Abigael Bohórquez

Madre ya he crecido

 

 

 

 

 

Llanto por la muerte de un perro

Hoy me llegó la carta de mi madre
y me dice, entre otras cosas: —besos y palabras—
que alguien mató a mi perro.

“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo,
—me cuenta—,
y se fue tras de su alma
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado.
No supimos la causa de su sangre,
llegó chorreando angustia,
tambaleándose,
arrastrándose casi con su aullido,
como si desde su paisaje desgarrado
hubiera
querido despedirse de nosotros;
tristemente tendido quedó
—blanco y quebrado—,
a los pies de la que antes fue tu cama de fierro.
Lo hemos llorado mucho…”

Y, ¿por qué no?
yo también lo he llorado;
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro que habla,
y engaña, y ríe, y asesina.
Mi perro siendo perro no mordía.
Mi perro no envidiaba ni mordía.
No engañaba ni mordía.
Como los que no siendo perros descuartizan,
destazan,
muerden
en las magistraturas,
en las fábricas,
en los ingenios,
en las fundiciones,
al obrero,
al empleado,
el mecanógrafo,
a la costurera,
hombre, mujer,
adolescente o vieja.

Mi perro era corriente,
humilde ciudadano del ladrido-carrera,
mi perro no tenía argolla en el pescuezo,
ni listón ni sonaja,
pero era bullanguero, enamorado y fiero.
A los siete años tuve escarlatina,
y por aquello del llanto y el capricho
de estar pidiendo dinero a cada rato,
me trajeron al perro de muy lejos
en una caja de zapatos. Era
minúsculo y sencillo como el trigo;
luego fue creciendo admirado y displicente
al par que mis tobillos y mi sexo;
supo de mi primera lágrima:
la novia que partía,
la novia de las trenzas de racimo y de la voz de lirio;
supo de mi primer poema balbuceante
cuando murió la abuela;
al perro fue en su tiempo de ladridos
mi amigo más amigo.

“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo
—dice mi madre—
y se fue tras de su alma —los perros tienen alma:
una mojadita como un trino—
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado…”
Ay, en esta triste tristeza en que me hundo,
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro
que habla,
y extorsiona,
y discrimina,
y burla;
mi perro era corriente,
pero dejaba un corazón por huella;
no tenía argolla ni sonaja,
pero sus ojos eran dos panderos;
no tenía listón en el pescuezo,
pero tenía un girasol por cola
y era la paz de sus orejas largas
dos lenguas
de diamantes.

 

 

 

Madre ya he crecido

Madre,
cuando después del golpe más profundo
y luego que tu entrega
fue una ronca palabra desolada
y fuiste henchida;
cuando subí hasta el centro de tu vida
y fui la inefable señal,
tu paso
se volvió cauteloso
porque iba en ti el misterio,
ay, tu voz se hizo lenta, encubierta,
como tus lágrimas,
y cuando fuiste como la brisa entre las cosas
porque temías despertarme.
Cuando yo fui en tu alcándara la ropa,
cuando me di en tus ojos
y fui en tu soltería violentada
aquel: ¿cómo será?,
cuando fuiste la celda y me embebía
lo mejor de tus húmedos temblores,
cuando en tu juventud escarnecida
fui la certeza, las ánforas colmadas:
tu andar aminoró blando, callado,
se volvió sigiloso como el pavor
y buscaste las cosas en silencio
porque temías despertarme.
Cuando fui disidencia
y gota a gota de tu entraña fuiste forjando mi esqueleto
caminaste con miedo por los cuartos
porque temías despertarme.
Y por mí, que venía,
se ensanchó tu cintura diminuta,
y el seno humedecido
por la espesa camelia de la leche
se enriqueció con el fervor nocturno de rezar.
Para mí que venía,
tu cuerpo maduró de amaneceres,
de esos amaneceres del insomnio
donde fue tu aguardar dolido culto.
Entonces
ya no pudiste ir por las alcobas
porque yo te cansaba desde adentro
y porque,
madre,
rodeada de tus faltas y tu exilio
eras el hálito inerme de la tierra;
adivinaste
la hondura maternal de la mañana
y el sentido del viento,
y hasta del suelo que pisabas, torpe y henchida,
levantaste la hierba para el nido,
porque dentro de ti te duplicabas
tan pequeña, tan sola;
te movías extraña entre las cosas,
y llorabas, pero en silencio, cautelosamente,
porque temías despertarme.
Luego menguó tu cuerpo,
vació la copa su escanciada imagen
y en tu grito
mordido y necesario me tuviste,
pero calladamente, porque temías despertarme;
ya que miraste mi fealdad minúscula,
habituaste a tus brazos con mi peso,
meciste en el impulso de besarme
la formamuerte de mi cuerpo amargo,
y en el vaivén del ritmo señalado
me miraste hacia adentro, estremecida,
y presentiste mi semblante breve,
mi destino poeta,
la dura suerte de sufrir temprano.
Ay, cuando me mecías
cómo cantaba Dios en tu garganta.
Madre, ya he crecido,
en las manos
padezco los estigmas de aquel pueblo,
en la mirada llevo
las normas de humildad que me legaste
y en mis labios tu voz
que tomó rosas de las rosas;
madre, ya he crecido,
no me pidas buscar los huecos de la infancia
para llenarlos de recuerdos,
no me pidas me borren la sien de la locura
con un pañuelo tuyo,
ya he crecido.
Sé que no tengo noches venideras ni esperanza posible,
sé que el poema es vuelo subterráneo
a la espera de luz que lo rescate;
ya he crecido,
pero sé que la herida sigue abriéndose
porque no empaño ya, madre, los espejos,
y nadie querrá ya decir mi nombre,
yo sé que busco las jóvenes cinturas,
los peces de mi signo penetrándose,
que a la azucena tengo encarcelada al doblar de la esquina,
que el sueño me da vueltas,
y que aguardo mi noche bajo el íntimo vidrio
de todas las estrellas;
yo sé que he de buscar el cielo roto
en que cansé tu vientre de raíces
para saber cómo éramos entonces;
tú que fuiste en mi ser estas dos cosas:
el ignorado padre de mi cuerpo
y la serena madre de mi muerte,
no me hagas recordar si ya presientes
mi semblante que esconde su agonía,
mi destino poeta,
mi dura suerte de morir temprano,
cuando se huyan las horas por las huellas del aire,
y se libere el fruto de su cáscara infame,
y el sol de todo un día se apague en las rendijas.
Ahora te peso más y más te canso,
ahora te duele más mi vida
y aún temes despertarme;
aun, no termina tu dolor conmigo ni mi dolor contigo.
Han pasado veinte años.
Hoy que ya me conoces
y que sigo pensándote y doliéndote,
es la crudeza de vivir y el miedo de vivir
lo que muy hondo
como un río de bocas me taladra.
Porque yo quiero dormir el sueño blando
en que sumerge su mentón la noche
tras el diluvio cal de las estrellas,
porque yo quiero dormir en las orillas
donde el tumulto reza por un muerto,
para ya no dolerte más,
para que temas despertarme
cuando tu paso huya por los puentes,
y todos se den cuenta que me he muerto,
y no olvides mi nombre casi angustia:
Abigael… Abigael…
para que temas despertarme cuando sepas
que me he dormido para siempre

 

 

 

Crónica de Emmanuel

Emmanuel,
cuando tú tengas treinta o cincuenta años de edad
y busques en tu memoria al que, en su piel de perro,
tuvo para tus sobresaltos el amor;
cuando ya hayas crecido
y te puedas permitir el llegar y ver tu corazón,
mira que si en tu vida
quedó algo de este pedazo crepuscular
de hombre triste que soy,
encuéntrale todo lo hermoso que entonces no entendiste
y ten, si puedes, una lágrima para él,
porque cuando venga otra vez el aire espeso de junio
y me haya ido
y tú regreses a ser el perfecto salterio,
el niño que se partió por la mitad
para entrar en la vida,
algo de mí andará en las cosas que te hiedren,
allá en el fondo del tiempaire,
sin mí, sin vernos,
y pensarás:
aquel viejo hombre.

Emmanuel,
cuando ya esplendas fruto
y haya, tal vez en ese tiempo tuyo que reconocer
qué fue el poema,
y tengas una dulce canción que a nadie importe,
o una vara de medir,
o estas palabras de mala sombra,
o una categórica mudez,
o te halles de pie a la llegada de la nueva revolución
y seas uno de los que no lo puedan creer,
o aquel que esperaba otra cosa y no fue así,
o al engañado hasta por nadie y por él mismo,
o el que también a mí también a mí también
y esperes la otra nueva revolución
seguro de que será mejor,
o el que llegue a pisar por primera vez
estrellas que ahora no sabemos.
El que viaje a la luna como viajar ahora a Noland
y tu padre no exista,
el que descubra la verdadera vida eterna
o el que, de pronto,
cuando los barcos sean en desuso
y el mar una vieja postal,
haga posible otra vez el mar;
caerá del sueño aquello que tú fuiste
y entonces llegaré,
como raído imperio,
a traerte la melancólica edad donde hicimos flagelo,
rotura,
olvido,
oficio de olvidar;
guarda para que puedas alguna vez
mostrársela a los tuyos
esta húmeda labranza de poesía,
estas cosas del amor
como anís,
rosa,
paloma,
libertad,
y piensa que todo pudo haber sido de otro modo
si el mundo…
si los hombres…
si la vida…
si es que…
si la…
si…

Abigael Bohórquez (México, 1936 – 1995). Poeta sonorense. Estudió teatro y composición dramática en la Escuela de Arte Teatral del INBA. Entre sus libro ... LEER MÁS DEL AUTOR