

Compartimos un Texto clave del imprescindible autor mexicano.
Alfonso Reyes
Yerbas del Tarahumara
Han bajado los indios tarahumaras,
que es señal de mal año
y de cosecha pobre en la montaña.
Desnudos y curtidos,
duros en la lustrosa piel manchada,
denegridos de viento y sol, animan
las calles de Chihuahua,
lentos y recelosos,
con todos los resortes del miedo contraídos,
como panteras mansas.
Desnudos y curtidos,
bravos habitadores de la nieve
—como hablan de tú—,
contestan siempre así la pregunta obligada:
—“Y tú ¿no tienes frío en la cara?”
Mal año en la montaña,
cuando el grave deshielo de las cumbres
escurre hasta los pueblos la manada
de animales humanos con el hato a la espalda.
La gente al verlos, gusta
aquella desazón tan generosa
de otra belleza que la acostumbrada.
Los hicieron católicos
los misioneros de la Nueva España
—esos corderos de corazón de león—
Y, sin pan y sin vino,
ellos celebran la función cristiana
con su cerveza-chicha y su pinole,
que es un polvo de todos los sabores.
Beben resgüino de maíz y peyote,
yerba de los portentos,
sinfonía lograda
que convierte los ruidos en colores;
y larga borrachera metafísica
los compensa de andar sobre la tierra,
que es, al fin y a la postre,
la dolencia común de las razas de hombres.
Campeones del Maratón del Mundo,
nutridos de la carne ácida del venado,
llegarán los primeros con el triunfo
el día que saltemos la murallas
de los cinco sentidos.
A veces, traen oro de sus ocultas minas,
y todo el día rompen los terrones,
sentados en la calle,
entre la envidia culta de los blancos.
Hoy sólo traen yerbas en el hato,
las yerbas de salud que cambian por centavos:
yerbaniz, limoncillo, simonillo,
que alivian las difíciles entrañas,
junto con la orejuela de ratón
para el mal que la gente llama “bilis”;
la yerba del venado, el chuchupaste
y la yerba de indio, que restauran la sangre;
el pasto de ocotillo de los golpes contusos,
contrayerba para las fiebres pantanosas,
la yerba de la víbora que cura los resfríos;
collares de semilla de ojo de venado,
tan eficaces para el sortilegio;
y la sangre de grado, que aprieta las encías
y agarra en la raíz los dientes flojos.
(Nuestro Francisco Hernández
—el Plinio Mexicano de los Mil y Quinientos—
logró hasta mil doscientas plantas mágicas
de la farmacopea de los indios.
Sin ser un gran botánico
don Felipe Segundo
supo gastar setenta mil ducados,
¡para que luego aquel herbario único
se perdiera en la incuria y en el polvo!
Porque el padre Moxó nos asegura
que no fue culpa del incendio
que en el siglo décimo séptimo
aconteció en el Escorial.)
Con la paciencia muda de la hormiga,
los indios van juntando en el suelo
la yerbecita en haces
—perfectos en su ciencia natural.