Coro de las furias
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Para Peggy Mullet
Tengo ansias de espuma. Tumultuosa, que venga
con torrencial dulzura hasta la playa amarga
aún sin enjuagar seca y entumecida
de su propia impaciencia. Si al cielo le abruma
ese incesante verbo de un azul siempre igual,
tan inarticulado, su intranquila quietud
envenena las almas, que acaban por caer en
una esterilidad angustiosa y precisa
hasta desvanecerse: cuánto aún el mar debe
perfeccionar entonces alterándose inquieto
este aislamiento nuestro con la hostilidad suya.
La camaradería amable de su amado
ahonda nuestra envidia, mientras su indiferencia
nos empuja al suicidio. Persistentes recuerdos
de días esparcidos extreman su impaciencia
hasta una pasajera rebelión y enfatizan
la azarosa impotencia que siempre padecemos.
Mas cuando, enloquecidas y adornadas de espuma,
se nos lancen las olas con la ira del amor,
gimiendo un nombre extraño, agitando al llegar
súplicas reiteradas, en la euforia vivaz
de un oscuro deseo, bien podremos entonces
olvidar ese triste esplendor y jugar
a gusto hasta el momento en que exijan los dioses
una nueva, forzosa, desesperada calma,
y la espuma se muera y amainemos de nuevo
en nuestra catalepsia, soñando con espuma
mientras la arena seca aguarda otra marea.
1926
(Traducción de Faustino Álvarez Álvarez y Emiliano Fernández Prado)
CORO DE LAS FURIAS
Guarda, mi disse, le feroci Erine
Al principio lleguemos a él como en un sueño,
una ternaria presencia anónima,
la memoria ya caudal y resguardo del corazón podrido:
luego, que en el Hoy de la vigilia se verifique y parezca
de la esencia de su identidad la traza única,
Iscariote de si mismo, féretro del tacto vivo.
Luego detestará del año la caricia amplia y repetida
sin la espera del repudio,
celoso de l necia apatía o del reteso
de la constricción precisa.
Se hundirá en lo adocenado, no sea que la tensa energía
de la mente y su deseo
recuerde esas fieras o de las nuevas apariciones endosen
la zozobra desmedida.
Se acobardará al quedar sin hombría, consciente escara
la postrera piel del desollado: la desesperanza.
Con cuidado nutrirá su terror, inseguro
incluso del solaz de la muerte,
para impedir impotente
la dispersión del alma, el desgarro del seso.
17
A Mirna Loy
El mar cubre aquella isla
pues en los días apenas el sol alisa
un centón ensombrecido de algas cardadas
a la vez sobre el erial y el rastrojo,
me disgusta el seto de endrino hundido, la zanja inundada,
las puertas caídas de herrumbrosas bisagras,
la broza inmersa,
Los intrusos serán detenidos.
El mar cubre esa isla,
algas sobre muladares y labrantíos:
pero cómo reconozco el lugar
bajo las algas y la arena
que nunca habían estado en la tierra no lo sé:
un truco de la refracción,
en el agua un velo de luz se riza y se tiende
como la túnica luminosa de una mujer que se pasea
por su jardín a solas.
Rostro oval, cejas tenues de ojos dilatados,
una premonición en la andadura
de esta perseverancia subacuática
en un año particular
-pues no lo habías preparado para preservarlo
como un desquite, instada
por la economía de las pasiones.
Nadie dijo: está organizando
estas baratijas que su aversión recoge
en una trama seguida y perpetuada por la naturaleza.
Algas sobre el pastizal, mar sobre las algas,
no hay huellas en la grava.
Es probable que nunca vuelva a verla
y si la veo, recelaré del lazo como antes.
LA RUTA DE OROTAVA
Cuatro terneras blancas derrengadas
arrastran la carreta.
Oscilan mal atadas sus cajas rebosantes.
La punta cincelada de la vara, blanca y azul,
centellea delante, alta llama
blandida como lanza en la mano de un hombre
sin afeitar. Su pantalón de hilo
como él necesita un lavado.
Vedle la piel tostada por entre la camisa.
Va sin zapatos, y su sombrero está agujereado.
“!Hu, vaca! ¡Hu, vaca!”
dice staccato sin alzar la voz;
¡Adiós caballero” legato pero
en idéntico tono.
Camelleros subidos en monturas
con bozal, pican las botas contra los paneles
de una albarda vacía
y no contestan a los forasteros.
Cada uno con su reata de siete u ocho
cabeza a cola atados, cruzan
con el solo sonido de los duros cencerros,
el plip de la saliva que gotea
desde el bozal al polvo
y el murmullo de suelas en la arena ligera.
Lecheras, chicas dicharacheras entre
catorce y veinte años
o más jóvenes, lánzanse altivas en pequeños
asnos que trotan y rebuznan (arqueadas sus colas
unas pulgadas desde la raíz,
alargan cuello y quijada para convertir
sus tráqueas en trompetas),
charlan. Traqueteadas
cántaras tintinean. Las sonrisas
de las chicas repiten la curva del tocado de seda
negra bajo el mentón.
Sus sombreros son absurdos sombreros de muñeca
o de copa aplastada para llevar la carga.
Todas tienen hermosos ojos.
Podéis adivinar bajo el vestido
de algodón y la blusa su desnude mecida.
Cantan y ríen.
Dicen “¡Adiós!” tímidamente pero miran atrás
más de una vez, conociendo nuestros pensamientos
y compartiendo nuestros
deseos y la falta de fe en el deseo.
1935
(Traducción de Andrés Sánchez Robayna)