Adiós. Hasta otra vez o nunca
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento…
MUERTE EN LA TARDE
De los cientos de muertes que me habitan,
ésta de hoy es la que menos sangra.
Es la muerte que viene con las tardes,
cuando las sombras pálidas se alargan,
y los contornos se derrumban,
y se perfilan las montañas.
Entonces alguien pasa pregonando
su mercancía bajo la ventana,
a la que yo me asomo para ver
las últimas farolas apagadas.
Por la ceniza de las calles cruzan
sombras sin dejar huellas, hombres que pasan,
que no vienen a mí ni en mí se quedan,
a cuestas con su alma solitaria.
La luz del día huye hacia el oeste.
El aire de la noche se adelanta,
y nos llega un temor agrio y confuso,
casi dolor, apenas esperanza.
Todo lo que me unía con la vida
deja de ser unión, se hace distancia,
se aleja más, al fin desaparece,
y muerto soy,
… y nadie me levanta.
Adiós. Hasta otra vez o nunca.
Quién sabe qué será,
y en qué lugar de niebla.
Si habremos de tocarnos para reconocernos.
Si sabremos besarnos por falta de tristeza.
Todo lo llevas con tu cuerpo.
Todo lo llevas.
Me dejas naufragando en esta nada
inmensa.
Cómo desaparece el monte
—me dejas…—,
se hunde el río
—… en esta…—,
se desintegra la ciudad.
Despiertas.
El otoño cruzaba
las colinas de débiles
temblores. Cada
hoja caída
estremecía toda una montaña.
Leve rumor de luces y de brisas
rodaba por el valle, se acercaba.
Los pájaros dejaban bruscamente
temblorosas las ramas
cayéndose hacia el cielo, arrebatados
por una fuerza extraña.
Las carnosas ortigas
se apretaban
como un rebaño
inquieto. Levantaban del agua
su cabeza, los juncos.
Las verdinegras zarzas
se crecían.
Imperceptibles, más delgadas
por la tensa postura de su espera,
las hierbas, anhelantes…
Tú llegabas,
y una amarilla paz de hojas caídas
reponía el silencio a tus espaldas.
Perros contra la luna, lejanísimos,
llevan hasta los ámbitos
más próximos la inquietud de la noche
rumorosa. Claros
sonidos, antes inaudibles,
se perciben ahora. Ecos vagos,
jirones de palabras, goznes
agrios,
desasosiegan el recinto en sombra.
Apenas sin espacio,
el silencio, el inasible
silencio, cercado
por los ruidos, se aprieta
en torno de tus piernas y tus brazos,
asciende levemente a tu cabeza,
y cae por tus cabellos destrenzados.
Es la noche y el sueño: no te inquietes.
El silencio ha crecido como un árbol.
-Ángel González
Donde la vida se doblega, nunca
Selección y prólogo de Susana Rivera
Valparaíso ediciones, 2017
http://valparaisoediciones.es/tienda/180_gonzalez-angel