Araceli Mancilla Zayas

La casa del ciervo

 

 

(Fragmentos)

 

 

El fin de la poesía es recordarnos
Cuán difícil es ser una sola persona,
Pues tenemos la casa abierta, no hay llaves en las puertas,
E invisibles huéspedes entran y salen a su gusto.
Czeslaw Milosz

 

 

 

¿QUÉ ES LA ARMONÍA DEL MUNDO, CIERVO?

 

¿La has sentido en tu cornamenta?

 

¿Se ha desnudado frente a ti con su golpe de luz

cuando un bosque de niebla se va poblando

mientras llueve sobre helechos centenarios

en el sendero al que nunca volverás?

 

¿Cuando la neblina abrazada por la noche entra en tu mirada,

en medio de las tareas cotidianas,

a la hora en que los objetos se niegan a hablar,

pero no la armonía del mundo, que se instala como cuchilla,

como intrusa no llamada, y tampoco querida?

 

Porque, Ciervo, la armonía del mundo es la hoja que cayó sobre mi cabello

aquel otoño, en la entrada del balneario Lukács.

 

Fue un otoño de agua.

No podrías recordar: ibas creciendo, sin saber.

 

Aquella hoja encendida bailó apacible, cargando la desaparición.

Su llama vegetal, muy cerca del Danubio,

era la vida tendida ante mí.

 

Su descenso fue ir muriendo de una plenitud cumplida entre más moría,

más brillante entre más próxima a expirar:

algo que sólo necesita caer despacio, con levedad, desde las hayas,

posarse en el frío de la calle, en los cabellos de cualquiera

y ser mojado por la lluvia.

 

Así es como se puede ver las hojas convertirse en alfombra bajo tus pies, Ciervo,

mientras vas pisando, destrozando a tu paso la armonía del mundo.

 

 

EL CIERVO VA LENTO, TIENE SED.

Escuchamos un concierto para violín, de Bartók.

 

En medio de un bosque de encinos asediado por el heno

se detiene a mirar: ¿por dónde? se pregunta.

 

Siento la inquietud animal, pero no me preocupa.

 

El Ciervo titubea porque siempre sabe lo que seguirá.

 

En su cornamenta mi casa va segura.

 

El heno sobre los árboles nos da sombra.

Provoca sonidos de antiguos deseos,

de prosperidad a ras de tierra.

 

Me asomo un poco y estoy de acuerdo con la extensión

que hemos encontrado:

jamás terminaremos de recorrerla, ése es su límite.

Pero habrá que atravesarla para dominar el lenguaje de las

lianas, las tonalidades de su sequedad.

 

Adelante, Ciervo, le digo. La inmensidad es sencilla.

A perdernos. Vamos.

 

 

CIERVO,

te hallé de nuevo en una moneda africana.

¿Adónde vamos ahora?

¿De qué sirve caminar por las mismas sendas?

 

Ah, pero soy rutinaria,

voy saliendo para seguir atardeceres

que hacen flotar islas de nubes anaranjadas

en el fondo marino del cielo.

 

Voy hipnotizada.

Desearía sentarme sobre ellas, como si fueran balsas,

y dejarme ir,

¿adónde?

¿A la oscuridad?

 

Algunas veces estos atardeceres son de nubes blancas

y lastimosamente luminosas;

parece que se llevan toda la luz que le queda al mundo.

 

Y aquí me tienes, Ciervo, mirándolas.

Me he escondido porque pretendí una pequeña fantasía

fuera de tus parajes.

 

Un jaguar maduro pero muy travieso se acercó a mi muralla.

Logró entrar hasta mi dormitorio y tatuó en mi piel palabras

en otra lengua que decían “da paso al rumor de la maleza”.

 

En fin. Puede ser que el jaguar éste haya sido sólo un sueño

porque al día siguiente apenas quedaba de él una palpitación

en el jardín.

 

Ciervo,

bien que hayas venido a recogerme. El cansancio de las cosas

me habla de sitios que olvidé porque así convenía.

 

Olvidamos para no morir, y aun así morimos.

 

Cayó mi pisada cerca del monasterio franciscano donde busqué,

con el lobo, una canción que expresara el olor a caminata del sigilo.

 

Aquella mañana nadie transitaba por las calles de Szeged.

Sólo nosotros que seguíamos el camino a la estación, para volver.

 

Entonces apareció el monasterio, como un monje blanco

que estuviera llamándonos desde hace siglos.

 

En el césped las cornejas comían semillas de los sauces;

restos de desperdicios cubiertos por la hierba.

 

¿Cuántos pasillos recorrí con el lobo detrás mío?

¿Para qué?

 

Para saber que andar con otro es crear la propia sombra.

Qué a gusto puedes andar con ella, pero cuando te deja

quedas como un desollado.

 

Dame tu sombra, Ciervo.

Seamos dos sombras que se siguen

por los pasillos de un atardecer

que aún no existe.

 

 

CAMINANDO EN UN MERCADO, CIERVO,

hallo una pequeña eternidad.

El ímpetu de las personas es de los mangos,

las papayas y las piñas;

cantan bajito las semillas de ajonjolí, el amaranto;

más fuerte resuena el pescado seco;

me miran coquetos los nopales, las calabacitas,

la flor de calabaza;

húmedas verdolagas y quintoniles brillan llamándome.

Soy la gente que se concentra en comprar,

para un domingo, lo que habrá en su mesa.

La muchacha de las verduras recién se bañó.

Parece botón fresco de gardenia

cuando luce el ramo sostenido en su puño;

es la flor, al atenderme con agradable autoridad.

Voy andando por el pasillo estrecho del tianguis:

frutas, vegetales, animales son ofrendas

para quienes vamos buscando la tierra.

Convoca a hombres y mujeres.

A nuestros rostros baja el gozo de esa unión.

Llega a los sentidos el olor del acuerdo;

la textura de celebrarlo en el mercado.

Vemos reunido lo que es de todos.

En cada gesto y actitud, entre los puestos,

la entrega.

Sin conocernos recorremos su plenitud.

Sentimos uno al lado del otro.

Yo me entrego a su porción de infinito.

 

 

LEÍAMOS, CIERVO,

para vernos en el mundo.

El mundo de esa escritura que era también nuestro pensamiento.

Nos deslizábamos en las palabras de los textos como en un mar.

La emoción de hallarnos en ese territorio inabarcable

era la concentración de nuestras existencias.

 

¿Qué es la realidad? Nos preguntamos una tarde en que llovía.

Habitábamos, otra vez, una casa ajena, al fondo de un patio

de buganvilias.

Pero la idea se había plantado en un pequeño libro vertical

ahora en nuestras manos.

El mar vuelve,

siempre volverá…

Escribes mientras en la playa

nos persigue el viento.

 

¿Nos hemos seguido como se persiguen el aire y la luz?

Cuando veo la piedra en forma de corazón, tapizada de musgo, bajo el oleaje,

ya te encuentras en el extremo de la costa.

 

Yo me he sentado en los restos orillados de una ceiba y la espuma roza mis pies.

Crece la lunita de nácar centímetros más allá del pequeño árbol de coral, sobre la arena.

El agua refulge sobre una esfera de espinas negras.

Apenas te distingo: subes y cruzas las rocas de la ladera.

Un maguey gigante pende del acantilado, varios metros sobre de ti;

al dar la vuelta a la playa te perderé de vista.

 

“Pareces una alucinación”…

escribo en las alturas mientras una ciudad de nubes flota sobre el Golfo.

 

¿Qué es la realidad?

¿Has sido? ¿Serás eso?

 

 

UN PÉTALO DE LA FLOR DE IZOTE, CIERVO,

un pétalo.

Cómelo. Déjalo entrar en ti.

La flor es la luz, te he hablado de ella.

Has de subir y llegar conmigo a la montaña.

La cabaña seguirá en el mismo sitio.

¿Ves las sombras de sus cuerpos

a pesar de la oscuridad?:

las dos moviéndose. Detente.

 

Desde tu cornamenta, observo.

Ha llovido y la madera apilada

huele a senderos donde se camina la felicidad

sin saberlo.

No tengamos temor de la luna.

Si alguien nos descubre será incapaz de darse cuenta.

Nos confundirán con un aro de neblina.

 

¿Ves la estancia y la cama?

Han hecho fuego en la chimenea.

La mujer tiene sueño;

él retira el broche de su cabello y la recuesta.

La rama de izote es grande. Descansa sobre la mesa.

 

Esta choza se hunde entre montañas

y el horizonte se precipita en el universo.

Pero no hay que temer.

 

Ellos comieron la flor, como lo haremos tú y yo.

Así escucharemos ríos que existieron y siguen

su curso en el aire;

escucharemos pasos de quien anduvo vagando

por estos rumbos y dejó perdido lo que vino a buscar.

 

Pasa que la lluvia y la sequía trajeron su inquietud

y se quedaron rondando en la tierra.

Podemos seguir, Ciervo.

 

Tus pisadas no los despertarán.

Él sigue escuchando el agua caer tras la ventana.

Enciende la vela.

Piensa en la negrura del cabello de la mujer;

en lo que tuvo que dejar atrás para verla dormir.

Ella sueña con la flor que comerá:

esa flor que ilumina tu hocico y la noche.

 

 

ONDULAN ENTRE RÍO Y MAR LOS TRENES DE LA NOCHE.

Cuando lleguemos al ocaso sentirás la llamada del río,

Ciervo.

Si hemos sido un sueño, en aquel puerto el agua

nos devolverá a la realidad.

Baja a la plaza conmigo, paseemos entre las fuentes.

Saluda los estropeados edificios, a la gente curiosa de las vecindades.

Déjate llevar por la ropa raída y recién lavada que cuelga de las ventanas.

El vino verde es fresco, igual al manantial del pensamiento.

Bébelo conmigo.

Sé cortés con los ancianos que fuman en la entrada del callejón;

que no te ahuyente su oscuridad.

Ese olor de sardinas y cebolla es el anzuelo.

Encontraremos a Joana en el mostrador del hostal.

Nos dejará pasar e incluso besará tu lomo.

Cabremos en el estrecho espacio de la habitación

sostenida con vigas de roble, frente al Duero.

Nada de encender las luces pues ya vienen navegando

río abajo, rumbo al mar, las barcas de los pescadores

iluminadas por pequeñas farolas; sin fado, sin ruido.

Sólo las barcas guiadas por la inmensa mano del agua

que deposita sus huevecillos en las orillas del muelle.

Las barcas casi han llegado a su destino después de trasponer

el puente que un personaje famoso diseñó,

pero ellas no lo saben y al cruzarlo

el alivio de arribar se asienta en su lentitud.

Lo que miramos pasar, Ciervo,

es nuestra flotación entregada a ciegas,

al sentir la inmensidad de esa mano,

igual a la del río, que nos ha echado a navegar.

 

 

POR SU NOMBRE EL AHUEHUETE ES UN ÁRBOL VIEJO.

 

Por su nombre es también un árbol de agua.

 

Por su ser sin tiempo es criatura sabia:

le basta estar y crecer;

ser fronda extendida hacia abajo,

hacia los lados

para grabar los pensamientos de quien pasa.

 

El ahuehuete nos mira, Ciervo.

 

¿Desde cuándo beberá de la laguna?

 

¿Desde cuándo se contemplará a sí mismo,

y al cielo?

 

Esa primavera le pedí al lobo que subiera al árbol vecino,

otro ahuehuete, menos anciano.

 

Se unió, desnudo, a su tronco.

Se extendió sobre él, lo montó,

acarició sus ramas.

 

Observé la similitud de sus cuerpos.

¿El lobo fue árbol alguna vez?

 

Así lo creo.

 

Su corteza suave y tibia de piel animal

se enlazó con la áspera y sinuosa

del ahuehuete.

 

Fueron lo mismo durante minutos de reconocimiento.

Continuidad distinguida sólo por pequeñas apariencias

como retoños.

 

Veo al lobo árbol al pensar en aquel ahuehuete, Ciervo.

Es parecido a éste, al lado del cual detienes la marcha.

La misma actitud de soltar el follaje

que te indica hacer un alto en el camino.

 

Y habrá que detenerse;

a lo que sea.

 

Siempre, contigo, será algo relacionado con la sombra y el agua;

esa necesidad parecida a la caricia muda de los árboles.

Araceli Mancilla Zayas (Estado de México, 1964). Vive en la ciudad de Oaxaca. Es abogada con posgrado en Cultura Contemporánea. Ha publicado los libros de poesí ... LEER MÁS DEL AUTOR