Antonio Cisneros. Crónica de Chapi, 1965

Presentamos un texto clave del imprescindible poeta peruano.

 

 

 

Antonio Cisneros

 

 

 

CRÓNICA DE CHAPI, 1965

 

Para Washington Delgado

 

Lengua sin manos, ¿cómo osas hablar?
Mío Cid

 

Oronqoy. Aquí es dura la tierra. Nada en ella

se mueve, nada cambia, ni el bicho más pequeño.

Por las dudosas huellas del angana

–media jornada sobre una muía vieja–

bien recuerdo

a los doscientos muertos estrujados

y sin embargo frescos como un recién nacido.

Oronqoy.

La tierra permanece repetida, blanca y repetida

hasta las últimas montañas.

Detrás de ellas

el aire pesa más que un ahogado.

Y abajo,

entre las ramas barbudas y calientes:

Héctor. Ciro. Daniel, experto en huellas.

Edgardo El Viejo. El Que Dudó Tres Días.

Samuel, llamado el Burro, Y Mariano. Y Ramiro.

El callado Marcial. Todos los duros. Los de la rabia

entera.

(Samuel afloja sus botines.) Fuman. Conversan.

Y abren latas de atún bajo el chillido

de un pájaro picudo.

“Siempre este bosque

que me recuerda al mar, con sus colinas,

sus inmóviles olas y su luz

diferente a la de todos los soles conocidos.

Aún ignoro

las costumbres del viento y de las aguas.

Es verdad,

ya nada se parece al país que dejamos y sin embargo

es todavía el mismo.”

Cenizas casi verdes,

restos de su fogata ardiendo entre la nuestra:

estuvieron muy cerca los soldados.

Su capitán,

el de la baba inmensa, el de las púas

–casi a tiro de piedra lo recuerdo– en pocos días

ametralló

a los doscientos hombres

y eso fue en noviembre

(no indagues, caminante, por las pruebas:

para los siervos muertos no hay túmulo o señal)

y esa noche,

en los campos de Chapi,

hasta que el viento arrastró la Cruz del Sur,

se oyeron los chillidos de las viejas,

ayataki,

el canto de los muertos,

pesado como lluvia

sobre las anchas hojas de los plátanos,

duro como tambores.

Y el halcón de tierras altas

sombra fue sobre sus cuerpos maduros y perfectos.

(En Chapi, distrito de La Mar, donde en septiembre,

don Gonzalo Carrillo –quien gustaba

moler a sus peones en un trapiche viejo–

fue juzgado y muerto por los muertos.)

 

“El suelo es desigual, Ramiro, tu cuerpo

se ha estropeado entre las cuevas y corrientes

submarinas.

Al principio, sólo una herida en la pierna derecha,

después

las moscas verdes invadieron tus miembros.

Y eras duro, todavía.

Pero tus pómulos no resistieron más

–fue la Uta, el hambriento animal de mil barrigas– y

tuvimos, amigo, que ofrecerte

como a los bravos marinos que mueren sobre el mar.”

Ese jueves, desde el Cerro Morado se acercaban.

Eran más de cuarenta.

El capitán –según pude saber–

sólo temía al tiempo de las lluvias

y a las enfermedades que provocan

las hembras de los indios.

Sus soldados

temían a la muerte.

Sin referirme a Tambo –cinco mil habitantes y

naranjas–

doce pueblos del río hicieron leña tras su filudo andar.

Fueron harto botín hombres y bestias.

Se acercaban.

Junto a las barbas de la ortiga gigante

cayeron un teniente y el cabo fusilero.

(El capitán

se había levantado de prisa, bien de mañana

para combatir a los rebeldes.

Y sin saber que había una emboscada,

marchó con la jauría hasta un lugar tenido por

seguro y discreto.

Y Héctor tendió la mano, y sus hombres

se alzaron con presteza.)

Y así,

cuando escaparon, carne enlatada y armas recogimos.

El capitán huía sobre sus propios muertos

abandonados al mordisco de las moscas.

No tuvimos heridos.

 

Los guerrilleros entierran sus latas de pescado,

recogen su fusil, callan, caminan.

Sin más bienes

que sus huesos y las armas, y a veces la duda como

grieta

en un campo de arcilla. También el miedo.

Y las negras raíces

y las buenas, y los hongos que engordan y aquellos

que dan muerte

ofreciéndose iguales.

Y la yerba y las arenas y el pantano

más altos cada vez en la ruta del Este, y los días

más largos cada vez

(y eso fue poco antes de las lluvias).

Y así lo hicieron tres noches con sus días.

Y llegados al río

decidieron esperar la mañana antes de atravesarlo.

 

“Wauqechay, hermanito, wauqechay,

es tu cansancio

largo como este día, wauqechay.

Verde arvejita verde,

wauqechay,

descansa en mi cocina,

verde arvejita verde,

wauqechay,

descansa en mi frazada y en mi sombra.”

Daniel, Ciro, Mariano, Edgardo El Viejo,

El Que Dudó Tres Días, Samuel llamado el Burro,

Héctor, Marcial, Ramiro,

qué angosto corazón, qué reino habitan.

 

Y ya ninguno pregunte sobre el peso

y la medida de

los hermanos muertos,

y ya nadie les guarde repugnancia o temor.