Blanca Varela

Degollado resplandor

 

 

Miguel Ángel Zapata
Notas de un Cuervo Anacoreta

 

Despegar los párpados significa morir, desprender de una
estrella. El ritual es breve, la entrega absoluta.
Blanca Varela

La poética de Blanca Varela supera el lugar común al optar por la “palabra eludida”, aquel silencio descubierto en su camino a Babel. El enigma frena un falso descubrimiento: no es el canto de las sirenas lo que la ensombrece, sino su terco silencio, ese necesario “degollado resplandor”.  Varela le corta el cuello a la aparente luz primera de la poesía superficial, sin ser exageradamente oscura. Ahí sus faros: Paul Celan y César Vallejo. De ambos asimila el silencio y la precisión, la exigencia fundamental de no decirlo todo en el poema, a pesar del dolor y la farsa de vencer el devenir incierto.

Han pasado diez años desde la muerte de Blanca Varela en Lima el 12 de marzo de 2009. La poeta peruana nos deja una obra contundente en la historia de las letras hispánicas contemporáneas.  Su poesía obtuvo varios reconocimientos importantes, como los premios Octavio Paz de Poesía y Ensayo (2001), el Federico García Lorca (2006), y el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2007). Blanca Varela no creía ni esperaba recibir premios para que su poesía fuera leída y reconocida. Los premios, entendió bien, pueden ser fugaces como la fama y el delirio, pero la poesía es un trabajo que se forja con ahínco, y su permanencia lo decide el tiempo.  Borges y Vallejo vislumbraron bien los juegos laberínticos de los premios y reconocimientos. La obra poética de Blanca Varela es todo un incendio de imágenes, una orfebrería inusual para estos tiempos difíciles. La trama de su poesía se mueve por varios entornos, y sería un error enfocarla exclusivamente desde la perspectiva del surrealismo.

Su obra poética la conforman poemas, no libros. A través de la madurez de la imagen su obra ha venido bifurcándose por varios ríos silábicos, pero siempre volviendo a su cauce original. Este retorno hacia la frescura y la complejidad de la imagen es la señal precisa de una poesía saludable y renovada. Es decir, la búsqueda de la imagen primigenia, el retorno hacia esa limpieza compleja del primer espejo de la infancia y de las primeras visiones comprueban su originalidad: “Está mi infancia en esta costa, / bajo el cielo tan alto”. Desde esta planicie el agua va a estar retornando a sus poemas constantemente. El agua vuelve, porque el agua es “inundación” y la sal es “llaga”. En circunstancias el agua llega a ser un elemento legible, y hasta su aparente transparencia se puede leer como un texto: “otras veces es agua/delgada o gruesa/ilegible”. O en otras ocasiones la fluidez es transformativa: “Como las líneas de tu mano/por donde corren ríos inmemoriales…”.

Por instantes, el agua parece estar presente intangiblemente en la naturaleza, y en otros momentos el agua se personaliza en un rostro: “El agua de tu rostro/en un rincón del jardín, / el más oscuro del verano, /canta como la luna”. El agua se multiplica y conceptualiza diversos elementos de su poética. Primero, puede ser la línea delgada que recubre el mar en la costa (una línea, un verso, un renglón, un tropo), o el agua que se divisa tras el horizonte. Por otro lado, puede ser semiótica y puede estar textualizada. Y también llega a la imagen del cuerpo, a través del rostro del amado. Esta transfiguración sugiere la imagen de la inundación y del desbordamiento. La inundación proviene del poder lunar y se fusiona con el agua (del mar, del río, de las lágrimas) para concentrarse en el ensueño y la memoria. Como se puede observar, sus primeros poemas nos hablan del perfil de la costa, mucha agua llena de palabras, un lenguaje salado y enérgico que busca su morada a ciegas. Su visión no tiende hacia ningún enajenamiento sino por el contrario es una búsqueda de la razón de la vida en sus distintos planos de actividad.

Lo excepcional de esta poética es que gira en contra de las teorías vacías de los que piensan que cuando el poeta madura se torna más oscuro. Varela parte de su conciencia frente al lenguaje, y desde esa plenitud recrea la realidad, y hace visible la trama de su poesía. El camino a Babel pasa, atraviesa el tiempo, no se queda en él para hacer historia ni recuento: pasa otra vez, lo deforma, y vuelve a la naturaleza. Por otro lado, dentro de su actividad discursiva terrestre y lunar, se observa la práctica de diversas formas poéticas.

En sus primeros libros inicia su trayecto con versos que tienden a la verticalidad, y de pronto, poemas en prosa, y vuelta al verso vertical, al poema largo, y la concisión de la brevedad. Es toda una caja de resonancias. En uno de sus mejores poemas “Camino a Babel” el recorrido es hacia el todo y la nada. Es un proceso de transfiguraciones que se van prolongando a lo largo del texto. La primera esfera es el lenguaje y el universo. Su tesón es la figura del mundo y de un hablante que vuela y aterriza en los exteriores de la urbe, en los interiores de la razón, y en los recovecos de la imagen de la casa. Allá Baudelaire, Sartre, aquí Vallejo. Son siete cantos que suben y bajan caminando hacia la nada del poema, porque según la concepción de Blanca Varela, el poema es un artefacto que está imantado por la naturaleza, el cuerpo y el lenguaje.

Su poesía no se parece a ninguna otra, si comenzamos, por ejemplo, a rastrear el poder verbal de Vallejo; diríamos que, en Vallejo, la casa y la imagen familiar (la niñez) tienen otra contextualización: su centro es la soledad y el vacío del lenguaje, la pérdida de tiempo del habla. Ahí sus sombras en Los heraldos negros (1919), y su refulguración en Trilce (1922) donde abunda esa fugacidad existencial, pero sobre todo el reencuentro con el espíritu y la soledad de la palabra poética. En Blanca Varela hay “un caos bullendo”. Lo novedoso es que aquí no hay olvido, no hay una huella ni un desdén o una memoria que el hablante desee retomar para sobrevivir. Blanca Varela tiene un ritmo que desarticula cualquier imagen fácil, esto se comprueba en el poema “Flores para el oído” donde el mundo es un eco de rosas, un sonido en la calle, un escuchar con cautela. Su poesía ha dejado un rigor enorme, difícil de imitar. En ella se combinan notablemente el resplandor (degollado) y el enigma de la palabra, formando un equilibrio que entretejen sus valses (criollos) y sus falsas confesiones. Ella creía firmemente que la música popular es otra forma de hacer poesía.

Versos largos o breves como luces controladas, poemas en prosa abriéndose al corazón sin tiempo continúan con esta música interior. Blanca Varela dijo en una entrevista con Claudia Posadas: “La música del poema es lo que va dando la respiración. Es algo que vibra en lo más profundo cuando escribo, más que buscar en lo exterior, busco armonía en el interior…la respiración del poema es el oxígeno del alma”. Su respiración es la vida que se bebe todo el oro de la poesía. Razón de sobra tenía Octavio Paz cuando se refirió a la poesía de Blanca Varela, como una “poesía contenida, pero explosiva, una poesía de rebelión”:

Al despertar
me sorprendió la imagen que perdí ayer.
El mismo árbol en la mañana
y en la acequia
el pájaro que bebe
todo el oro del día.

Estamos vivos,
quién lo duda,
el laurel, el ave, el agua
y yo,
que miro y tengo sed.

 

Tres poemas de Blanca Varela

De Luz del día

 

 

Del orden de las cosas

 A Octavio Paz

Hasta la desesperación requiere un cierto orden. Si pongo un número contra un muro y lo ametrallo soy un individuo responsable. Le he quitado un elemento peligroso a la realidad. No me queda entonces sino asumir lo que queda: el mundo con un número menos.

          El orden en materia de creación no es diferente. Hay diversas posturas para encarar este problema, pero todas a la larga se equivalen. Me acuesto en una cama o en el campo, al aire libre. Miro hacia arriba y ya está la máquina funcionando. Un gran ideal o una pequeña intuición van pendiente abajo. Su única misión es conseguir llenar el cielo natural o el falso.

          Primero se verán sombras y, con suerte, uno que otro destello; presentimiento de luz, para llamarlo con mayor propiedad. El color es ya asunto de perseverancia y de conocimiento del oficio.

          Poner en marcha una nebulosa no es difícil, lo hace hasta un niño. El problema está en que no se escape, en que entre nuevamente en el campo al primer pitazo.

          Hay quienes logran en un momento dado ponerlo todo allí arriba o aquí abajo, pero ¿pueden conservarlo allí? Ése es el problema.

          Hay que saber perder con orden. Ése es el primer paso. El abc. Se habrá logrado una postura sólida. Piernas arriba o piernas abajo, lo importante, repito, es que sea sólida, permanente.

          Volviendo a la desesperación: una desesperación auténtica no se consigue de la noche a la mañana. Hay quienes necesitan toda una vida para obtenerla. No hablemos de esa pequeña desesperación que se enciende y apaga como una luciérnaga. Basta una luz más fuerte, un ruido, un golpe de viento, para que retroceda y se desvanezca.

          Y ya con esto hemos avanzado algo. Hemos aprendido a perder conservando una postura sólida y creemos en la eficacia de una desesperación permanente.

          Recomencemos: estamos acostados bocarriba (en realidad la posición perfecta para crear es la de un ahogado semienterrado en la arena). Llamemos cielo a la nada, esa nada que ya hemos conseguido situar. Pongamos allí la primera mancha. Contemplémosla fijamente. Un pestañeo puede ser fatal. Este es un acto intencional y directo, no cabe la duda. Si logramos hacer girar la mancha convirtiéndola en un punto móvil el contacto estará hecho. Repetimos: desesperación, asunción del fracaso y fe.

Este último elemento es nuevo y definitivo.

          Llaman a la puerta. No importa. No perdamos las esperanzas. Es cierto que se borró el primer grumo, se apagó la luz de arriba. Pero se debe contestar, desesperadamente, conservando la posición correcta (bocarriba, etc.) y llenos de fe: ¿quién es?

          Con seguridad el intruso se habrá marchado sin esperar nuestra voz. Así es siempre. No nos queda sino volver a empezar en el orden señalado.

 

*

Calle catorce

Tú y yo caminando por estos mismos lugares. ¿Acaso es cierto? Teníamos que caminar exactamente treinta pasos para alcanzar las gradas y descender los cien peldaños, los cien peldaños que tenían mil años.

¿Acaso es cierto?

Abajo estaba todo lo que teníamos que alcanzar: nombres, palabras, cifras, horas de sombra, horas de luz, estaciones.

¡Qué compañía era tu mano, qué sombra – mi sombra – era tu cuerpo, unido a tu mano, siguiendo mi cuerpo; entre otras sombras y otros cuerpos! Siempre más lejos, sorteando la negra charca, la ululante canción de la urbe. Tú, hundido hasta la cintura; tú en lo alto, delgado, girando, pararrayos, terriblemente al rojo, dormido de pronto, lanzado a la oscuridad, tren fantasma, pitada colosal, alba de faro, cuarto de hotel. Tú.

Aquí estoy, aquí estoy en la calzada, comprando flores destinadas a morir.

Salúdame, señor, hombre gordo; señorita, mueve tu cuerpo, que parezcas viva, agita tu cabello de cartón en el aire de la muerte; que suenen tus pulseras, tu risa; abre las piernas, si puedes, y que la luz penetre tu vientre y seas una lámpara silbando en el túnel desierto.

No hay nada aquí, nada más allá. Por ello toma a tu pareja de la cintura y trata de no ser bailando, amando, lo que crees que eres tú; esa continuidad, silencio y oquedad y ruido entre ambos y ruido de arena que cae cuando dormida, apenas recién nacida, era el aire separándose, negro y blanco, negro y blanco, un papel sobre el rostro humedeciéndose con la respiración.

No respires sobre la memoria. Jardines de ceniza, hotel de muros frágiles, pirámides de gas, ordenada, simétrica desaparición hasta cuatro, tres, dos, uno, cero.

¿Volveremos tú y yo a recorrer estos mismos lugares?

¿Acaso es cierto?

Ascendemos los peldaños y será lo mismo. Y luego, sed y dolor.

Tomemos un café en esta cripta de neón. Como una cinta ruedan las palabras de tus labios imprimiéndose en mi memoria que pronto no será.

Siéntate conmigo en esta plaza fantasma, en esta ciudad fantasma y contemos todas las luces, no solo las que iluminan este fracaso sino las posibles.

¿Por qué no también la de esa estrella que será destruida mañana, reducida a una cifra en la negra pizarra celeste?

Suena un timbre, una sirena. Puerta giratoria por donde entro y salgo siempre al mismo lugar; escalera mecánica donde descubro que perdí las piernas hace tiempo en una guerra donde no estuve. ¿Fue una granada o una mirada de ira? Lo cierto es que aquí, en medio de la calle, agito mi campanilla de leproso y canto con una voz gangosa, de lázaro, las bellezas de la vida.

Sus finos zapatos de piel de culebra la llevan hasta mí y con mi dedo que es una aguja de metal, negra, perfecta, infalible, le muestro la carroña, el techo de desperdicios, la ulcerada nariz del poeta, y le digo una vez más a ella, a mi espantada sombra, que me acompañe un día más y un día más y un día.

 

 *

Plena primavera

Murió entre sus brazos, no sin mirarlo antes profundamente. ¿Todo estaba perdido? No. El día hacia ruido, ocupaba todo. Devolvía lo perdido ayer para siempre. Ya no había estrellas y hacía un calor de verano.

Lo muerto, muerto está. Hay que sembrar violetas alrededor de la tumba. Pronto vendrá el hielo y un cadáver sin flores es un fracaso.

Lo que miraba no existe más. Solo un fardo de seda y un rumor en la noche de la carne.

La vida trabaja en la muerte con una convicción admirable. ¡Qué ejércitos, qué legiones, qué rebaños combatiendo y pastando en ese campo de hielo y silencio!

Cada cual cobrará su pieza y las violetas tendrán lo suyo: azul profundo de una mirada definitivamente perdida. Y la tierra, el rojo de la sangre detenida. Y el aire, ahíto del festín, el vuelo seguro de quien sabe cerrar todas las puertas.

 

 

 

 

-Blanca Varela
Degollado resplandor
Poesía selecta (1949-2000)
Selección y prólogo Miguel Ángel Zapata
Editorial Universitaria/ Ediciones Altazor FVH
Marzo 2019

 

 

Portada Degollado resplandor Blanca Varela

Blanca Varela (Lima, 1926-2009). Es una de las voces poéticas más destacadas de América Latina. Ha publicado Ese puerto existe (1959), Luz ... LEER MÁS DEL AUTOR