Alberto Peraza Ceballos

Macerar

 

 

-POEMAS DEL LIBRO MACERAR, PREMIO NICOLÁS GUILLÉN, 2019,
EN PROCESO EDITORIAL POR LETRAS CUBANAS.

 

 

Yo ayudaba a mi madre a pelar DIENTES DE AJO. En agua los sumergía y flotaban. Así era más fácil que desprendieran la tela fina; y ya estaban listos para ser macerados en el morterito de piedra, herencia de mi abuela, y dejarlos caer en la sartén con grasa bien caliente y cebolla, para hacer el sofrito que luego caería en la olla de frijoles negros.
Me espantaba que mi padre regresara del trabajo y me sorprendiera. Cuando otros muchachos jugaban descalzos y se iban a los barrancos del arroyo con mi pistola de palo, yo prefería ayudar a mi madre. “Las guerras no son buenas ni en los juegos”, apuntaba ella, y una complicidad nos sacudía los huesos.
Mi madre siempre quiso tener una hija. Cuando nació mi hermano mayor, ella estuvo a punto de perder la vida, y solo por abrigar a una niña con sus brazos lo intentó de nuevo. Pero nací yo, “un macho de ocho libras y una bolsa de huevos colgando entre las piernas”, alardeaba mi padre orgullosamente. Entonces mi madre me acunaba con sus canciones y sollozaba, nunca supe si por amor o rabia. Yo me dormía pegado a su teta izquierda, la que perdió en la sala quirúrgica de un hospital de oncología.
No sé si alguna vez fui joven, porque a los diecisiete curaba las heridas de mi madre, la inyectaba, le daba de comer y tapaba el frío de su corazón macerado. Ahora ya no ayudar, ya no temor de ser descubierto en plenas labores caseras. Fui cocinero y experimenté el mismo olor del sofrito ejercitado en la infancia, como si aquellas lecciones de mi madre marcaran mi existencia y yo fuera  un diente de ajo listo para desproveerme de mi cáscara, y enseñarle al mundo mi carne nauseabunda.

 

*

Soy el PEÓN del juego de ajedrez; plebeyo innato. Blanco o negro, da igual. Me instalo en la primera línea de combate. Lanza y escudo es mi corazón.
Podrán creerme débil, pero cargo el peso de los fuertes y voy hacia todos los rumbos, mas, nunca retrocedo. Recorro el campo de hostilidades tratando de pasar inadvertido; solo belígero cuando son muchas las provocaciones y es preciso expandir el grito para advertir a los enemigos de mi incesante paso. Sorteo escollos, con los ojos conmovidos en la espera de ver una bandera blanca. La sangre me conmina.
Los que no creen en mí no me conocen; suelo tender mis redes con paciencia, hacer malabares y avivar el fuego milenario por el que siempre he de mirar lejos. Mudo estaré por intuición; aplaudiré a los contrarios cuando sea vital. No negocio los mapas de la lucha ni pongo en duda la entereza de los peones rivales.
Derecha, izquierda, de frente.
De frente, izquierda, derecha.
Ese es mi rol. En él pongo todo. Desgarro ligamentos que seduzcan mi libertad. Trazo coordenadas cuando estoy en riesgo de caer en la trampa de los hombres, con la certeza de que nadie va a sufrir por el abatimiento de un peón.
La resistencia es mi arma más potente; la antesala de mi meta: convertirme en un peón peligroso que ha logrado derribar los más altos obstáculos en la contienda.
Nada me complace más que coronarme.
Dar jaque mate.

 

*

TODO O NADA. Las medias tintas me vuelven quebradizo. Que el sol abreve sobre mi cuerpo con sus manchas y explosiones; su permanencia, aunque sea la noche y a tientas busque en la cama otro cuerpo donde sumergirme en busca de la luz. Arrancar de cuajo el miedo de pensar el holocausto, viendo en la televisión sucesos catastróficos y escuchar a los ancianos balbucir “se está acabando el mundo”.
Las casas dispuestas a ambos lados del camino son el mundo. En cada una hay un descalabro, una culpa por los que no pudieron retener, una enfermedad terminal, un ajuste de cuenta, una familia destruida y los hijos creciendo en la desesperanza; las paredes transparentes dejando entrar el caos de las tormentas, las siembras ruinosas bajo el agua, la pobreza irrumpiendo por cada  ausencia.
En medio del todo y la nada las voces contenidas, la conformidad porque “esto es lo que nos toca”, mientras la vida es un trago de ron desclasificado, y una novela, como droga, nos hace adictos, ciegos en la espera de que pase el día y el sol que ayer dejó algo en nosotros, venga a salvarnos.
Yo quiero todo o nada. Las medias tintas me vuelven quebradizo. Rompo la inercia en el juego atroz de empujar mi flecha hacia la meta, aunque parezcan inciertos todos los rumbos.

 

*

Crezco SILVESTRE, como los pájaros. Como ellos migro en busca del calor, tratando de encontrar  un cuerpo donde pasar la noche sin que vengan  a la soledad de mi cuarto, los recuerdos. Aunque tenga cerrados los ojos, ellos transitan sus ruidos persistentes, igual que campanadas  llamando a misa.
Migro sin moverme. Recorro estaciones y me dejo envolver por los vientos que corren. Veo alejarse los horrores en cualquier dirección; los condenados persiguiendo a otros condenados, dueños de una mudez espantosa en medio de las tempestades del hambre y la desidia.
Migro y la mente lo agradece. Espanto a los espíritus y salgo a comer frutas silvestres que a esta hora me construyo. Avanzo con la certeza del regreso bajo el brazo. Conmigo llevo una brújula porque todos los caminos no van al sur, como las palomas, y podría extraviarme entre la gente, sin un mapa para encontrar la carne con que estamos hechos los humanos y limpiarla, ahora que nadie puede dar señales.
Crezco silvestre como los pájaros. Es tanto el peso de mis alas que el mundo puede dejarme sin amparo y, en el más mínimo descuido, devastarme.

 

*

OTRA RAYA EN EL CUERPO DEL TIGRE. Los ojos acechantes bajo el camuflaje. El paisaje fragmentado por sus garras impolutas. Cámara lenta. En la hierba se hunde sigiloso. Esconde su hambre. Un bramido y el espanto se hace dueño. Comienza la carrera. Ya nada importa a la bestia que descubran sus instintos; ella tiene puestos los sentidos en el banquete.
La última Cena. Otra raya en el cuerpo de Dios. Los ojos acechantes bajo el camuflaje. La negación de Pedro, el abrazo de Judas; lavarse las manos como Poncio Pilatos…
Otra raya en mi cuerpo. Los ojos acechantes bajo el camuflaje, sin ser el tigre ni Dios, ni Pedro, ni Judas, ni Poncio Pilatos… Otra raya en mi cuerpo marcado como res. Otro dolor aposentado en el cerebro. La velocidad como arma, el gesto con que me resisto a la invasión de otros cuerpos que, como carroña, comen de mi desnuda e infinita cabeza, con la que confieso el pensamiento de mi alma rechazada.
Qué importa otra raya. Soy uno más de la manada, que con uñas y dientes se defiende del golpe. Busco voces conocidas y solo encuentro rugidos, sentencias, alegatos.
No puedo reconstruir mis pasos porque me enseñaron a andar con las viseras puestas, como caballos domésticos acostumbrados al látigo. No salirme del rumbo que otros señalaron porque podría convertirme en una amenaza pública y tendría que dar cuentas por ello; sacrificarme en medio de todos, hacerme el haraquiri.
En qué lugar estoy. Qué jungla humana me circunda el futuro. Me transformo en la mosca que cae en la leche y unos dedos intrépidos echan a un lado para beber del líquido que, con rayas circulares, hacen una tormenta en el vaso, sin túneles para ampararnos del mal tiempo.
Sucumbir. Otro paso en falso cuando son demasiadas las rayas y el peso del cuerpo se resiste.
La raya, la tormenta…, sobre mí los ojos acechantes del tigre, de Dios, de Pedro, de Judas, de Poncio Pilatos… y no puedo mirar atrás porque se me echan encima.

 

*

A Dago. Cobija y pedestal.
A Humbe, tan propio.

Yo también lo hice A MI MANERA. Creí en las bondades de los hombres cuando comían de mi carne y alimentaban a otros con las sobras. Perdoné, con la certeza de que el perdón nunca va a ser un lujo. Desconocí los mandamientos, como cualquiera, y caí en la tentación, como buen discípulo de Dios. Fui condenado, absuelto, maldecido, hijo de mi madre y de mi padre, hermano de mi hermano y rebelde con causa.
Dudé si estaba en el lugar correcto, en el momento correcto; si la resurrección era una mentira que nos alimentaba la fe para que la muerte no nos sorprendiera en la más rotunda orfandad. Di, quité, pedí, hice pactos, me puse de rodillas para suplicar amor, renuncié, entregué amistad a manos llenas, robé un beso cuando mi boca todavía no sabía besar. Me caí, me levanté, puse trampas y caí en la trampa.
Me arrepentí. Por la misma razón canté y lloré. Golpeé, me golpearon. Creí que la luna era mía, que los Reyes Magos no iban a faltarme, que mi madre y la muerte no se entenderían, que los sábados eran los días más alegres.
Tuve un árbol, una perra, una cajita de talco donde guardaba las cosas importantes; un libro, un diario, una virgen de la Caridad del Cobre, muchos sueños.
De niño fui seducido al sexo; me bañé en un arroyo sin permiso de mi madre, y en sus labios estregué ají picante. Engañé a mis maestros, copié en exámenes y a otros soplaba las respuestas; maté camaleones para usarlos como carnada cuando íbamos a pescar camarones; jugué a las casitas con mis primas; dije sí y me retracté, dije mentira y tuve miedo de que me fuera a crecer la nariz.
Hice trizas la bandera que guardaba en mi pecho, cuando lo que me enseñaron en la escuela se desplomó con el muro de Berlín, y ahora la remiendo con mi propia piel, para que no me falte.
Todo lo hice a mi manera.
A mi manera pego ahora las palabras.

Alberto Peraza Ceballos (Cuba, 1961). Poeta, escritor para niños y promotor cultural. Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de la UNEAC, del Movimiento de ... LEER MÁS DEL AUTOR