Ariel Dorfman

Palabras desde el otro lado de la muerte

 

 

 

 

 

Diez minutos

 

Me siento aquí en el patio detrás de nuestra casa en Durham,

aquí en Carolina del Norte, lejos del país natal, lejos de Chile,

mirando el gran árbol, el gran pino que está muerto

y necesita ser talado.

Ayer el hombre dijo que vendría hoy

sin falta

en algún momento entre las cinco y las seis de la tarde, dijo,

y dije que sí, que estaría aquí, que venga,

y es así que me encuentro esperando al hombre del árbol,

miro y observo el bosque que rodea nuestra casa

mientras espero que pase por acá el hombre del árbol,

el hombre que va a venir a tumbar ese árbol muerto.

 

El sol se está poniendo, bajando por el horizonte detrás de mí,

bajando por la corteza oscura clara del árbol la luz se desliza

durante diez minutos minuto a minuto claro y oscuro.

 

Ha crecido en este suelo desde antes de que esta casa fuera construida

antes de que yo naciera.

¿Puede tener la edad, vieja, vieja, de mi padre?

Noventa y cuatro años, eso ha vivido mi papá.

Mi papá que vive solo en Buenos Aires desde que murió mi madre.

Lo llamaré esta noche.

 

Hay autos que pasan por la calle cercana.

Mis ojos no se hacen cargo de su movimiento.

Están fijos en el árbol que no han venido todavía a derribar.

Un pájaro solitario, silencioso, vuela sobre mi cabeza.

Otro pájaro parlotea, regañando, se queja, lo sigue.

Solo una vez fluye una brisa

por las hojas tan verdes de otros árboles,

se va demorando antes de llegar a mí mientras observo el árbol que ha muerto

pero de alguna manera aún se mantiene tan erguido, tan lleno de cielo.

Puedo escuchar un avión allá arriba y el cielo es una tiza pálida de azul

claro tan claro y sin embargo sin que se vea un avión, ningún avión

cuando levanto la cabeza y miro el cielo vacío y sin promesas.

Solo el sonido.

Y pájaros, pájaros de repente. Ni uno aterriza en el árbol, ni uno.

¿Lo saben? ¿Se dan cuenta?

 

Son ya las seis y el hombre no ha venido.

Nada ha pasado. Nadie ha llamado a la puerta.

Ni siquiera sonó el teléfono.

 

Tendré que esperar, supongo, a que venga el hombre,

el hombre con su sierra, que venga y mire arriba, hacia el árbol

y me diga cuándo lo va a derribar.

Supongo que tendré que esperar.

 

Es tan silencioso que casi puedo escuchar cómo el mundo gira.

Casi.

 

Supongo que tendré que esperar.

 

 

 

 

Adiós a las montañas

 

Para John Berger, este poema que escribí dos semanas antes
de su muerte, sin saber que estaba muy enfermo

 

Ven a las montañas, dijiste,

pero nunca vine, nunca fui a verte.

Me quedé en las ciudades

sentado en mi escritorio crepuscular de sueños

albergado en mis libros y su abundancia

cautivado en demasía por los premios y las peticiones

y por los habitantes de la alabanza vacía

para encontrar el tiempo para responder, John,

a esa invitación con mi cuerpo,

recordando lo que dijiste,

que tu espalda sea fuerte para la cosecha,

ven a ver a los hombres labrar y arar

la puerca tierra para la escasa medida

de papas y trigo que no serán para sus bodas,

robadas las papas, robado el trigo y cultivos

por mercaderes e inspectores de impuestos

y por las fatigas del tiempo y las colinas,

ven a verlos

con la esperanza entre los dientes

ven antes de que sea demasiado tarde y no haya

nada

para ver ni cosechar

llorar

antes de que estos hombres y las mujeres

que ordeñaban las vacas hasta que estaban secas

y movían las moscas de sus ojos enmudecidos,

ven acá antes de que desaparezcan adentro de las ciudades

donde los pasarás por calles y ventanas

y no sabrás dónde nacieron,

de dónde huyeron y cómo sangraron

o quién o quiénes o a quién amaban

dentro y fuera de la muerte,

ven, amigo mío, aquí nos vemos,

antes de que sea demasiado tarde,

demasiado tarde para ellos y demasiado tarde para ti.

 

Pero nunca vine, John, nunca fui

a verte a las montañas.

 

 

 

 

Los demás compañeros de la celda están dormidos

 

Tú entras a la única habitación

de la casa

y no prendes la luz

para no despertar

a los niños.

Te sacas la ropa en la oscuridad

y extiendes la mano bajo la frazada

hasta sentir el cuerpo tibio y dormido

de la más pequeña,

la que yo no conozco,

la que nació después.

Te quedas así, desnuda,

sin meterte a la cama,

con los ojos abiertos

casi tocando la respiración

de nuestros hijos.

Mañana tendrás que ir al juzgado

y te dirán que no,

mañana tendrás que buscar trabajo,

mañana tendrás que pedir fiado,

y siempre que no, que no,

que vuelva

mañana,

pero calladitos, no vamos a llorar

—no tengas miedo

puedes hacerlo

todo el mundo duerme—

porque la oscuridad está llena

de niños.

 

 

 

 

Despedida y amanecer

 

Para las familias de Francisco Gomes de Medeiros,
Alfredo Villatoro y Regina Martínez, periodistas ejecutados

 

Aunque sea la última palabra que escriba, mi amor,

aunque sea la última palabra,

aunque sea la última, mi amor,

la última mía,

la última tuya,

la última que leas,

la última verdad

que sea y que leas,

la última que viva,

la última que escriba,

la última que viva y respire y escriba,

no voy a cejar, mi amor,

no vamos a dejar

que venza

la insanta muerte

y la feroz resaca de la maldad.

 

Esta es mi casa, tu santa tierra,

la única que nos queda

como defensa,

mi palabra como única ofensa

contra la guerra,

aunque sea la última que escriba, mi amor,

la última, la última, la última palabra

que sea, por pequeña que se vea, por lejana que se lea,

contra la insanta muerte insana,

solo queda esta verdad

como única defensa de tu pobre tierra humana,

esta palabra,

aunque sea la última,

aunque sea la última palabra,

aunque sea la última que escriba, mi amor,

mi país, mi comarca, mi familia, mi comuna,

aunque sea la última ventura,

aunque sea la última, mi amor,

aunque sea

aunque sea

aunque sea

la última ventana

en nuestra casa que se quema.

 

 

 

 

Testamento

 

Cuando te digan

que no estoy preso,

no les creas.

Tendrán que reconocerlo

algún día.

Cuando te digan

que me soltaron,

no les creas.

Tendrán que reconocer

que es mentira

algún día.

Cuando te digan

que traicioné al partido,

no les creas.

Tendrán que reconocer

que fui leal

algún día.

Cuando te digan

que estoy en Francia,

no les creas.

No les creas cuando te muestren

mi carnet falso,

no les creas.

No les creas cuando te muestren

la foto de mi cuerpo,

no les creas.

No les creas cuando te digan

que la luna es la luna,

si te dicen que la luna es luna,

que esta es mi voz en una grabadora,

que esta es mi firma en un papel,

si dicen que un árbol es un árbol,

no les creas,

no les creas

nada de lo que digan

nada de lo que te juren

nada de lo que te muestren,

no les creas.

Y cuando finalmente

llegue ese día

cuando te pidan que pases

a reconocer el cadáver

y ahí me veas

y una voz te diga

lo matamos

se nos escapó en la tortura

está muerto,

cuando te digan

que estoy

enteramente absolutamente definitivamente

muerto,

no les creas,

no les creas,

no les creas,

no les creas.

 

 

 

 

 

-Ariel Dorfman
Palabras desde el otro lado de la muerte
Colección Visor de Poesía
España, 2023

 

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Ariel Dorfman (Buenos Aires, 1942). Es un escritor chileno cuyos libros han sido traducidos a más de cincuenta idiomas y sus obras teatrales, entre ellas ... LEER MÁS DEL AUTOR