Devolver los salvavidas
MIGRANTE
Saliste de tu país con la valija de penumbras y el hueso de nuestros
muertos inocentes. Creés que soñás con la nada. Salíste de tu país
secuestrado. Donde estés dirán venís de Nicaragua, la patria del
terror, sudarios y fosas que emergen por los desterrados, uno a uno,
cruelmente traicionados.
NO BASTA FINGIR O IMAGINAR QUE SOMOS TIGRES
¿Se cansará la muerte del tigre y Jorge Luis Borges?
Simula un reo con su diminuto universo,
pero yo soy el atrapado por sus dientes.
Siento escalofrío. No pienso.
No intento poner mi mano sobre las rayas y su piel
creadas para lo brutal y la sobrevivencia.
La belleza me tiende una trampa, veo sus músculos,
mi cráneo, mis costillas, el desgarro.
No sé si salvaré mi corazón.
No sé si alzaré un látigo,
daré órdenes y con mando de rey
someteré mi temor a las bestias.
Para una niña, Borges y este tigre,
el oficio de matar es el acto con que se ama,
en otro mundo, el sacrificio de las víctimas.
Siendo niño anidé mi inocencia
en los tigres brillantes de los circos.
Hubo un día de tropiezos, zanjas
y cuchillos clavados en los troncos de los árboles.
Nunca supe de mi temor a la cuna del arbusto y el silencio
en la casa de madera y el misterio
porque ahí me esperaba el tigre de Lizalde.
Este animal y sus colmillos
equivalentes al tamaño del universo.
Quise mostrarle mis años débiles.
Blake no estuvo ahí para condolerse.
Sobrevivir no fue fácil mientras la baba y el aliento
rodeó mi existencia; olía a ceniza,
puso su lengua gruesa en mi carne.
Todo niño grita y tiembla,
todo niño no se salva de la muerte.
Todo niño no siempre conoce el espanto.
Todo niño huye y busca a sus padres
que habitan las selvas y observan lo invisible.
Yo defendí mi casa con firmeza y levanté una puerta.
le dije que mi voz no olía a sangre.
El tigre levantó sus zarpas,
hinchó la curvatura de su espinazo,
y tembló y tembló de ternura y hambre.
Le señalé afuera está la luz que urgían sus ojos,
estaba la pasión y su lucha contra el sepulcro;
estaba la imaginación para dar vida a otros tigres.
Y cayó de bruces con la fuerza
cortada por el filo de mis palabras
al ver que yo era hijo de otro tigre
y mis rayas como las suyas ahorcaban a un destino
que inútilmente asesinaba a su fantasma.
Por eso, para salvar a nuestro tigre
dijimos tigre, tigre, Blake, tigre.
El que arde, el que es la selva, el que merodea con espadas
los andamios, la noche y sus pasillos,
y los ojos que saborean
a los inmortales felinos que despojan
y dejan entre el junco su fuerza
y se alzan como libélulas o pájaros
para explicar la simetría
entre la libertad, la tumba y nuestra existencia.
Pero el terror es invencible.
No hay contragolpe que nos salve.
No basta fingir o imaginar que somos tigres.
Blake te pone en la mano un abismo,
un cielo y, para ganarle al infierno, un tigre.
UN ÁNGEL SURGE DE LAS CEBOLLAS
Tendrías que imaginar una góndola
que no espere a la luna en la piel de las gárgolas.
Diez o más ciudades serán tuyas.
Por tus temores caes a un foso y el cansancio
dice que eso no es admisible
al ver morir golondrinas en una taza de gelatina.
Invoca la sabiduría esencial de los arbustos,
si es necesario que las armas del apocalipsis
sean las viejas victorias del pánico
con su muchedumbre de incendios y silencio
que usan las guerras de quienes ríen sobre ruinas y cadáveres..
Hoy tu memoria es un osario que te persigue
y no vuelve a tu chaqueta mientras hay luna nueva
y las claves son ajustadas para no fallar con los misiles.
Ella no desecha tu góndola para ver el universal suicidio
ante una cama y dos osamentas engañadas por el destino.
En Venecia tú sospechas que la muerte nos acompaña
mientras en el refrigerador del supermercado
un ángel surge de las cebollas y te señala.
CONDICIÓN DE BORRACHOS CALLEJEROS
Entre estos borrachos un día estuvo mi padre.
El inglés Philip Larkin les preguntaría por qué no lloran.
Han pasado el tiempo en un buzón de nostalgias
y hunden sus uñas negras sobre la tierra.
Cuando me miran las paredes se mueven.
Ninguno sabe dónde ir, algo los condena a quedarse:
Un desgarro amoroso de caídas,
la mujer ajena que los quemaba,
el odio perenne de los hijos perturbados
o estar durante un siglo bajo el látigo del deseo,
los vicios y la lujuria o el desfalco de su existencia
que los ha hecho despreciables, con el peso oscuro de lo pobre.
Estos borrachos se exaltan como domadores olvidados
en una celda con tigres aruñándolos,
sin esperanzas, insulsos, malolientes a caña y tabaco agrio;
algunos, en harapos y repugnantes,
persisten en su destino y las blasfemias.
No los atormentan los viajes espaciales,
ni si en verdad llegaron los gringos a la luna,
ni la sangre del mundo en Kosovo.
Son como piedras y algo de musgo,
apilonados, con grietas en cada ojo,
semejantes a cruces rústicas en los camposantos.
Philip Larkin, sin ofenderlos, les diría: “viejos tontos”.
EL GRILLO
A la hora del silencio, el grillo dice:
Nazca en mi mano su lenguaje con vino y penumbras.
Su voz se meta en el corazón de mis hijos
y me deje nostálgico, cuando el tiempo les herede
bajo los pies un barrio y mi vida.
El grillo no oculta su canto.
Lo escucho en los Beatles o los pisos musicales
que golpean los dedos de Beethoven.
Mis hijos han crecido, hasta entonces,
con dos grillos secretos en sus bolsillos y los sacan, únicamente,
para dedicarme sus pensamientos o el retrato de los recuerdos.
Cuando ellos van alejándose, de lo que estuvo en la sala y la nostalgia,
el grillo los ve grandes en la distancia y me narra cómo han pasado los años
con una ventana y los adioses que no son para siempre,
o indican el peso amoroso de esos hijos en mis hombros.
El grillo yace en la mesa blanca.
He construido una diminuta estatua de aire
para que cuando despierte, en un acetato de Pavarotti,
crea que todavía canta, canta y canta.
DEVOLVER LOS SALVAVIDAS
Esta noche, con el tono oscuro,
acompañado por mi silencio,
la idea del universo, en sus extremos,
dice es inmenso, infinito.
No sé si mañana signifique lo mismo.
Hace algún tiempo,
un ejército de sospechas ha hecho de mis días
un campo a ras y desolado.
Me ha dolido desechar algunas ideas
Fueron, por mi devoción hacia ellas,
como besar o extrañar a los padres
o, por una razón de fe,
algo tan simple y decisivo
como ver el amor, en fila, de las hormigas
que llegarán encendidas a los túneles
y se saciarán de luz con sus feromonas.
Es cierto, el mundo nos empuja
a zonas profundas y antónimas.
La razón y uso del crimen,
la negación a indagarse a partir de los errores,
la intimidad de ver tu utopía prostituida,
te da un golpe de mazo en el cerebro.
Pero siempre fluirá el agua,
mientras la mire un lirio
o, desde su sombra, un pájaro.
Esta noche se necesitará un fórceps
para salvarle el corazón a un hombre justo,
que intenta otros caminos.
Esta noche imaginaré una playa
y veré cómo un barco lanzará bengalas
ante el inminente naufragio.
Y a nadie le importará
ir a su casa y devolver los salvavidas.
AHÍ EL GATO MIRA Y NO SOY YO
Ahí el gato mira y no soy yo,
no, no soy lo que devora bajo la pata izquierda
y el óxido punzante de la noche.
Espera a que roce sus vigores para el zarpazo
de un Baudelaire ávido de humo y los infiernos.
Ahí la pecera con bruma
haciendo filetes de coi y cuatro colas
que el vidrio finge ser ángeles viscosos,
precipitados por saltar y romper
la armadura de sus agallas en el porcelanato.
Ahí un parche de inexistencia o piedad
que huele a capas acres
fosilizadas por el frío y los cuerpos
de quienes tropiezan en una taberna
y traen las bolsas cargadas con purgatorios,
la depresión o la tristeza.
Ahí la sorda luz y su colina
con elefantes y cancerberos afilando
la mandíbula sin triturar
el intestino de lo místico
aferrado a un mesías de cemento
y los textos dudosos de antiguos escombros.
Ahí lo que te oculta del dolor o nombra
la botella incolora del vinagre
y el temido lanzazo clavado
en lo que aún te queda del costado
para exhalar vaho y muerte
en la fisura del miedo o la peste.
Ahí la imagen de una rueda de hierro
zumbante e inocente,
con velocidad de infancia
o la manía ingenua de tocar el sexo
delicado y prohibido
porque la norma fue
para cada cosa un tiempo.
Ahí las deidades obesas y mudas
que anhelaban hartarse y violar
hasta el cansancio de los siglos.
Ahí un agujero negro devuelve
tus caballos y soldados plásticos,
tus arroyos, tus rendijas prohibidas,
tus círculos de esquinas y borrachos,
tu orfebre voluntad de romper hidrantes
para anegar de pánico a los incendios
mientras esperas a que nos sepulte el holocausto.
Ahí el gato mira y no soy yo,
solo hay una “taza con sopa”