Attila József

Al borde de la ciudad

 

 

 

(Versiones al español de Fayad Jamís en colaboración con
András Simor, Mátyás Horányi y György Somlyó)

 

 

 

Elegía

Como el humo que vuela por el triste paisaje
condensándose plenamente bajo el cielo de plomo
flota mi alma
a ras de tierra.
Flota, pero no echa a volar.

¡Alma dura, suave fantasía!
que sigues las pesadas huellas del mundo,
mírate aquí, abajo,
contempla tu origen.

Aquí donde bajo el cielo otras veces tan líquido,
en la soledad de las amargas medianeras,
el silencio monótono de la miseria
amenazando, suplicando,
disuelve la tristeza condensada
en el corazón de los meditabundos
y la mezcla
con la tristeza de millones.

Toda la humanidad
se prepara, aquí donde no hay más que ruinas.
La hirsuta lechetrezna despliega su sombrilla
en el patio abandonado de una fábrica.
Por las delgadas escaleras de ventanas
pequeñas y rotas, descienden los días
a la húmeda oscuridad.

Responde tú:
¿eres de aquí
y por eso nunca te abandona
el grave deseo
de parecerte a los demás miserables
en quienes se atoró esta gran época
y en cuyos rostros todos los rasgos se deforman?

Ahí descansas, donde la coja empalizada
guarda y vigila,
gritando, el voraz orden moral.
¿Te reconoces? Ahí las almas
esperan, vacías, un futuro construido, hermoso, firme,
igual que sueñan las parcelas,
grave, tristemente,
tener alrededor casas altas que tejan
un rápido murmullo. Los vidrios rotos,
incrustados en el fango, miran con sus ojos fijos,
sin luz, los solitarios y sufrientes prados.

A veces caen de las dunas
dedales de arena…,
y algunas veces revolotea, zumbando,
una oscura mosca, verde o azul,
atraída de los paisajes más plenos
por los excrementos humanos
y los harapos.

A su modo pone aquí la mesa
la bendita madre tierra
que sufre, hipotecada.
En una olla de hierro crece yerba amarilla.

¿Sabes tú
qué desnuda alegría —la de la conciencia—
te atrae y te arrastra para que el paisaje te atrape,
y qué rico sufrimiento
te empuja hacia allí?
Así vuelve a su madre el niño
que rechazan y golpean en tierra extraña.
En verdad
sólo aquí puedes reír o llorar.
Aquí puedes ser dueña de ti misma,
oh, alma. Esta es mi patria.

 

 

 

Al borde de la ciudad

Al borde de la ciudad, en donde vivo,
al derrumbarse los crepúsculos,
vuela el hollín en blandas alas
como murciélagos pequeños
y se solidifica como el guano
fuerte y grueso.

Así se asienta en nuestras almas este tiempo.
Y como espesos trapos
de pesadas lluvias
lavan el mellado techo de hojalata,
en vano la tristeza borra de nuestro corazón
lo que está sobre él petrificado.

La sangre también puede lavarlo. Así somos.
Gente nueva, enjambre de otra especie.
Pronunciamos la palabra de otro modo, el pelo
se pega a nuestra cabeza de otro modo.
Ni Dios ni la mente, sino
el carbón, el hierro y el petróleo,

la materia real nos ha creado
echándonos hirvientes y violentos
en los moldes de esta
sociedad horrible,
para afincarnos, por la humanidad,
en el eterno suelo.

Tras los sacerdotes, los soldados y los burgueses
al fin nos hemos vuelto fieles
oidores de las leyes:
por eso el sentido de toda obra humana
zumba en nosotros
como un violón.

Desde que se formó
el sistema solar,
aunque es mucho el pasado
tantas gentes no nos han destruido, indestructibles:
armas y glorias, superstición y cólera
en nuestras moradas devastaron.

El vencedor futuro
jamás se vio humillado
como nos humillasteis
bajamos al suelo la mirada. El secreto
guardado en la tierra se abrió.

¡Mirad cómo se ha vuelto una fiera
la fiel máquina!
Frágiles pueblos crujen
como el delgado hielo de un charco.
Cuando la fiera salta, el revoque de las ciudades
se desprende, y el cielo retumba.

¿Quién doma —quizá el terrateniente—
al perro salvaje del ovejero?
Su infancia es la nuestra. La máquina
se crió junto a nosotros.
Es un manso animal. ¡Vamos, llamadla!
Nosotros conocemos su nombre.

Y dentro de poco ya veremos
como todos os arrodilláis y le rezáis
a ella que no es más que vuestra propiedad.
Pero ella sólo lame
a aquel que le dio de comer en la mano.

Henos aquí, desconfiadamente unidos
los hijos de la materia.
¡Levantad nuestro corazón! (Él pertenece
a aquel que lo levanta.)
Tal fuerza sólo puede poseer
quien está lleno de nosotros.

¡Izad el corazón por encima de los talleres!
Un corazón tan grande y cubierto de hollín
sólo han visto aquellos que han mirado al sol
asfixiándose en su propio humo, aquellos
que han escuchado palpitar
las galerías profundas de la tierra.

¡Izad el corazón! Alrededor de esta tierra dividida,
la empalizada llora, se marea y tropieza
al soplo de nuestro aliento
igual que cuando se desata la tormenta.

¡Soplemos en ella, izad el corazón,
que humeé allá arriba!

Mientras llega la claridad,
nuestra capacidad maravillosa, el orden
con que la mente concibe
la finita infinitud,
las fuerzas de producción por fuera
y los instintos por dentro…

Al borde de la ciudad chilla esta canción.
El poeta, el pariente,
mira y mira cómo cae el hollín blando, espeso,
que cae y que cae
y se solidifica como el guano
fuerte y grueso.

La palabra chirría en la boca del poeta,
pero él, ingeniero
de las maravillas de nuestro mundo,
penetra en el futuro consciente
y construye dentro de sí —como después vosotros
afuera— la armonía.

 

 

 

Oda

1

En la luminosa roca estoy sentado.
Vuela la suave brisa
del joven verano
igual que la tibieza de una dulce cena.
Al silencio acostumbro
mi corazón (no es tan difícil).
Todas las cosas desaparecidas en torno mío
se reúnen mi cabeza se inclina, y cuelga
mi mano.

Contemplo la crin de las montañas.
Brilla en todas las hojas
la llama de tu frente.
En el camino, nadie, nadie.
Miro cómo tu falda
ondea al viento.
Bajo los frágiles follajes
tiemblan fugaces tus cabellos,
vibran tus blandos senos un instante
y, mientras el arroyuelo Szinva corre,
miro surgir una vez más
en los guijarros redondos y blancos
de tus dientes, la sonrisa de un bada.

2

¡Oh cuanto te amo,
a ti que has logrado hacer hablar a la vez
a la intrigante soledad
que está tejiendo su trama
en los resquicios más profundos del corazón,
y a todo el Universo!

Tú, como una cascada huye de su ruido,
me abandonas y corres silenciosamente,
mientras yo, entre las cumbres de mi vida,
próximo a la lejanía,
retumbo, chocando en la tierra y en el cielo,
y grito que te amo,
¡mi dulce madrastra!

3

Te amo como el niño ama a su madre,
como las mudas fosas a sus profundidades.
Te amo como las salas a la luz,
como el espíritu al fuego y el cuerpo al descanso.
Te amo como los mortales aman la vida,
hasta que mueren.

Tus movimientos, tus palabras, todas tus sonrisas,
acojo como la tierra los objetos que caen.
En mi imaginación mis instintos te penetran
como al metal los ácidos.
En mi mente tu imagen hermosa y amada, tu ser,
colma todas las cosas esenciales.

Los instantes pasan, ruidosos,
y en mis oídos tú estás muda.
Las estrellas descienden y caen,
pero tú te detuviste en mis ojos.
Tu sabor, como el silencio en una gruta,
flota enfriándose en mi boca.
Y sobre el vaso de agua tu mano
con sus venas tan finas
que apenas se vislumbran.

4

¡Oh!, ¿qué materia soy yo
que tu mirada me corta y me transforma?
¿Qué alma y qué luz
y qué fenómeno de asombros,
que pudo recorrer en la niebla de la nada
los paisajes sinuosos de tu fértil cuerpo?

Y como el verbo en una mente abierta,
yo puedo descender a sus misterios.
Tu red sanguínea, como los rosales,
tiembla sin cesar.
Ella conduce la corriente eterna
para que surja el amor en tu rostro,
para que tu matriz tenga un fruto bendito.
El suelo sensible de tu vientre
está bordando de raíces pequeñitas, hilos finísimos,
que se anudan y desanudan
para que las células que tus humores recojan sus
enjambres,
para que los bellos arbustos de tus frondosos pulmones
canten sus propias glorias.

La eterna materia pasa felizmente
a través de tu cuerpo, por los túneles de tus intestinos,
y la escoria recibe una vida plena
en los pozos ardientes de tus férvidos riñones.
Colinas onduladas se levantan,
constelaciones se estremecen en ti.
Lagos se mueven, fábricas trabajan,
hormiguean un millón de animales vivientes,
el insecto
y el alga,
la bondad y la crueldad;
un sol brilla, se nubla una aurora boreal.
En tu sustancia se desplaza, errante,
la inconsciente eternidad.

5

Como coágulos de sangre
caen hacia ti
estas palabras.
Tartamudea la existencia.
Sólo la ley es un claro discurso.
Mis órganos laboriosos, que día tras día
me dan vida, ya se preparan
a callar para siempre.
Pero todos clamarán hasta entonces.
¡Oh, tú, escogida entre la multitud
de dos mil millones de seres humanos;
oh, tú, la única,
suave cuna, recia tumba, lecho vivo,
acógeme en ti!

(¡Qué alto está el cielo del amanecer!
En sus minerales relucen ejércitos.
El gran resplandor deslumbra mis ojos.
Sé bien que estoy perdido.
Escucho cómo chirría y palpita sobre mí
mi corazón.)

6

Canción añadida

Me lleva el tren y yo sigo tus pasos
Tal vez hoy mismo estés entre mis brazos
y tal vez se enfriará mi rostro ardiente
o tal vez tú me digas suavemente:

“Te espera el agua tibia, ve a bañarte.
Toma la toalla, puedes ya secarte.
La carne se está friendo, te hartará.
Donde mi lecho está, tu cuerpo está.”

Attila József (Budapest, 1905 - Balatonszárszó, 1937) es uno de los grandes pilares de la literatura húngara del siglo XX. Hijo de una familia humilde ... LEER MÁS DEL AUTOR