Carlos Gabriel Montes

Si tú hubieras sido del sur, hoy supieras ser Dios

 

 

 

Ganador del Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero 2024
con su libro inédito La vieja costumbre de morir de poesía.

 

 

 

ALEJANDRA PIZARNIK

 

Suicidio: ingirió hasta la sobredosis pastillas de un barbitúrico
Fecha: 25 de septiembre de 1972

 

Perder el apellido en el preciso instante en que se llega a otras tierras,

pero no perder la costumbre de atar estrellas a los pájaros;

es quizá la única forma de recordar que venimos del vecindario

más precario de la palabra.

Alzar la voz como quien extiende un cordel para secar las ausencias

y cavar adentro, más adentro del subsuelo de la noche,

donde escondiste tu primera mentira que luego desenterrarías

convertida en un poema.

En ese lugar también el alba deja sus plumas impalpables,

esa que usa para confundirse entre pájaros

que huyen del sueño de las constelaciones, en ese lugar, he dejado

envuelta la última calle que nos dejó refugiarnos de la lluvia

cubriéndonos con su silencio.

Ahora que camino calles que no me reconocen, que me muerden

los tobillos y me ponen zancadas en el corazón para verte

caer entre el vuelo de músicas extranjeras.

Me siento forastero en la extensión de mis manos, y voy perdiendo

la identidad, las caídas, la memoria.

No recuerdo estas calles ni las estrellas de carne, solo tu rostro,

y es el único lugar donde voy a ciegas.

 

 

 

 

JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

 

Suicidio: Se pegó un tiro en la sien
Fecha: 28 de noviembre de 1969

 

Que se callen los patrones y que los niños tengan el

valor de contar sus sueños; wifalita, wifala.

Que el pan caliente no sea la cadena de las madres,

que las madrastras hallen un espejo a la medida de sus corazones,

en tanto tú cantas una canción como

un gorrión que se despide; wifalita, wifala.

 

Que tus sueños, niño de armas silábicas, se cuenten

entre todos los que desde la oquedad del barro rodean el término del frío

o trazan el epicentro de los pies descalzos; wifalita, wifala,

wifala, wifala.

Tayta, qué decir a la guitarra que presiente la humedad de las

paredes, la atadura del aire, el peso

de la frente que ha tocado el ayer; wifalita, wifala.

 

Huele a fuego desterrado, los rostros se toman entre sí

y se forma un continente alejado del cielo y como muestra

están las estrellas que inundan estas palabras temblorosas:

wifalita, wifala.

 

 

 

 

SI TÚ HUBIERAS SIDO DEL SUR, HOY SUPIERAS SER DIOS

 

Dios quiso viajar al sur, un viernes santo, entre la genuflexión

de la fauna divina.

Y como las nubes públicas estaban atiborradas de ángeles inclinados

al vértigo de las músicas corpóreas y la prodigalidad de los milagros,

se embarcó en la última estrella fugaz, una destartalada, a mitad de la noche.

Creyó poder ubicarse con facilidad, como lo hace en su búsqueda

de los más sórdidos pecadores:

De los que proclaman amor pintando en las alas de los huracanes

de los que le roban minutos al tiempo maniatándolo con lágrimas de serpientes,

de los que solo rezan para trepar la pared de la noche

en busca de floridas respiraciones, pieles humosas, besos trasatlánticos,

sexos pulposos, pechos abiertos y rostros sin diapasón;

nada que no se encuentre en una habitación barata de hotel para vírgenes

y santos clandestinos.

Llegó al sur y no supo por dónde salía el sol. Si por las alas de los pájaros

atravesados por constelaciones o la espalda de los suicidas.

De no ser por la muchacha que señaló sus hoyuelos,

se hubiera convencido de que el sol salía por las costillas crucificadas

del mendigo en alquiler.

 

Hizo su primera parada en Perú, y nunca se imaginó que el sur pudiera

ser una mesa de plegarias y dos o tres panes que un padre

unta con su silencio (un día más les dirá a sus hijos que ya comió

al comprarlos, mientras se traga sus flacas salivas).

También halló otra mesa de la que el pudor le hizo cerrar los ojos e irse

L            e          n      t       a    m  e n t e,

entre paredes ataviadas de autorretratos, fajos de billetes entre juramentos

patrióticos; esquivando cercos eléctricos, flores de vigilancia

y ladridos corredizos.

Pasó algunas casas y llegó a Chile, extrajo los perdigones de una estatua

herida y huyó de una turba de manifestantes o los brujos del lenguaje.

Llegó a un parque de Argentina y escuchó una canción sobre una mujer

que se suicidó hundiéndose en el mar;

quiso arrepentirse por haber llorado ese día y confundido una tormenta

marina con la voz de esa muchacha, pero los dioses no se arrepienten,

otros sufren la culpa.

Se regocijó en los acordes de una zamba, pero no podía quedarse por mucho.

Sintió una presión en el pecho al preguntar la dirección para llegar

a Venezuela. Cuando lo hizo, oyó una voz diciéndole

que no sería aceptado por ser imperialista de las confesiones.

Lo que Dios ignora es que América del Sur, rompiendo toda lógica,

incluso de un poema, es el norte de las cicatrices, del hambre sin dentadura,

de la sangre arrebatada al olvido, del eclipse al final del túnel.

Se podría decir simplemente que es el norte de la desgracia,

(pero Dios no lo sabe y por qué hacerle fácil el camino, si aún más difícil

que andar sobre el agua es hacerlo sobre las dudas).

Nadie le dijo que en Bolivia solo podrá ser cazador de hombres,

porque para pescador hay muchos sueños frescos perdiendo el aire

en las avenidas.

 

Dios llegó al sur y sintió inundársele el pecho

como si todos los mares se concentraran allí para oír los cuentos

que la abuelita liberaba como a pájaros enjaulados.

Sintió también un ataque de soledad al ver el abrazo de una madre

colgado en el cordel más de cien años, esperando que llegue el hijo que salió

a recoger inviernos para paliar su fiebre de amores fugaces.

 

El frío matutino del sur le hizo cometer su primer pecado capital:

contemplarse en el corazón de una muchacha en el instante

del desamor de los suicidas.

Dios la vio desaparecer como un rocío al galope entre un bosque

de pestañas soñolientas.

¿Cuál fue el pecado?  No pecó precisamente de vanidad, sí de envidia,

de no encontrar un espejo similar en su pecho.

Dios reconoció no conocer el sur.

No sabe que Brasil es el país más grande del mundo porque a alguien

de allá le cabe un millón de amigos en el bolsillo más pequeño.

Dios pasa por Ecuador, Colombia, Uruguay y Paraguay como si dejara

pistas para volver después del otoño de las banderas de guerra.

Reconoció que el sur no se encuentra entre su sien y el infierno,

ni en esos pequeños países que solo existen en el mapamundi del fuego abierto

o en las oraciones de los ensangrentados.

Reconoció que el sur no se encuentra en el llanto del agua, ni en el sexo

de los océanos, ni en la orilla de las nubes ancestrales, que no se encuentra

en el olivo de los puntos cardinales ni por la falsa

dirección por donde huyeron Adán y Eva.

Reconoció que era posible que el sur se encontraba en su costado,

¿en cuál de todos?

Aprendió a comer en la calle protegido por las arrugas de la anciana

que vende leche y dulce de mariposas.

Supo que en el sur el atardecer se va en muletas, que cada cierto

tiempo un temblor remece las columnas de palabras “libertad” y “democracia”.

Y es más bien el plañido del niño que nace cada cien años

y que por fin trae un puñado de invierno para su madre.

Entonces, Dios finalmente comprendió que el sur es él.

Caminó y caminó sin rumbo, al mismo tiempo que el sol se elevaba

de su espalda.

 

 

Carlos Gabriel Montes (Cusco, Perú, 1994). Comunicador social, poeta, escritor y artista marcial. Maestro en Educación, mención Educación Superior. Ha publica ... LEER MÁS DEL AUTOR