Nuestros escombros
LOTA
A quién pudiera afectarle verte desaparecer.
A quién, que este cuerpo y corazón de bronce
detenga su traqueteo mecánico.
A quién los barcos, los ruidos, el polen;
si nadie volteó a mirarnos cuando a la tierra
huérfana de la mano mesiánica
fue privada de la voz.
Pienso en la larva de los imperios del mundo.
Oigo gemir, tras el reflejo de sus huesos
en el pliegue marino, su quebrar de muelas:
Pilpilco, enigma, cala,
vibra en la superficie del espejo.
No sé si me importaría
que me arrastraran tus aguas,
que un niño tomara, de mis huesos, la semilla
y soñara con un ojo en las nubes
ver crecer un girasol.
AUTOBIOGRAFÍA A LOS 23
En este suelo que no germina,
hermano, he dispuesto de tu sangre
para que aquí carezca también de la rabia y el enojo.
No hay ternura que acreciente las aguas
y humedezca mis heridas sin cicatrizar;
erosión de tierra fértil —joven promesa—, Abel.
Jamás advertí ademán siquiera
que te pudiera en su momento prevenir
del paso de los lobos.
Por eso te arrojo estas migas, donde ya no hay pan.
Así, si algo fluye de tu resto apolillado,
de tu cariño residual, de tus ojos sin su llama,
sea la calma conveniente para vagar por el desierto
cuando tu pena sea mi única procesión.
Me arrepiento también de tantas cosas:
mira mis manos, mi frente castigada,
mírame asentir con negación.
¿Soy acaso el protector de tus espaldas?
A la hora del delito
nadie asume la culpa
y mi guerra exige cesar.
La tierra se hace amplia y donde camine
cargaré en mi lengua tu lastre,
tu rostro, una carcasa rota
donde alguna vez pude
pertenecer.
LOS GRISES DE BARRA
(Inspirado en los cuadros de
Osvaldo Barra Cunningham
1922-1999)
Ante las contradicciones que ciñeron la espera
las manos del pasado se abren, como cortinas
por cuya sospecha respira el agua.
El invierno es de un cálido abrazador,
agarra mi espalda su anciano cuerpo
y parece su frío jamás marcharse.
Desde el humo y la metralla de la barrena,
chiflones, parque y sus fantasmas
la ciudad se ahoga en un flujo salino.
No me animo a pensar en cuántos
perdieron aquí la vida,
o en el pan desmigajado desde la piedra
servido sobre la mesa familiar.
Quiero esa arrítmica sonoridad de mi padre y su lectura,
el fuego cuya sangre tranquiliza. Pero
allí está el mar, lugar común de quienes claman
la puerta escondida de los viajeros.
Perdurarán en el ojo del Pacífico
aunque cambien las cosas de lugar
y el cielo se fracture contra la silueta
de los árboles de acero.
Aunque no logre sentarme en ese espacio
(en ese muelle, o en ese parque),
revivirán en mí cuando los busque
y como en un óleo antiguo palparé
la textura accidentada de la historia.
MITOLOGÍA PERSONAL
Lo importante es que en la calle que lleve mi nombre
a nadie lo sorprenda la desgracia
Izet Sarajlic
Por la raíz de este cerro al cual te traigo
corre la sangre de Donatila,
madre de las piedras, abuela de la fiebre.
Marchita la conocí,
una hoja de natre sobre sí misma consumida
de limadura de tela y de tiempo;
detenida en una foto
donde apenas si la distingo.
Sobre ella se encementaron las calles
que llevan del campo al centro;
y aunque sus ojos tierra nunca vi,
y hasta desconozco el rastrillo de su voz,
a veces me siento sembrado en su pupila,
y por un instante, aunque sea imaginariamente,
percibo el olor de la lluvia calmar las veredas.
A donde veo, te veo, bisabuela,
tal como descubro en el agua turbia el musgo
que enternece el desamparo de las rocas.
Las casas te ignoran, es cierto, pero como Izet
busco un paisaje donde escribir tu memoria.
Ojalá nadie perturbe mi búsqueda,
la construcción de una mitología personal.
La historia de América Latina
es la historia de nuestras abuelas.
(Chal de lana esta noche
nos abriga).
Son tus trajes, Donatila, los tomo,
hijos de una época de hierro y miseria.
Serás una balada en el terror de este libro;
y entre todas las pesadillas, también el carbón
que se mete en mis pies cuando entro al mar.
Toda una época se deshace en nuestras manos,
mi único deseo
es no perpetuar la ingratitud.
NUESTROS ESCOMBROS
Constantemente visito tus escombros
y hallo en ellos una voz moribunda.
Parecieran tus huesos hablarme,
comentarme del camino largo,
de la huella polvorosa.
Una voz nítida corriendo:
un eco poblando tu desolación,
me narra batallas perdidas
de mártires crucificados;
ídolos… héroes…
y nada que pueda decir.
Nada.
No hay nada para excusarnos.
Constantemente visito tus escombros
y hallo en ellos
un arrepentimiento criminal.