Carlos Pezoa Véliz

Fisonomía inconfundible

 

Por Oscar Hahn

 

     El primer poeta chileno que consigue configurar una voz propia, de fisonomía inconfundible, es Carlos Pezoa Véliz. Aunque nace a la vida literaria bajo el signo de un romanticismo con vocación modernista, ya a la altura de 1900 se observan algunos rasgos que indican un cambio de dirección. Crucial fue la incorporación de Pezoa Véliz a la poesía popular urbana, que narraba y comentaba en verso los hechos noticiosos del día. En 1899 se imprimen cinco de estos poemas en las hojas sueltas que se conocían como “La Lira Popular” y que eran vendidas en la zona del Mercado Central que quedaba entre las calles Puente y 21 de Mayo, cerca del río Mapocho. Con el seudónimo de Juan Mauro Bío-Bío, y gracias a su amistad con el versificador ciego Juan Bautista Peralta, el veinteañero Pezoa Véliz pudo colaborar en esas hojas, escribiendo octavas o décimas que llevaban títulos extraídos de la crónica roja, como “Crimen de la calle del Puente” o “Próximo fusilamiento en Iquique”. Esta experiencia significó que su centro de interés se desplazara desde lo meramente libresco hacia el “dolor de los vagos / que hacen a gatas la vida”.

      Pero su conciencia social no sólo se manifestó a través de la creación poética. También en 1899, lo encontramos formando parte del directorio del Ateneo Obrero de Santiago, destinado a dar a conocer “los talentos que hay escondidos entre la clase proletaria” y cuyo lema era el precepto de Carlos Marx: “La emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos”. De la corta vida de esta organización Pezoa Véliz responsabilizó a los anarquistas, a los que fustigó duramente a través de la prensa, acusándolos de llevar en sus trajes “no las honrosas manchas que se reciben con el trabajo diario”, sino “las huellas recientes de borracheras dormidas al aire libre”.

      En 1902 Pezoa Véliz decide abandonar Santiago y radicarse en Valparaíso. Casi todos los poemas que le dieron fama los escribió en los alrededores del puerto. Durante esos años cooperó con diversas agrupaciones culturales, como la Sociedad en Resistencia de Carpinteros de Valparaíso o el Ateneo de la Juventud, y se relacionó con algunos de los escritores chilenos más prestigiosos del momento. Ernesto Montenegro, Manuel Magallanes Moure, Samuel A. Lillo, Augusto D´Halmar y Víctor Domingo Silva le otorgaron la amistad y el estímulo que necesitaba. Estuvo a punto de sumarse a la legendaria Colonia Tolstoyiana, pero desistió por razones de salud.

      El 16 de agosto de 1906, alrededor de las 8 de la noche, un violento terremoto destruyó gran parte de Valparaíso y Viña del Mar. Pezoa Véliz, que residía en una pensión de Viña, quedó herido de gravedad al desplomarse una muralla encima suyo. Después de convalecer un par de meses en el Hospital Alemán de Valparaíso, fue dado de alta, pero por un tiempo debió usar muletas para caminar. Fue en ese establecimiento donde escribió el conocido poema “Tarde en el hospital” y no en el Hospital San Vicente de Paul, días antes de su muerte, como algunos creen hasta ahora. Lo prueba un hecho absolutamente objetivo: la primera versión del poema apareció el 29 de agosto de 1907 en la revista Sucesos de Valparaíso, y se titula muy explícitamente “Tarde en el Hospital Alemán”. En publicaciones posteriores el nombre del hospital fue omitido, lo que originó la confusión.

      Tampoco es efectiva la creencia de que su muerte fue consecuencia directa del terremoto. Pezoa Véliz ya estaba repuesto de las heridas que sufrió, cuando una antigua dolencia estomacal se le empezó a agudizar peligrosamente. Ingresó por segunda vez en el Hospital Alemán, donde le extrajeron el apéndice, pero al ver que su salud empeoraba, optó por viajar a la capital e internarse en el Hospital de San Vicente de Paul.

     El 21 de abril de 1908, fallecía Carlos Pezoa Véliz, debido a una “tuberculosis del ciego”, según reza el parte médico. Había nacido en Santiago de Chile el 21 de julio de 1879. Fue sepultado en el nicho número 13 del Cementerio Católico, junto a la tumba de su padre. La prensa de la época señala que, aunque varios de sus amigos lo acompañaron en el último viaje, no hubo ni discursos fúnebres, ni lectura de poemas ni palabra alguna pronunciada ante su féretro.

      No se le cumplió a Pezoa Véliz el sueño de todo escritor de ver sus textos en forma de libro. Alguna vez pensó editarlos, e incluso consideró títulos posibles: Tañidos o Las campanas de oro, para sus creaciones en verso; Tierra bravía, para sus combativas crónicas en prosa; pero su desaparición prematura lo privó de realizar ese sueño. A la generosidad de un amigo suyo, Ernesto Montenegro, debemos la primera compilación de los versos de Pezoa Véliz que estaban dispersos en diarios y revistas; y aunque el libro se conoce con el nombre de Alma chilena, en la portada no aparece este título, sino el de Poesías Líricas, Poemas, Prosa escogida. La edición, impresa en 1912, se abre con un prólogo sin firma del mismo Montenegro y se cierra con un epílogo de Augusto D’Halmar.

      Muchas de las composiciones de Pezoa revelan una auténtica y enraizada sensibilidad social. Para documentar esta afirmación bastaría con citar “Teodorinda”, “El perro vagabundo o “El organillo”. En este último, el dolor por los campesinos que han sido despojados de sus tierras es a la vez una protesta y una añoranza del tiempo “cuando la tierra era buena / cuando no había patrones / que hicieran siembras de pena / y vendimias de pulmones”. A este mismo grupo habría que agregar los poemas narrativos “Pancho y Tomás” y “Alma chilena”, escritos en el verso preferido por los cantores populares: el octosílabo. En el primero, la crítica a la discriminación social, que se manifiesta hasta en la defensa de la patria, es planteada sin eufemismos. Recordemos que en 1905, año de escritura del poema, la Guerra del Pacífico era un hecho reciente: “¿Por qué la guerra? La tierra / no es de Pedro ni es de Juan. / Desde el mar hasta la sierra / el amo es dueño. A la guerra / los amos no van, no van”.

      La segunda narración en verso cuenta el drama de una familia de inmigrantes vascos que es abandonada por el jefe del hogar en los muelles de Valparaíso y que se debate en la indigencia. El poeta pone ahora de relieve la solidaridad de clase. Para ayudar a la desamparada mujer y a sus hijos, los trabajadores portuarios deciden privarse de su escaso sustento: “¿Importaba un pan? ¿Acaso / no era hermano el desvalido? / Brazo de pobre era brazo / de Juan, de Pedro, si al paso / había un pobre caído”.

      Se ha dicho que “Teodorinda” paga tributo al poema “La duquesa Job”, de Manuel Gutiérrez Nájera. La composición de Pezoa Véliz está estructurada con estrofas de cinco versos, de diez sílabas cada uno, igual que la primera estrofa de “La duquesa Job”, y tiene un ritmo similar. Además, los dos poemas giran en torno a una figura femenina. Sin embargo, este es precisamente uno de esos paradójicos casos en los que las afinidades entre dos textos sirven más para subrayar las diferencias que las semejanzas. El de Gutiérrez Nájera es un encantador poema galante, de corte parnasiano, dirigido a su graciosa amada rubia, y juega con diversos elementos relativos a la elegancia natural de la “duquesa”, quien, sin serlo, es tratada como si formara parte de la aristocracia. Nada más alejado del poema rural de Pezoa Véliz. Teodorinda es una hermosa y apetecible campesina chilena, de “pierna maciza” y “como la tierra, joven y ardiente”. Pero el poema no se agota en la mera descripción criollista. De inmediato se transforma en una protesta contra el acoso sexual al que los patrones someten a las campesinas. Teodorinda resulta ser “un bocado que el tiempo guisa / para las hambres de su señor”.

      Lo que sí aprendió Pezoa Véliz en “La duquesa Job” fue la preferencia de Gutiérrez Nájera por las rimas ricas, especialmente las rimas agudas raras. Por ejemplo, cuando el modernista mexicano junta “Paul de Kock” con “five o’clock” o “coñac” con “crac”. Pero esto se percibe mejor en otro poema de Pezoa Véliz, “El pintor Pereza”, donde hace que rimen “block” con “ad hoc” y “coñac” con “tic-tac”.

      Cabe destacar la habilidad de Pezoa para el diseño de cuadros costumbristas de la intimidad familiar o del espacio público. “Al amor de la lumbre” y “Vida del puerto” pueden ilustrar esta acotación. Igualmente significativo es su aporte a la galería de personajes típicos chilenos, entre ellos la ya mencionada Teodorinda, los hermanos Pancho y Tomás, Juan Pereza y don Timorato, además de los “pobres diablos”, el lustrabotas, y los numerosos campesinos y proletarios anónimos que pone en escena.

      Una línea de la poesía de Pezoa Véliz que en cierto modo ha sido minimizada por la crítica, es la de la ironía y el humor, empleados para fustigar diversos males de la época en que vivió el poeta. No obstante, hay textos cuya vigencia social se mantiene hasta el día de hoy: “Crimen de la calle del Puente”, que denuncia la desigualdad ante la justicia; “Don Timorato”, sobre las limitaciones de la caridad; o “Menú parlamentario”, en el que unos ratones parlamentan y se alimentan con los documentos del Congreso.

      Si, como dijo alguien, un poeta escribe cientos de poemas con el sólo propósito de legar dos o tres a la posteridad, es evidente que Pezoa Véliz sobrepasó esa meta. “Tarde en el hospital”, “Nada”, el soneto “Mancha”, “Al amor de la lumbre”, “Entierro en el campo”, “El pintor Pereza”, y algunos más, podrían integrar cualquier antología exigente.

      En estas décadas en las que algunos han declarado que la poesía chilena empieza (o termina) con ellos, es bueno recordar que nuestra tradición se origina mucho antes de la vanguardia y de la posvanguardia, y que en esa tradición la poesía de Carlos Pezoa Véliz es un hito fundacional. Al día siguiente de su muerte a los 29 años, uno de los redactores del Diario ilustrado escribió: “Hoy sus íntimos llevarán su cadáver al Cementerio. Mañana nadie se acordará de él”. El tiempo ha demostrado lo contrario.

 

 

 

Dos poemas de Carlos Pezoa Véliz

 

 

Nada

Era un pobre diablo que siempre venía
cerca de un gran pueblo donde yo vivía;
joven rubio y flaco, sucio y mal vestido,
siempre cabizbajo… ¡Tal vez un perdido!

Un día de invierno lo encontraron muerto
cerca de un arroyo próximo a mi huerto,
varios cazadores que con sus lebreles
cantando marchaban…

Entre sus papeles
no encontraron nada… los jueces de turno
hicieron preguntas al guardián nocturno:
éste no sabía nada del extinto;
ni el vecino Pérez, ni el vecino Pinto.

Una chica dijo que sería un loco
o algún vagabundo que comía poco,
y un chusco que oía las conversaciones
se tentó de risa… ¡Vaya unos simplones!

Una paletada le echó el panteonero;
luego lió un cigarro; se caló el sombrero
y emprendió la vuelta…
tras la paletada, nadie dijo nada, nadie dijo nada…

 

 

Tarde en el hospital

Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve;
sobre el campo cae angustia:
llueve.

Y pues solo en amplia pieza
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.

Pero el agua ha lloriqueado
junto a mí, cansada, leve;
despierto sobresaltado;
llueve.

Entonces, muerto de angustia,
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,
pienso.

Carlos Pezoa Véliz (Chile, 1879 – 1908). Poeta y periodista. Su nombre verdadero fue Carlos Enrique Moyano Jaña. En vida solo publicó en periódicos y revi ... LEER MÁS DEL AUTOR