Adriana Almada

Patios Prohibidos

 

 

 

 

 

De Patios Prohibidos

 

empiezo a indagar en los patios prohibidos,

a reconocer aromas bajo la maleza que

ahoga la infancia, a caminar espacios de sol

hiriente: los interludios condenados del deseo,

piedras quemantes para los dedos niños.

 

 

 

el deseo. moscardón astuto que se demora

y vuelve. silabeo de serpientes, fraternidad

de hierba. el deseo se deshace en saliva, en

peces que babean las paredes y pájaros sin

cabeza que revolotean sobre la cama.

el deseo infantil es poderoso. virginal. no sabe

de manzanas ni de infiernos. el futuro no

existe, sólo este pedazo congelado de tiempo

donde el universo se astilla.

 

 

 

creo que puedo reconstruirlo todo a partir

del indicio. dibujos, escritos, una que otra

tela… perfumes. creo que puedo. detenerme

un instante, sentir la inminencia del viaje.

creo que puedo. la memoria es tierra fértil,

plena de humus y lombrices que airean la

propia biografía. reconstruirlo todo. como

el homicida la escena del crimen, como el

amante la delectación del amado.

 

 

 

guardo un jardín en la memoria. punzante,

como regusto de uva después del vino.

¿cuánto verde hay en mi verde jardín?

¿cuánto viento, cuánta luz, cuánto canto de

cigarra al atardecer?

 

 

 

¿cuánto de cuánto y más cuánto de amor hay

en esta tristeza de tacuaras y trepadoras, de

dracenas e hibiscus, de buganvilla y canela?

hoy mi jardín es un jardín de violáceas alteraciones de ánimo,

un jardín de tardes calientes

y vaivenes de la razón.

 

 

 

 

De Jardines del abandono

 

 

Guardo un pliego de celofán desde la

infancia. He crecido a su lado. Es hora

de comenzar a desplegarlo y verificar

su condición. Sigue intacto.

Mi respiración vela, de a ratos,

su transparencia. Lo desdoblo y hace

ruido. Se quiebra. El solo tacto altera

su composición física y metafísica.

Mucho tiempo permaneció en esta

caja que acabo de abrir. He desatado

los lazos que la mantenían sellada y he

revuelto su interior con ansiedad.

El celofán se retuerce, estrangulado.

 

 

 

Quiero ponerme un sombrero,

un par de guantes y un abrigo.

Y partir calle abajo, como Pessoa.

Pero aquí no hay calle. Ni frío.

Tampoco hay Pessoa.

Creo que Pessoa

tenía el sexo en la espalda.

En la espalda de Bernardo Soares.

En la tibia espalda del infortunio.

 

 

 

No todas las fauces son iguales.

Algunas apuran la fiesta.

Sin embargo no hay desgarro:

este viejo corazón no tiene sangre.

Cada trozo se deshace

en mil hojas apergaminadas.

Viejo corazón

secado en sal,

en vértigo.

 

 

 

 

Mi padre caminaba el límite,

el cordón de la vereda.

Necesitaba saberse a punto de caer

para poder continuar.

Siempre al borde,

no del abismo pero sí del tropiezo.

He repetido, quizás sin querer,

aquel ejercicio diario

de ocupar el espacio mínimo,

de ubicar el cuerpo entero

donde solo cabe un pie.

 

Adriana Almada (Salta, Argentina, 1957). Reside y trabaja en Asunción, Paraguay, desde 1984. Poeta, escritora, crítica de arte, editora, curadora. Ha ... LEER MÁS DEL AUTOR