Patios Prohibidos
De Patios Prohibidos
empiezo a indagar en los patios prohibidos,
a reconocer aromas bajo la maleza que
ahoga la infancia, a caminar espacios de sol
hiriente: los interludios condenados del deseo,
piedras quemantes para los dedos niños.
el deseo. moscardón astuto que se demora
y vuelve. silabeo de serpientes, fraternidad
de hierba. el deseo se deshace en saliva, en
peces que babean las paredes y pájaros sin
cabeza que revolotean sobre la cama.
el deseo infantil es poderoso. virginal. no sabe
de manzanas ni de infiernos. el futuro no
existe, sólo este pedazo congelado de tiempo
donde el universo se astilla.
creo que puedo reconstruirlo todo a partir
del indicio. dibujos, escritos, una que otra
tela… perfumes. creo que puedo. detenerme
un instante, sentir la inminencia del viaje.
creo que puedo. la memoria es tierra fértil,
plena de humus y lombrices que airean la
propia biografía. reconstruirlo todo. como
el homicida la escena del crimen, como el
amante la delectación del amado.
guardo un jardín en la memoria. punzante,
como regusto de uva después del vino.
¿cuánto verde hay en mi verde jardín?
¿cuánto viento, cuánta luz, cuánto canto de
cigarra al atardecer?
¿cuánto de cuánto y más cuánto de amor hay
en esta tristeza de tacuaras y trepadoras, de
dracenas e hibiscus, de buganvilla y canela?
hoy mi jardín es un jardín de violáceas alteraciones de ánimo,
un jardín de tardes calientes
y vaivenes de la razón.
De Jardines del abandono
Guardo un pliego de celofán desde la
infancia. He crecido a su lado. Es hora
de comenzar a desplegarlo y verificar
su condición. Sigue intacto.
Mi respiración vela, de a ratos,
su transparencia. Lo desdoblo y hace
ruido. Se quiebra. El solo tacto altera
su composición física y metafísica.
Mucho tiempo permaneció en esta
caja que acabo de abrir. He desatado
los lazos que la mantenían sellada y he
revuelto su interior con ansiedad.
El celofán se retuerce, estrangulado.
Quiero ponerme un sombrero,
un par de guantes y un abrigo.
Y partir calle abajo, como Pessoa.
Pero aquí no hay calle. Ni frío.
Tampoco hay Pessoa.
Creo que Pessoa
tenía el sexo en la espalda.
En la espalda de Bernardo Soares.
En la tibia espalda del infortunio.
No todas las fauces son iguales.
Algunas apuran la fiesta.
Sin embargo no hay desgarro:
este viejo corazón no tiene sangre.
Cada trozo se deshace
en mil hojas apergaminadas.
Viejo corazón
secado en sal,
en vértigo.
Mi padre caminaba el límite,
el cordón de la vereda.
Necesitaba saberse a punto de caer
para poder continuar.
Siempre al borde,
no del abismo pero sí del tropiezo.
He repetido, quizás sin querer,
aquel ejercicio diario
de ocupar el espacio mínimo,
de ubicar el cuerpo entero
donde solo cabe un pie.