Nuestras almas tendrían que dormir
(Traducción al español de Emilio Coco)
Nuestras almas tendrían que dormir
como duermen los cuerpos delgados
estar entre las sábanas como una hoja
el pelo detrás de las orejas
los oídos abiertos
capaces de escuchar. Carne
afilada y frágil, hueca
en la oscuridad del cuarto. Hueso leve.
Así la membrana aprieta
la pluma en los hombros del ángel.
Transparentes son las orejas de los enfermos
del mismo color que los cristales
sin embargo escuchan igualmente
el balanceo de las camas
desplazadas por los brazos de los vivos.
A las cuatro, en los días de fiesta
terminan las visitas. Lentas
las frentes se vuelven hacia las paredes.
En los pasillos vacíos desciende una paz de acuario.
Luces azules arriba y abajo
encima de las puertas
en el borde de los peldaños.
Luces nocturnas.
Los enfermos duermen uno
junto a otro puestos
en camas iguales.
Distinta es tan sólo la forma
de doblar las rodillas
si las rodillas
pueden doblarse, distinta
la ola de sus mantas.
Pocos logran incorporarse
como cuando se está enfermo en casa
y cada cama tiene grandes ruedas de metal dentado
resortes que bruscamente
cierran el colchón
o de golpe lo alzan.
La cama chirría, se aplaca.
Luces de Navidad.
La sala es una llanura con imperceptibles túmulos.
Con qué silenciosas reverencias se encuentran los pensamientos de los muertos.
Luces de invierno.
En la sala de los enfermeros brillan papeles de estaño
el olor a vino sube por el aire.
Si los vivos acercaran sus caras a los cristales empañados
si alargaran las lenguas
sabría a vino el vapor.
Hay un instante antes de la muerte
la noche gira como una llave.
Qué misteriosas señas hacen los faroles a los moribundos,
cuántas sombras dejan los cuerpos.
Las diez. Sobre el mantel un conejo tendido de lado
patatas hervidas espárragos salteados en una cacerola.
Reina en el cuarto una solemne miseria.
Los vivos se llaman como desde barcas lejanas.
*
Ahora es tan sólo la lluvia que bendice a la calle
y en el agua que tiembla casi una luz redimida que seguir.
Será una pequeña distancia desde el fulgor.
Desde el horno donde se levanta la comida
hasta las nubes oscuras,
todo apenas distinto de la vida de siempre:
una diferencia en el gesto que deposita platos para la noche
una luz en la grieta de la pared
entreabierta hacia tierras de paz.
Fuego de cidro por los bordes del campo.
Así veremos los rostros de los ausentes
las iniciales de los nombres que arrasan los lapilli.
Ningún dolor sino el movimiento de las manos
alejando el humo.
Y noche entre la noche: una rendija.
*
a Sofía
19-11-1993
Precisamente como ahora, el olivo en el balcón,
el viento que transmuta las nubes. Más allá del siglo
en las noches venideras cuando ni tú ni yo existamos
cuando los años sean ramas para empujar algo sin rumbo
en las noches cuando los otros
se miren como hoy
en el sueño, en la oscuridad
como moldes de volcanes encorvados en la ceniza blanca.
Doblo la sábana, apago la última luz.
Dejo que tus sienes golpeen suavemente las mantas,
que se arrodille la noche
en tu veloz noviembre.
*
Veo desde la oscuridad
como desde el más radiante de los balcones.
El cuerpo es el hacha: se abate sobre la luz
alejándola en silencio
hasta el paso más desnudo –a la negrura
de un tiempo que compone
en el espacio pisado por mis pies
una tierra lentísima
–prometida.
*
Corría hacia un refugio, se protegía la cabeza.
Pertenecía a una imagen cansada
no distinta de una mujer cualquiera
que la lluvia sorprende.
No quería decir de la guerra
sino de la tregua
meditar sobre el espacio y por supuesto sobre los detalles
la mano que prueba el muro, la vela un instante encendida
y –fuera– las fulgentes hojas.
Todavía un recinto con espinas mezcladas con otras espinas
espinas de tierra que queman los talones.
Lo que se extiende entre el peso del antes
y el precipitarse del después:
es lo que yo llamo tregua
medida que hace medida el espanto
metro que no protege.
Junto a la tregua está el tránsito
desde un lugar ir a otro lugar
sin una verdadera meta
sin que nada de aquel movimiento pueda llamarse viaje
distracción de rostros
mientras la lluvia azota.
A la tregua como al tren le hace falta la llanura
un sueño de horizonte
con árboles alzados hacia el cielo
únicas lanzas, centinelas solos.
*
¿Acaso si morimos es por eso?
¿Para que el aire líquido de los días
sacuda de golpe al tiempo y le deje espacio
para que lo invisible, el fuego de las esperas
se abra al aire
y queme lo que nos parecía
nuestra sola cosecha?
*
Quería que mi amor no se acabara
que resistiera entero –en desacuerdo
incluso con el recuerdo e ignorara el cuerpo
que de mí se alejaba
que ignorara su distancia e indiferencia
y fuera cosa mía doblemente entrelazada
cesta de junco y aire, cesta para el agua
forma que la mano conoce
y que la historia medita cuando –tan de tarde en tarde
por esto raramente sagrada– salva a un niño de su Nilo.
Así algunas veces hacen canastas los locos
para el silencio –creo– que sube de los espacios
para aquella paja
que los dedos oscurecen
para aquel nudo terreno de aire y de materia.
*
Avanzo más allá del dolor
donde nadie sospecha que se sufre
en una zona de piel nunca afectada
oscura como el antebrazo
afilada por el hueso como el codo.
Me deslizo despacio con el alma cubierta por esquirlas de un gris rojo
para sostener las zarzas y dejar en tierra
la sangre mínima. Un paso –soy paciente–
y el cuerpo ha aprendido a crujir en la hierba.
Desde muy lejos –desde un alba de octubre
desde un objeto movido en la arena del lago
llega lo que la pena contempla: un paisaje
donde no se puede dormir.
Era una larga imagen
el murmullo de un estremecimiento.
Con harto retraso se compone la astucia de cada tarde
fingir que mi brazo es el tuyo
que aprieta mi mano
de nuevo, sin paz.