Boris Pasternak

Cartas a Renata

 

Por Armando Roa Vial

 

El filósofo André Comte-Sponville afirma que la correspondencia se desplaza entre la palabra y el silencio, que se escriben cartas cuando ya no es factible “ni hablar ni callar”.  Ese territorio escurridizo admite, también, otros desplazamientos, como el contrapunto entre ausencias y encuentros y entre tiempos espacializados por la distancia. Se sabe que la naturaleza del género epistolar es diversa y sus notas múltiples, aunque éstas comparten quizá un mismo aliento y una misma vocación: escribir para poner delante de uno el rostro de otro. Digamos, además, que nuestras horas más íntimas, cuidadas con celo y fervor, al sumergirse bajo la tinta y ser garrapateadas en el papel, se adivinan más despojadas y sinceras, sometidas al escrutinio de un destinatario al que se añora y que carga al lenguaje con el máximo grado de significación, lenguaje con hambre de presencia.  Es lo que se palpa, por ejemplo, de una somera lectura de Cartas a Renata  de Boris Pasternak, un volumen casi secreto, de circulación fantasmal, editado en Guadarrama en 1968, y cuyo presentador, el escritor rumano Vintila Horia, califica como la mejor obra de Pasternak después del Doctor Zhivago. Cito a Horia:

“Parece un cuento. Y lo es. En el sentido de que todo cuento, el más fantástico y aparentemente irreal, echa sus raíces en la realidad. Las cartas de Boris Pasternak  que aquí publicamos pertenecen también a esta doble perspectiva de la vida, hecha de encuentros, de pequeños estallidos cotidianos, de aventurosos  cruces de fronteras, los cuales, enfocados bajo su simple unicidad cotidiana, no quieren decir nada o muy poco. Reunidos en un volumen, en algo que los aúne y los haga perceptibles en su común significación ascensional se transforma de repente en una novela, quiero decir en un conjunto simbólico y representativo, en un peso vital”[1]

Boris Pasternak fue una de las figuras intelectuales  más emblemáticas de la guerra fría. Reputado narrador, poeta y traductor de la generación dorada de Ajmatova y Mandelstam, alcanza el cenit con la novela Doctor Zhivago, publicada en Italia para sortear la prohibición impuesta por las autoridades soviéticas, con las que mantiene una pugna enconada. Obligado a rechazar el Premio Nobel en 1957 bajo amenaza de expulsión de su Rusia natal, será objeto de vejaciones que terminarán por debilitar aún más su ya escuálida salud. Morirá en 1960. Este período final, de intenso dramatismo, será el escenario de su relación epistolar con la joven Renata Schweitzer, una talentosa poetisa y traductora alemana. La historia se gesta en 1958, cuando impresionada por un artículo de Gerd Ruge sobre Pasternak y luego por la emisión radial de un capítulo del Doctor Zhivago, Renata se anima a escribirle enviándole además una fotografía y un poema sobre la pasión de Cristo el día viernes santo. La respuesta de Pasternak, desde la cama de un hospital, no se hará esperar y, a partir de ese momento, se desarrollará un intenso epistolario que sólo habrá de interrumpirse cuando Renata se entere, nuevamente a través de la radio, dos años más tarde, en mayo de 1960, de la muerte de Pasternak.

Sorprende en esta correspondencia la inmediata y arrebatadora compenetración emocional e intelectual  que se produce entre Boris y Renata, derribando barreras de edades, formaciones o distancias. Vaya este botón de muestra de la apasionada pluma de Renata:

“¡Ay, si pudiera transmitirle lo que significa para mí contemplar y recibir las líneas escritas por usted! Me avergüenza y me alegra al mismo tiempo que me haya considerado digna de contestar, a pesar de su enfermedad y sus sufrimientos. ¡Daría cualquier cosa por tener la posibilidad de llevarle unas flores a la sala del hospital, si pudiera aliviar sus angustias!…”[2]

El lazo confidente de Boris y Renata, la ternura que palpita y relumbra detrás de cada palabra de esta correspondencia, inyectándole sentido y pertenencia a una amistad cuyos contornos son a veces desdibujados por el entusiasmo, interpelan la fantasía del lector. Es sugerente que Pasternak, a poco de iniciado el intercambio de cartas, le escriba a Renata:

“Mi ternura hacia usted hace ya mucho que ha ido más lejos de lo que expresa el lenguaje de mis tarjetas. Mis cartas me parecen artísticamente pobres y frías. Conservemos, no obstante, estas fronteras. Vamos a quedarnos entre ellas…” [3]

Las barreras, sin embargo, van a aflojar por lado y lado. La admiración recíproca se irá tiñendo de una intimidad apasionada. Así, por ejemplo, el primero de julio de 1959 Renata le subraya:

“Todo el domingo último estuve pensando en ti. Era incapaz de hacer nada, y permanecía sentada ante tus cartas a lo largo de media noche. Durante todo este tiempo la felicidad y la desesperación desfilaron de nuevo ante mí.”[4]

 Pasternak no se queda atrás. El diez de diciembre de ese año le confiesa a Renata:

“Con qué palabras debo darte las gracias por la carta, por la vela de Navidad, por Li Tai Po, si con tanta preocupación y cuidado rodeo todas las palabras de amor, para no colocarme en el camino de la traición y la infidelidad. Quisiera decir que te beso y te abrazo, pero la imaginación de la escena se me hace tan viva que casi tiemblo”. [5]

El camino es largo y sinuoso. Boris y Renata construyen una guarida epistolar que por momentos parece blindarlos de las  dificultades de la guerra fría, con la amenaza constante de las autoridades soviéticas sobre la suerte de Pasternak. Renata Schweitzer se convierte entonces en un remanso pacificador. Son muchas las afinidades electivas entre ambos. Están las lecturas compartidas, diversas y urgentes, desde Calderón a Rilke y Thomas Mann pasando por Lenau, Rilke o Ibsen; está, asimismo, el gusto por la traducción, aunque ambos no sean los mejores traductores de sus propios sentimientos; está, igualmente, la pasión por la música, tan importante en la formación espiritual de Pasternak desde la época en que estudiaba con Alexander Scriabin en el Conservatorio de Moscú. Son afinidades cinceladas desde los mutuos y sinceros asombros, sin artificios ni segundas intenciones;  por eso el lazo que los reúne se desenvuelve rotundo, lejos de máculas o dudas. Pasternak, como se sabe, vivió fracturado entre el tenue vínculo afectivo que lo ligaba a su mujer y la apasionada relación que sostuvo con su amante Olga Ivinskaya, traductora y escritora, fuente de inspiración del personaje entrañable de Lara en Doctor Zhivago.   Renata, informada ya de ambas, las conocerá personalmente en su anhelada visita a Pasternak, hacia 1960, cuando éste ya se encontraba en las postrimerías de la vida. A Renata le revela el contraste entre “la apasionada solicitud” de su mujer, organizadora rigurosa del hogar que “merece el cariño, la gratitud y la admiración”, y la estimulante presencia de Olga, encarcelada y deportada por su culpa, encarnación de “la alegría de vivir y el propio sacrificio”.  En medio de este “contrapunto amoroso” en el que adivinamos a dos mujeres muy fuertes, se desliza la figura algo más frágil y etérea de Renata, con mucho de musa en el sentido original del término, a saber, guardiana de la memoria del poeta.

La relación entre Pasternak y Renata es, desde el comienzo, muy intensa. Esa intensidad se verá acrecentada después del encuentro cara a cara en la aldea del poeta, tras una fervorosa espera de meses, y no cesará hasta la muerte de éste.   No sé si estamos ante “un idilio platónico”, como sostiene Vintila Horia, y más aún, si se puede aventurar nombres o categorías ilusorias. Uno sólo podría decir que las sutilezas del corazón, sus meandros inexplorados, encuentran en cartas como éstas el cauce  de la gran literatura, esa que no es ajena a la vida, que se nutre de  voluntad y emoción humana. Y es que la palabra aquí se alimenta del recuerdo devoto, de la esperanza concentrada y sobria, de la vocación que no alienta un modelo claro y distinto. Hay, por momentos, un erotismo latente, que a  veces se adivina en un encabezado, a veces en un giro lingüístico, una cita o en una despedida, siempre con pulcritud y comedimiento, sin sentimentalismos de ocasión, erotismo alimentado por complicidades tan inapelables como sorprendentes, desde el gusto por las grabaciones de Wilhelm Furtwangler hasta lecturas diversas, poemas, paisajes y recuerdos.  Pasternak le dice:

“Mi proximidad a ti –llámala amistad o como quieras- permanecerá junto a lo que por fin conocerás por la carta. Si nuestra existencia del uno para el otro te parece una adquisición, se va a ensanchar y profundizar”.[6]

A Pasternak lo sorprende la muerte y la amistad con Renata queda trunca. ¿Cuál habría sido el destino de ambos de haber continuado la relación epistolar? Ante la ya debilitada linde entre el amor y la empatía nacida de la  admiración y la reciprocidad, ¿qué cauce habría buscado el sentimiento?  No lo sabemos; tampoco lo podemos conjeturar. Creo, sí,  que difícilmente la vida puede aspirar a la impoluta perfección del arte y por eso el vínculo entre Pasternak y Renata, aunque entrañable, al largo plazo, bajo el peso de las inevitables intrigas y dificultades cotidianas, o de la insalvable banalidad a la que todos nos asomamos, habría resultado más complejo, con menos inocencia y más desengaño quizá, aunque no por ello menos apasionado. Subrayo esto último porque cartas como éstas no son un ejercicio literario o testimonial; menos un cómodo pasatiempo: aquí la palabra es palabra al dictado de la vida.

 

 

 

Notas

1.Pasternak, Boris. Cartas a Renata, Ediciones Guadarrama, Madrid, 1968. Pág.9
2.Ibidem, pág. 22 y 23.
3.Ibidem pág. 46
4.Ibidem pág. 115
5.Ibidem pág. 142
6.Ibidem, pág. 69

Boris Pasternak (Rusia, 1890 – 1960). Poeta y novelista. Considerado uno de los cuatro grandes poetas rusos de la primera mitad del siglo XX, junto a Anna ... LEER MÁS DEL AUTOR