Canto fúnebre a la muerte de Joaquín Pasos
Canto fúnebre a la muerte de Joaquín Pasos
I
Con el redoble de un tambor
en el centro de una pequeña Plaza de Armas,
como si de los funerales de un Héroe se tratara;
así querría comenzar. Y lo mismo
que es ley en el Rito de la Muerte,
de su muerte olvidarme y a su vida,
y a la de los otros héroes apagados
que igual que él ardieron aquí abajo, volverme.
Porque son muchos los poetas jóvenes que antaño han muerto.
A través de los siglos se saludan y oímos
encenderse sus voces como gallos remotos
que desde el fondo de la noche se llaman y responden.
Poco sabemos de ellos: que fueron jóvenes y hollaron
con sus pies esta tierra. Que supieron tocar algún instrumento.
Que sintieron sobre sus cabezas el aire del mar
y contemplaron las colinas. Que amaron a una muchacha
y a este amor se aferraron al extremo de olvidarse de ellas.
Que todo esto lo escribían hasta bien tarde, corrigiendo mucho,
pero un día murieron. Y ya sus voces se encienden en la noche.
II
Sin embargo nosotros, Joaquín, sabemos
tanto de ti. Sé tanto… Retrocedo
hasta el día aquel en brazos de tu aya
en que, de pronto, te diste cuenta de que existías.
Y ante ese percatarte fuiste y fueron tus ojos
y el ver más puro fue que hasta entonces sobre
los seres se posara.
No obstante, los mirabas
sólo con una boba pupila sin destino,
sin retenerlos para el amor o el odio.
(Aún tus mismas manitas sabían ser más hábiles
en eso de coger un objeto y no soltarlo).
Una mañana te llevaron a una peluquería, en donde
te sentaron muy serio, y todo el tiempo
te portaste como un caballerito
y bromearon contigo los clientes. Todo esto
mientras te cortaban los bucles y te hacían
parecer tan distinto.
A la calle saliste después.
A la otra calle y a la otra edad, en la que se le pintan
bigotes a la Gioconda de Leonardo
y se es greñudo y cruel.
Mas luminosa irrumpe pronto la juventud.
Después, todos sabemos lo demás: el impuesto
que las cosas te cobraban. El fluir de los seres
que a tu encuentro acudían por turno, cada uno
con su pregunta
a la que tú debías responder con un nombre
claro, que en sus oídos resonara distinto
entre todos los otros, y poder ser sí mismos;
como sabemos que a Iaokanann llegaban
los hombres más oscuros, a recibir un nombre
con el que desde entonces
pudieran ser llamados por Dios en el desierto.
Y ése fue en adelante tu destino.
Por el que no podrías
ya nunca más mirar libremente la tierra.
Un mal negocio, Joaquín.
Por él supiste
que ante todas las cosas en que te detuvieras
el tiempo mandado, temblarías.
Que bastaba mirarlas
con los ojos que se te dieron un tiempo decoroso
para que se tornaran atroces:
el fulgor de un limón.
El peso sordo de una manzana.
El rostro pensativo del hombre.
Los dos senos jadeantes, pálidos, respirando
debajo de la blusa de una muchacha que ha corrido;
la mano que alcanza. Hasta las mismas palabras…
Todo había una esencia dentro de sí.
Un sentido
sentado en su centro, inmóvil, repitiéndose
sin menguar ni crecer,
siempre lleno de sí, como un número.
Y esa lista de nombres y esa suma total tú la tendrías
que hacer para el día de la ira o el premio.
Y al hacerla, pasar tú a ser ella misma.
Porque también te dieron a ti un nombre. Para
que de todo esto lo llenaras como un vaso precioso.
Que de tal modo dentro de ti lo incluyeras
-las noches estrelladas, las flores,
los tejados de las aldeas vistos desde el camino-
que al nombrarlo te nombraras
tú: suma total de cuanto vieras.
Y para todo esto sólo se te dieron palabras,
verbos y algunas vagas reglas. Nada tangible.
Ni un solo utensilio de esos que el refriegue
ha vuelto tan lustrosos. Por eso pienso que
quizá -como a mí a veces- te hubiese gustado más pintar.
Los pintores al menos tienen cosas. Pinceles
que limpian todos los días y que guardan en jarros
de loza y barro que ellos compran.
Cacharros muy pintados y de todas las formas
que ideó para su propio consuelo el hombre simple.
O ser de aquellos otros que tallan la madera;
los que en un mueble esculpen una ninfa que danza
y cuya veste el aire realmente agita.
Pero es cierto que nunca
rigió el hombre su propio destino. Y a la dura
tarea mandada te entregaste del modo
más honorable que he conocido. Eso sí,
tú sabías bien en qué te habías metido.
A los obreros viste cuando van a la tienda. Observaste
cómo examinan ellos las herramientas y palpan el filo
y entre todos eligen una, la única: la esposa
para el alto lecho de los andamios.
De este modo elegías tú el adjetivo
debido, la palabra, y el verso cuyos rítmicos
pasos como los de un enemigo acechabas.
Hacer un poema era planear un crimen perfecto.
Era urdir una mentira sin mácula
hecha verdad a fuerza de pureza.
III
Pero ahora te has muerto. Y el chorro de la gracia contigo.
Mas dicho está, que nunca permitió Dios que aquello
que entre los mortales noblemente ardiera
se perdiese. De esto vive nuestra esperanza.
Difícil es y duro el luchar contra el Olimpo
acuoso de las ranas. Desde muy niños son
entrenados con gran maestría para el ejercicio de la Nada.
Mucho hay que afanarse porque lo otro
sea advertido. Y aun así, pocos son
los que entre el humo y la burla lo reconocen.
Pero, con todo, perseveramos, Joaquinillo. Descuida.
Redoblaremos nuestro rencor ritual, el de la cítara.
Nuestro alegre odio a saltitos.
La nuestra víbora de los gorjeos.
Y el Amor ganará.
Tú deja que tu sueño mane tranquilo.
Y si es que a algo has hecho traición muriendo,
allá tú.
No seré yo quien vaya a juzgarte. Yo, que tantas
veces he traicionado.
Por eso
no levanto mi voz tampoco contra la Muerte.
La pobre, como siempre, asustada de su propio poder
y de tantos ayes en torno al muerto, enrojece.
Tu muerte solamente tú te la sabes.
No atañe a los vivos su enigma, sino el de la vida.
Mientras vivamos sea ella olvidada como si eternos [fuéramos,
y esforcémonos.]
Tú, desde el Orco, gallo, despiértanos.
IV
Y a igual manera que las abejas de Tebas
-conforme el viejo Eliano cuenta- iban
a libar miel en labios del joven Píndaro;
llegue este canto hasta la pálida cabeza.
En tu pecho se pose y tu pico su pico hiera
sorbiendo fuego. En torno de tu frente aletee
tejiendo sobre ella una invisible corona.
Sus alas bata con más fuerza y hiendan
un espacio más alto sus noble giros.
El esfuerzo repita. Y otra vez. Y otra… Y su vuelo
por el cielo se extienda en anchos círculos.
Madrid, febrero de 1947
Eunice Odio
Y añadió:
-No podrás ver mi faz pues el
hombre no puede verme y vivir.
Exodo, xxxiii, 20
Una visión legendaria, un elevado discurrir, un pensamiento,
—tal a Ávila sus murallas y su gorjeante azul—
la rodeaban defendiéndola
de lo que, extranjero y hostil, podía herir.
Estoy hablando de tu frente.
A los lados están, asomando
como las alas de dos ángeles sumidos por un costado en el muro,
las dos orejas pálidas, acústicas,
precipitándose en el remolino del oído
hasta el fondo. Al estanque del tímpano
en donde se reflejan
el trino del ave, la nota del violín, el soneto.
Y sobre la pulida nariz que suele hundirse
nave en el oleaje de la rosa, buscando
una exacta respuesta de olor a su pregunta,
se encienden los dos ojos, desde la telaraña
redonda, minuciosa y azul del iris.
Y luego, del lecho fresco de los labios, donde tu juventud
parecía haberse tendido ya a sólo madurar,
de golpe, como el agua en los valles,
todo se lanza hacia los hombros y los senos…
Después todo es quietud y desnudez sin fin.
(Sólo en el vientre, el vello.
Creciendo allí tal vez por la misma
secreta razón —aún sólo sabida por él— del musgo)
Muchacha! tú estás sentada sobre la tierra. Miras.
Como lebreles tus largas manos posas:
seres armados, guardan la puerta de tu cuerpo.
La dos carreras a la entrada del Jardín.
He tratado de decir cómo eres;
de ponerte de nuevo delante de mí
oh muchacha desnuda! forma! perfección!
Porque aunque a menudo te vimos,
apenas nos percatamos de ti.
Hablamos mucho de tu gracia porque eso distraía
pero ¡qué poco sospechamos bajo el cariño de la piel
y entre el ir y venir de tu sangre atareada!
Creímos que eras bella solamente para ser
lecho oscuro del sol o chispa de la atmósfera,
y no advertimos cómo sobrellevabas
ese penoso y duro oficio de las cosas bellas
que, tras de su dorada corteza luchan para
salvar al hombre de la Divinidad en bruto.
Porque tras de esa membrana, de esa ala de cigarra,
está escondido, tirante, alerta, lo otro. Detenido
de pronto en su exceso cuando todo iba a estallar.
Un poco más y el compromiso se habría establecido.
Un poco más y habría sobrevenido eso.
De lo que nadie osa hablar.
Pero de ello, si unos pocos tuvieron noticia es mucho.
Porque tú corriste a ponerte disimuladamente en la puerta,
y entonces ya no te vimos sino a ti. Antifaz!
con un pétalo soportando el golpe del ariete sagrado,
con un dedo menudo y perfecto evitándonos
en un diálogo el mayor de los riesgos.
Tú bisel, bisagra, ángulo, eres,
allí el nudo ciego de la lid, del combate
entre lo que intenta revelarse, obtener,
y lo que trata de poner al hombre al amparo
de lo que no podría soportar.
Por eso, para hablar de tu cabello, quise
resistir hasta ahora. Para decir
que está detrás de ti como un árbol
y como un árbol mucho follaje y sombra esparce.
Para ocultarnos lo que nos haría enrojecer y temblar:
el ajetreo de los ángeles, las poleas de lo monumental,
y al Dios mismo en plena tarea, con las dos
media-lunas de sudor alrededor de las axilas.
A veces a ti misma te esquivamos.
Tratamos de cubrirte con palabras
y adjetivos espléndidos, por temor
a ver entre tus pliegues algo de lo desconocido,
pues ¿qué enorme compromiso no traería
haberlo visto aunque fuera una sola vez? Por temor
a conocerte demasiado, de llegar
a ser demasiado de ti y entrar en relación
con lo que quién nos dice cuánto no sería capaz de exigir?
Pero tú entretanto, así,
como una estrella dentro de su armadura,
sonriendo
pones a todo esto un nombre
animador y andadero: belleza.
Y haces que de esta lucha, de esta
cuerda tensa
no brote ni oigamos los cercanos, nada,
nada, sino esa nota pura a la que el corazón
en medio de su afán y su gemir pueda un momento
asirse.
Diciembre, 1945 — España
Pentecostés en el extranjero
Antaño, en la época de las participaciones,
después del tiempo pascual con sus cincuenta días
bien contados y plenos en su liturgia triunfante
(tal cual se nos presenta hoy bien estudiada y mal vivida)
el domingo siguiente a la luna llena del equinoccio de primavera;
el suceso tenía lugar:
Sobre el fondo en pan de oro
la ronda felina de las llamas
desvaneciéndose renaciendo
y una nueva forma de persuasión
en boca de esas gentes.
Lo claro
y lo oscuro. El murado yo voluntarioso con ceño de diamante
y el indefinido murmullo que se resigna fondo,
se conciliaban.
Hoy, el Espíritu Santo ya no es pan común
sino que cada uno oye al del otro, extraño al suyo,
zurear a su lado. Y ante cada rostro
afirmándose la desemejanza de otro rostro.
Y nombres propios.
Tortuosa, sonsacona, la zagala.
Detractor el prójimo rechinando a tu vera.
Difícil cada vez más la poesía. Y ni siquiera
el día bueno: frío, nublado. Sin el menor rastro de fuego.
Pero seguimos esperando. Con fe
no exenta de cinismo esperamos
el día de mañana
para contradecir al de hoy.
A su golpe vacío.
Así
los dos compatriotas (E. C. y
C. M. R.) sentados junto a Teresa, con su respectivo
cáliz y su manera peculiar de mirar a la mujer,
brindan en esa dulce reunión
a la áspera salud de ser diferentes.
Fiel cada cual a su distinta lengua roja
a su pentecostés privado
a su fraude provisional.
Porque es verdad que hacemos fraude.
Porque creemos en el Espíritu Santo hacemos fraude.
Porque aun a costa del fraude y de los juegos
de vocablos, continuamos
para perpetuar la amenaza
inventar la necesidad
mantener el peligro en pie
mientras retornan
esos tiempos que el hombre ya ha conocido antes.
Pentecostés, 1950. -Hotel de Bretagne, Rue Cassette, París.