Anne Sexton

Aquellos tiempos

 

 

 

(Traducción al español de Elisa Ramírez Castañeda)

 

 

 

 

Once de diciembre

Te pienso en la cama,
tu lengua mitad chocolate, mitad océano,
en las casas adonde llegas,
en tu cabeza con pelo de alambre,
en tus manos persistentes y también
en las barreras que carcomíamos, pues somos dos.

Cómo entras y tomas mi copa de sangre
y me unes y te llevas mi salmuera.
Estamos desvestidos. Desnudos hasta los huesos
y nadamos uno tras otro y remontamos y remontamos
el río, el río idéntico llamado Mío
y entramos juntos. Nadie está solo.

 

 

 

El pecho

Ésta es la llave.
Ésta es la llave maestra.
Preciosamente.
Estoy peor que los hijos del guardabosque,
ganándome el pan y el polvo.
Estoy aquí, tamborileando un perfume.
Déjame descender a tu alfombra,
a tu colchón de paja —lo que tengas a mano,
pues la niña en mi interior muere, muere.
No es que sea ganado para comerse.
No es que sea alguna calle.
Pero tus manos, como arquitecto, me encontraron.
¡Lechera llena! Hace años ya era tuyo
cuando habitaba el valle de mis huesos,
huesos mudos en el pantano. Juguetitos.
Un xilófono con piel, tal vez,
torpemente tensada sobre él.
Sólo más tarde fue algo real.
Comparaba después mi talla con la de las estrellas de cine.
No daba la medida. Algo había
entre mis hombros. Nunca suficiente.
Claro, había una pradera,
pero ningún joven que cantara la verdad.
Nada que revelara la verdad.
Ignorante de hombres yacía con mis hermanas
y resurgiendo de las cenizas gritaba
mi sexo será transfigurado.
Ahora soy tu madre, tu hija,
tu cosa nuevecita —un caracol, un nido.
Estoy viva cuando tus dedos viven.
Uso seda —cubierta para descubrir—
pues en seda es en lo que quiero que pienses.
Pero me estorba la tela. Es tan tiesa.
Así que, di lo que sea, pero escálame como alpinista
pues aquí está el ojo, la joya está aquí,
aquí está el goce que el pezón aprende.
No tengo equilibrio —pero no es la nieve la que me
enloquece.
Estoy loca como las jóvenes lo están,
con una ofrenda, una ofrenda…
Y me quemo como se quema el dinero.

 

 

 

Mamá y Jack y la lluvia

Tengo una habitación propia.
La lluvia cae sobre ella. La lluvia cae como gusanos
de los árboles sobre mi hueso frontal.
Embrujada, siempre embrujada por la lluvia, mi habitación
confirma
las palabras que a solas haré.
Busco los estantes a tientas, como ciego,
busco la madera, dura como manzana,
palpando levemente la pluma, mi arma.
Con esta pluma mantengo a raya a mis diversos yos
y con estos discípulos muertos contiendo.
Aunque la lluvia maldiga la ventana
hágase el poema.

La lluvia es un dedo en mi córnea.
La lluvia traspasa goteando sus viejas e inútiles historias…
Me fui a la cama como el caballo al establo.
En mi húmedo lecho estival acuné mis rodillas saladas
y oí a mi padre besarme a través del muro
y oí el corazón de mi madre bombear como marea.
La sirena de niebla aplanó el océano como un cuero.
No hice viaje alguno, no tenía pasaporte.
Era la hija. En el otro cuarto
el whisky fortificó a mi padre. Sobrevivió al clima,
contó su botín y trajo
su barco a puerto.

Lluvia, lluvia, a los dieciséis
tendida junto a Jack toda la noche en el pequeño lago
sin hacer nada, yacía tiesa como ejote.
Jugamos bridge y juegos de taberna, por jugar,
llenamos la lámpara de kerosene,
nos cepillamos los dientes, preparamos sándwiches y té
y nos echamos a dormir en la litera del camarote.
Acostada, un lago ciego, fingí dormir y Jack, en tanto,
me quitó las cobijas de lana y miró
mi cuerpo, ese cuerpo invisible que las muchachas
esconden.
Toda esa noche dulce cabalgamos,
espalda contra espalda, sobre la tormenta.
Ahora Jack oficia misa
mi madre al morir usaba sus propios huesos de muletas.
Llueve en el bosque, llueve en el vidrio
y estoy en una habitación propia. Pienso demasiado.
Desde los ojos de Dios nadan los peces. Déjenlos pasar.
Mamá y Jack llenan el cielo; ambos endosan
mi feminidad. Cerca de tierra arriba mi barco.
Vine a esta tierra a montar mi caballo,
a tocar mi guitarra, a copiar
sus dos nombres, distintos como girasoles; a conjurar
el pan de cada día, a sobrevivir,
de algún modo a sobrevivir.

 

 

 

Aquellos tiempos…

A los seis años
vivía en un cementerio lleno de muñecas,
eludiéndome a mí misma,
a mi cuerpo —el sospechoso
de esta morada grotesca.
Todo el día encerrada en mi cuarto tras rejas,
una celda.
Fui el exilio
sentado todo el día en un nudo.

Hablaré de las pequeñas crueldades de la infancia,
pues soy la tercera,
la última en ser dada
y la última en ser tomada
—de las humillaciones nocturnas cuando mi Madre
me desnudaba,
de la vida del día, encerrada en mi cuarto—
la no deseada, el error
que mi Madre cometió para alejar a mi Padre
del divorcio.
¡Divorcio!
Los amigos del romántico,
románticos que sobrevuelan mapas
de otros países,
caderas y narices y montañas,
hasta la Selva Negra y Asia,
o cautivos en 1928,
el año del yo,
por error,
no por divorcio
sino en su lugar.

El yo que se negó a mamar
en pechos que no podía complacer,
el yo cuyo cuerpo crecía inseguro,
el yo pisando las narices de las muñecas
que no podía romper.
Pienso en las muñecas
tan bien hechas,
tan perfectamente ensambladas
que contra mí estrechaba,
besando sus boquitas imaginarias.
Recuerdo la piel tersa,
de las recién llegadas,
la piel rosada y los serios ojos de porcelana azul;
venían de países misteriosos
sin dolores de parto
bien nacidas en silencio
El closet fue el lugar donde ensayé mi vida,
cuando deseaba ir de visita;
todo el día entre zapatos,
lejos del foco brillando en el techo,
lejos de la cama y de la pesada mesa,
de la misma rosa terrible repitiéndose en las paredes.

No lo ponía en duda.
Me escondí en el closet como quien se esconde en un árbol.
Crecí en él como raíz
y sin embargo fraguaba cada plan de fuga,
creyendo que elevaría mi cuerpo al cielo,
arrastrándolo a cuestas como a una cama enorme.
Y a pesar de ser torpe
tenía la certeza de que llegaría o al menos
subiría como sube un elevador.
Con tales sueños,
almacenando su energía como un toro,
planeaba mi crecimiento y mi feminidad
como quien pone coreografía a una danza.
Sabía que si esperaba entre los zapatos
dejarían de ser de mi tamaño:
los pesados oxford, los toscos rojos para ejecutar,
zapatos que yacían como consortes,
los tenis engrosados por el blanqueador;
y luego los vestidos balanceándose sobre mi cabeza,
siempre encima, vacíos y sensatos
con cintas y olanes,
con cuellos y anchos dobladillos
y malos augurios en los cinturones

Todo el día me sentaba
retacando mi corazón en una caja de zapatos,
rehuyendo la preciosa ventana
como un terrible ojo
por donde tosían los pájaros
encadenados a los árboles erguidos,
rehuyendo el papel tapiz del cuarto
donde una vez y otra las lenguas floreaban
saliendo de los labios como capullos marinos
—y así pasaba el día esperando
que mi madre,
la grande,
llegara a desvestirme por la fuerza.

Yacía silenciosa,
atesorando mi pequeña dignidad.
Sin preguntar acerca de la reja, o del closet.
Sin poner en duda el ritual para acostarme
cuando, sobre el mosaico frío del baño,
me extendían a diario
buscando faltas.

No sabía
que mis huesos,
esos sólidos, esas piezas de escultura
no se astillarían.
Nada sabía de la mujer que sería
ni de la sangre que cada mes
brotaría en mí como una flor exótica,
ni de las niñas,
dos monumentos,
que se abrirían paso entre mis piernas
—dos niñas acalambradas respirando tranquilas,
cada cual dormida en su menuda belleza—.
No sabía que mi vida, al fin,
como camión arrollaría la de mi madre
y que lo único que quedaría
del año en que tuve seis
sería un agujero pequeño en mi corazón, un punto sordo,
para poder oír
más claramente lo nunca dicho

Junio de 1963

Anne Sexton Nacida en Newton, Massachusetts, en 1928 y fallecida en 1974 es, junto con Sylvia Plath, una de las voces más potentes de la llamada poesí ... LEER MÁS DEL AUTOR