La evidencia del hombre invisible
Por Rafael Courtoisie
Adolfo Bertoni (Fray Bentos, Uruguay, 1956) es el hombre invisible. Cumplió el sueño de Borges y del padre de Borges: la luz pasa a través de su cuerpo textual, deja ver las palabras, pero el sentido se ubica más allá, en el cuerpo humano de la transparencia.
Este autor pertenece a la Generación de la Resistencia y su poesía fue nítida desde el inicio, en épocas en que la mordaza era un signo y el silencio un texto a deconstruir –con o sin la asistencia de Jacques Derrida- para erigir un discurso de libertad, de aire y respiración vitales en interacción dialéctica.
Tal vez esa nitidez, paradójicamente, lo apartó del nivel de visibilidad que tuvieron o alcanzaron otros proyectos poéticos coetáneos, tal vez esa firme nitidez y su vocación militante, elementos que en ocasiones se traducen con la expresión “bajo perfil” pero que en el caso de Adolfo se relacionan con el perfil alto, elevado, solidario, del compromiso, lo hayan transformado en ese hombre invisible con el que Borges soñaba como ideal: la construcción de un texto de tal coherencia, de tal solidez, que su autor se sume en una desaparición virtual.
Adolfo Bertoni, el autor real, jamás proyecta sombra sobre su poesía.
Su poesía se distingue con una contundencia y plantea una profundidad textual que provocan el olvido del autor, del autor posible, del autor real: sus libros se convierten en una máquina de producir sentido. Es un ingenio activado para que dé jugo en el tiempo, jugo de sentido que se desprende, que gotea, que se profundiza y adensa en cada lectura, sin perder una muy celebrable capacidad de comunicación y goce.
Un proyecto poético. Una voluntad de decir que encuentra su trascendencia en el discurso concretado, en la belleza desgarradora de una poesía urbana, pero con aires limpios de puro campo en trance de contaminación.
Intertextualidad, asimilación fluida, orgánica de otros cuerpos poéticos (Puig, Celan, cierta zona de Blas de Otero –consciente o inconscientemente planteada-) pero sobre todo una solidez propia, original, construida sobre un decir grato, entendible pero jamás superficial.
En este mundo globalizado, descentrado o pluricentrado, hipertrofiado por la banalización del discurso massmediático, en este siglo XXI, un siglo trágico –como todos- y un siglo “bobo” – como pocos-, Bertoni irrumpe con una poesía que es razón y es conciencia, misterio y es belleza, con una seriedad que es la cara más cierta de la alegría y el atisbo más cuerdo que esperan quienes sustentan, a pesar de todo, la locura de la esperanza.
No hay nostalgia ni lenguaje sesentista. No hay proclama ni pancarta. Ni figuran consignas cuyo facilismo socavaría la profundidad de la duda que alienta toda verdadera poesía.
Sin embargo no hay olvido: revisa la estructura de la certeza, la debilidad de los sistemas de pensamiento, y lleva a cabo esa labor a la luz del ejercicio poético, una luz posible en un universo que se debate entre la performance acrobática de la sombra y sus secuelas, y los resplandores vacíos del estruendo de todos los discursos, de todas las ofertas informáticas, de todos los mensajes de texto concebibles en el marasmo de redes wireless, macro ondas y micro ondas, macro relatos y micro relatos sociales.
Ni el sindicalista ni quien estudió economía define con precisión tremenda el trajinar y la determinación objetual de las “Mercancías”. Lo hace el poeta que ha devenido “hombre invisible”. Mejor dicho, al ser invisible el autor, lo hace el poema:
“De púrpura los pies pisan la tierra y baña lo prohibido de inmediato:
este baño lustral de una caricia
sabe que va a caer la piel del grito:
alguien sirve el almuerzo,
pone sal en la mesa…
Al borde están los más en el ayuno eterno.”
Ese borde señalado, esa multitud de “los más”, esa economía de la palabra sobre la palabra “economía” y su contra-sonrisa de payaso Krusty sobre el universo de las mercancías, materiales o simbólicas, sobre el intercambio semiótico de capitales, dinerarios o simbólicos en el sentido propuesto por Pierre Bourdieu y sobre todo la conciencia de ese “ayuno”, son los que otorgan valor de verdad a sus textos poéticos, en una época en que los sistemas académicos producen miles de “papers” o tesinas vacuos, huecos, aunque de apariencia legitimada por el poder jerarquizado en lo disciplinar y organizacional.
Su poesía se lee hoy en un mundo híper conectado pero no necesariamente comunicado. Este libro es un elemento útil a la hora de resignificar –y reconstruir- el tejido social, la red vincular que hace de los trabajos y los días una posible etapa del proceso de humanización.
El eco de Vallejo no aparece en esta poesía en la fractura sintáctica sino, entre otros elementos, en una ternura que también aparece en pasajes que refieren algo cruento o desdichado:
“Y en mi cuerpo yo siento sus brazadas – Sin embargo
en el vino que anoche degustamos
no estuvieron las ausencias tuyas.
Ausente estuvo el sol esta mañana.
Ausente estoy de mí,
desayunado.”
El cuerpo textual del poema es estremecedor, pero hay mucho más que estremecimiento: todo título resulta en cierta forma un meta texto o un para texto y plantea un horizonte de expectativas para el lector, horizonte que en el caso de un poema es fundamental para articular una vía privilegiada de sentido. Cuando el lector regresa al título del poema antes citado, “Pasa nadando mi hermanita muerta”, el diminutivo empleado con justeza, el diminutivo tantas veces bastardeado en la pseudo literatura infantil, alcanza la expresividad de un sismo colosal en la propuesta expresiva.
La libertad de escritura y la precisión son dos cumbres que Bertoni ha alcanzado con seguridad. El viraje hacia la prosa, en algunas páginas, se explica por una conciencia clara de su capacidad instrumental en ajuste con el tema de fondo, así como la omisión de una puntuación que en este caso solamente opondría barreras al torrente de lectura:
“Las botas de duro cuero pisan el submarino En la puerta del infierno clavaste tus espuelas impostando la voz como Caetano El herrero golpeaba el hierro con tu ojo Las manos dislocadas trabajan la madera para un caballo que montarán tus hijos:
por ellos das tu grito y nada hablaste.”
Otra vez, el título precipita una vía privilegia de sentido, ubica, actúa como vector de la lectura y estremece, el poema se llama “El 300 Carlos”.
Pero sería un error considerar esta obra poética solamente como un coherente corpus donde la función connotativa del lenguaje se supedita a una posible denotación concreta de intención testimonial. Eso quizá puede verificarse, pero el libro, afortunada, sabiamente, ofrece más.
Bertoni juega en los silencios, apuesta siempre a la mesura, a la potente expresividad de los vacíos que se ubica en un lugar muy diferente del sintagma barroco o neo barroco y que hace comparecer, paradójicamente, un excedente de sentido equiparable al que logran ciertos pasajes vallejianos o el Gelman más nítido de “Mundar” o el último Celan.
En esos excedentes de sentido, en el equilibrio con que logra plasmar un decir nítido, el hombre invisible hace aparecer, con toda su fuerza muscular, con su textura, con sus irregularidades frescas de vida, la evidencia humana que solamente la poesía puede decir.
Poemas de Adolfo Bertoni
Escenas en la cercanía de la herida
Mercancías
De púrpura los pies pisan la tierra y baña lo prohibido
de inmediato:
esta baño lustral de una caricia
sabe que va a caer la piel del grito:
alguien sirve el almuerzo,
pone sal en la mesa…
Al borde están los más en el ayuno eterno.
Aunque tenga miedo
A Lucio Muniz
Escribir un textito que tenga la cara de la noche,
la última noche que vivirá la muerte
del último poeta al resbalarse,
escribir esa sangre en la luz de sus manos
allí cuando se agarre la cabeza:
dejarlo hablar, si puede,
al silencio que salga de su boca como un pie.
¿Arden los ojos de la amada última?
Como un rayo que cruza en la tarde en que habrán de
enterrarme entre sonrisas
un viejo puente no da paso.
Ha crecido el arroyo.
Llueve mucho y para distraerme un rato
le escribo cartas a mi muerte.
Desearía tatuarla en mis brazos
–con el torso desnudo mostrarlos sobre un barco
en el que sólo viera pasajeros extraños.
En lo más hondo estabas mejillona
Y yo trabajaba la piedra con un ojo cuando el amanecer
parecía un bosque
lleno de árboles como el beso que quise darte.
Tu hermanito jugaba con tus manos
y se agitó el viento un poco más cuando tu corazón
quiso llamarlo.
(Esperaba en la orilla el Orejano:
nos ladraba sabiendo que habrías de volver sobre tu sangre).
Y yo que quise alzarme y tocar la raíz de tu más mundo:
es decir una llave que pudiera ayudarme a abrir toda puerta en el dolor.
Pasa nadando mi hermanita muerta
Y en mi cuerpo yo siendo sus brazadas –Sin embargo
en el vino que anoche degustamos
no estuvieron las ausencias tuyas.
Ausente estuvo el sol esta mañana.
Ausente estoy de mí,
desayunado.
Los custodias
El filo del cuchillo, fresco como un alma,
ha desgarrado el mármol del ángel de la noche pasada,
y en ayuno regresa a la vaina maternal
al final del canal que trajo sin pausa el nacimiento.
Los murciélagos ascienden a la bóveda
y desde allí vigilan.
El niño transpira en la cama que hierve
y pide al menos una jarra de agua para amarla en sus labios
como a un brote de sombra en el desierto.
El cuerpo y el espíritu murmullan al costado de las sábanas muy blancas.
Ajustes
(…) In poesia
quello che conta non è il contenuto
ma la Forma.
Eugenio Montale
Il poeta
¿Pero no habrá de hacer oír
su abismo acaso el contenido?
El dolor de la rosa cuando pincha, por ejemplo,
la manera en que olvidan fácilmente
las aguas de la ausencia,
el ave que no halla la rama sonora en que posarse,
el sueño y el no sueño alucinado
de toda muerte en vida,
la mano que vacía dobla sola,
la palabra que al no poder donarse implora,
un corazón de atril cuando trasiega
–la desesperación del fin (sufrimiento muy suyo)
cuando a una vida llega.
(Con Raúl Ferreiro)
Canales, signos, sangre
De la vida nacen esas líneas
que recorren la palma de la mano
del que ocultó los límites
–sin dios, sin recompensas,
en pensamiento alzado, en ánimas precisas–
hasta que se desangra el sitio del sentido
como un amante muerto en solitaria alcoba, descalzo para el mundo,
desatándose el nudo del cuello de su angustia:
a veces, en el tiempo, para hallar la verdad
se erige una palabra como una eterna culpa
que a todos nos perdona.
Por Césare Pavese,
solo en la habitación 346
La imagen
Así, en la transparencia,
está otra vez muy luz
el cuello nupcial de la muerte.
Ha regresado en sueños
de pura realidad
como un tallo que piensa
al entrar en la noche.
Afuera el mismo sueño
de lo que ya no existe:
la cuerva anatomía del espejo.
La fortaleza, el pánico
La feliciddad ja ja ja ja
Ramón Palito Ortega
También la claridad con que respiras
me devuelve a la sangre,
a la recién nacida.
Convexas sombras se repliegan,
se inscriben en tu espalda
y dejan ebrio al que a la muerte sigue.
(Quiero quedar adentro:
SENTIR QUE ME DESPIDO).
Tierra o ceniza
Al soñar, los pies
–al desplazar el cuerpo
del animal de sombras,
entre soles de mármol
y urdimbres de renuncias–
pisan también la mañana del luto:
algo en horror ondula,
hace sus muecas,
come sus propios huesos,
y se amontona la tierra de caer.
Se han encendido los hornos
y un mar de lágrimas la loza moja.
Quien se arrodilla sabe
el olor de la culpa.
(También los gallos muertos
cantan su himno al amanecer).
Hallazgos en un Batallón
Un cráneo, una clavícula,
un cuerpo
–y no hay silencio
si faltan las palabras.
El otro pájaro
A la memoria de Elder Silva
I
Si se mira bien no existen los días sin penas.
Hoy ha muerto sorpresivamente
un poeta: deja huellas en lo invisible
de nuestros pensamientos,
un pozo hondo en el sentir.
(Él, tan puro, tan buen hombre, apenas visto
antes de cerrar el cajón).
II
Si yo pudiera Elder
revivirte hermano
te daría un papel
y una birome
–y esperaría.
En el mirador
Pensar del cuerpo, sí:
voz de los huesos
–y sangre conjugando en la belleza
los verbos del inicio del drama.
Épica del que diciendo
no hace otra cosa que existir
–salvar la vida en acto, poner
en vilo el sentimiento–
y dar verdad al ser que vamos siendo
mientras la sal avanza por los campos
de la oscura Cartago
–la nuestra.
A mis queridas y queridos del teatro
(a partir de Aderbal Freire Filho).
Sin título
Hay un cerco de garras
que ahora se entretienen con su presa.
Nadie escucha esta tarde la oración
que nos dice la carroña.
Óbolo
Cuando casi todo lo que sueña
es puro abajo
quedan las manos pidiendo.