

Continuamos esta sección con un texto de la enorme poeta canadiense en la traducción al español de Sandra Toro.
Anne Carson
Héroe
Por la forma en que mastica la tostada puedo decir si mi mamá
pasó una buena noche
y está a punto de comentar algo alegre
o no.
No.
Pone la tostada a un costado del plato.
Y empieza: Sabés que podés correr las cortinas en esa habitación.
Es una referencia en código a una de nuestras discusiones más viejas,
de lo que llamo la serie de Reglas de la Vida.
Mi mamá siempre cierra bien las cortinas del dormitorio a la noche antes de irse a dormir.
Yo abro las mías todo lo que puedo.
Me gusta ver todo, le digo.
¿Qué hay para ver?
La luna. El viento. El sol.
Toda esa luz en la cara a la mañana. Te despierta.
A mí me gusta despertarme.
En este punto la discusión de las cortinas llega a un delta
y puede avanzar por uno de tres canales.
Está el canal Lo Que Te Hace Falta Es Una Buena Noche De Sueño,
el canal Porfiada Como Tu Padre
y el canal Aleatorio.
¿Más tostadas?, interrumpo con energía, empujando mi silla para atrás.
¡Esas mujeres!, dice mi mamá en un tono exasperado.
Eligió el canal Aleatorio.
¿Mujeres?
Todo el tiempo quejándose de violación.
Veo que golpea con un dedo furioso el diario de ayer
que está detrás del dulce de uva.
En la portada hay un artículo chiquito
a propósito de una manifestación por el Día Internacional de la Mujer
—¿No viste el catálogo de verano de Sears?
Nop. ¿Por?
¡Una descgracia! Esas mallas
¡Hasta acá! (señala) ¡No me sorprende!
¿Vos decís que las mujeres se merecen que las violen
porque las mallas de las propagandas de Sears
son muy cavadas? ¿Estás hablando en serio, ma?
Bueno, alguien tiene que ser responsable.
¿Por qué las mujeres tienen que ser responsables del deseo masculino? Levanto la voz.
Ah, ya veo, sos una de Esas.
¿Una de quiénes? Levanto mucho la voz. Mamá le pasa por encima.
¿Y qué hiciste con esa mallita enteriza que tenías el año pasado, la verde?
Te quedaba tan elegante.
De muy arriba me cae el dato endeble
de que mi mamá tiene miedo.
Va a cumplir ochenta años este verano.
Sus hombritos filosos encorvados adentro de la bata azul
me hacen pensar en Héroe, el alconcito al que Emily Brontë le daba
pedacitos de panceta en la mesa de la cocina cuando Charlotte no andaba cerca.
Entonces, má —hago saltar la tostadora
y le lanzo rápido al plato una rebanada caliente de pan de centeno—
¿vamos a visitar a papá hoy? Ella mira con hostilidad el reloj de la cocina.
Sigo: ¿Salimos a las once y volvemos a casa a eso de las cuatro?
Ella unta la tostada con golpes irregulares.
En nuestro código el silencio es aceptación. Voy al cuarto de al lado a llamar un taxi.
Mi papá vive en un hospital para pacientes que requieren atención crónica
a unos 80 km de acá.
Sufre una forma de demencia
caracterizada por dos tipos de cambios patológicos
que el primero en registrar fue Alois Alzheimer en 1907.
Primero, la presencia de unas formaciones esféricas
en el tejido cerebral conocidas como placas neuríticas,
compuestas principalmente por células cerebrales en degeneración.
Segundo, ovillos neurofibrilares
en la corteza cerebral y el hipocampo.
No se conoce causa ni cura.
Mamá lo fue a visitar en taxi una vez por semana
los últimos cinco años.
El matrimonio es en las buenas y en las malas, dice.
Y estas son las malas.
Así que más o menos una hora después estamos en el taxi
volando al pueblo por los caminos rurales vacíos.
La luz de abril es clara como una alarma.
Cuando pasamos delante de los objetos nos da la sensación repentina
de que cada uno existe en el espacio sobre su propia sombra.
Desearía poder llevarme esa claridad conmigo
al hospital donde las distinciones tienden a aplanarse y fundirse.
Desearía haber sido más buena con él antes de que se volviera loco.
Esos son mis dos deseos.
Es difícil encontrar el principio de la demencia.
Me acuerdo de una noche hace unos diez años
en la que estaba hablando por teléfono con él.
Era un domingo de invierno a la noche.
Oía cómo sus frases iban llenándose de miedo.
Iba a empezar una frase —acerca del tiempo, perdía el hilo, y empezaba otra.
Me puso furiosa oírlo titubear—
¡mi papá alto y orgulloso, expiloto de la Segunda Guerra Mundial!
Me volví implacable.
Me quedé en la orilla de la conversación,
viéndolo revolcarse por una pista,
sin ofrecerle nada,
y como una avalancha en cámara lenta se me ocurrió
que él no tenía ni idea de con quién estaba hablando.
Y hoy más frío supongo…
su voz empujó el silencio hasta que lo rompió,
la nieve le cayó encima.
Hubo una pausa larga en la que la nieve nos tapó a los dos.
En fin no te entretengo más
dijo con la alegría súbita y desesperada de quien divisa la costa.
Me despido,
no te quiero hacer gastar tanto. Adiós.
Adiós.
Adiós. ¿Quién sos?
Le dije al tono de marcado.
En el hospital fuimos por pasillos largos pintados de rosa
y pasamos por una puerta con una ventana grande
y cerradura con combinación (5-25-3)
al ala oeste, para pacientes de atención crónica.
Cada ala tiene un nombre.
La de atención crónica es Nuestra Milla Dorada.
aunque mamá prefiere decirle La Última Vuelta.
Papá está atado en una silla atada a la pared
en una habitación con otra gente atada que se ladea en diversos ángulos.
Mi papá es el que menos se ladea, estoy orgullosa de él.
¿Hola, pa, cómo estás?
La cara se le abre en lo que puede ser una mueca o furia
y pasándome por encima la mirada lanza al aire una corriente de vehemencia.
Mi mamá pone la mano sobre las de él.
Le dice Hola amor. Él corre la mano. Nos sentamos.
El sol se agolpa en la habitación.
Mamá empieza a sacar del bolso las cosas que le trajo:
uvas, galletas de maicena, caramelos de menta.
Él le hace declaraciones enérgicas a alguien que está en el aire entre nosotras.
Usa un idioma que nada más él conoce,
hecho de sílabas, gruñidos y exhortaciones repentinas y salvajes.
De vez en cuando alguna expresión vieja flota por sobre el chapoteo
—¡No me digas! o ¡Feliz cumpleaños!—
nunca una frase de verdad
desde hace más de tres años.
Veo que los dientes de adelante se le están poniendo negros.
Me pregunto cómo se les lava los dientes a los locos.
Él siempre se los cuidó mucho. Mi mamá levanta la mirada.
Ella y yo a veces tenemos cada una la mitad de un pensamiento.
¿Te acordás de ese escarbadientes de Harrod’s enchapado en oro
que le mandaste el verano que estuviste en Londres? me pregunta.
Sí, no sé qué se habrá hecho.
Debe estar en el baño en alguna parte.
Ella le da las uvas una por una.
A él se le siguen cayendo entre los dedos enormes y rígidos.
Era un hombre grande y fuerte, de más de 1,80 de alto,
pero desde que vino al hospital el cuerpo se le redujo a un asilo de huesos
—excepto las manos. Las manos siguen creciéndole.
Son grandes como las botas de un Van Gogh,
y van persiguiendo las uvas con torpeza por su regazo.
Pero ahora se da vuelta hacia mí con una ráfaga de sílabas urgentes
que acaban en una nota aguda— espera,
mirándome fijo a la cara. Esa mirada inquisitiva.
Con una ceja levantada.
En casa tengo una foto pegada a la heladera.
Se ve el escuadrón aéreo de la Segunda Guerra Mundial posando delante del avión.
Las manos firmes en la espalda, las piernas separadas,
el mentón proyectándose hacia adelante.
Vestidos con los uniformes de vuelo inflados y con
una correa de cuero ancha ajustada a la entrepierna.
Entrecierran los ojos al brillo del sol del invierno de 1942.
Amanece.
Parten a Francia desde Dover.
Mi papá en el extremo izquierdo es el aviador más alto,
con el cuello subido
y una ceja levantada.
La luz sin sombra lo hace parecer inmortal,
para todo el mundo es alguien que no va a volver a llorar nunca.
Todavía me está mirando a la cara.
¡Alerones abajo! Grito.
Su sonrisa negra destella una sola vez y se apaga como un fósforo.