

Carolina Zamudio (Curuzú Cuatiá, 1973). Poeta y periodista. Creadora y Directora de la Fundación Cultural Esteros; de Esteros, Revista Literaria, y del En ... LEER MÁS DEL AUTOR