A. E. Quintero

Porque a veces el corazón se siente
como ir montado en un caballo

 

 

 

 

*

 

El exprimidor de naranjas dejó de funcionar.
Eso pasa.
Las cosas sin importancia
buscan su turno, se dan su importancia
así, no sirviendo,
dejándonos incompletos, ausentándose en el justo momento.
Y a mí
todo lo que es ausencia, ausentarse,
me rompe los vidrios. Ejerce una poderosa detonación
casi como el que se tira al piso al escuchar un bombardeo, una balacera.

Lo mismo hizo el sacacorchos.
No estuvo. Tal vez nunca compré uno.
Y el rayador, y el abrelatas
que nunca pensó hacerme tanta falta
me hizo salir al centro comercial
a buscarlo. Como una esposa cuando se enoja
y hay que ir por ella a casa de los suegros, o a buscarla con la vecina.

No sé por qué me afectan tanto las cosas
que dejan de funcionar, que se ausentan.
A veces he pensado en comprar dos cosas de lo mismo.
Pero no sé si yo pueda
en lo futuro
con dos ausencias.

 

 

*

 

Yo ya no quisiera comer gallinas,
ni vacas, ni comer salmones, ni delfines.
En realidad
yo ya no quisiera comer nada que se canse
de su propia vida.

Pero me da flojera ser vegetariano.
Odio las coliflores
y sus sabores a regaños y a infancia,
los espantosos espárragos
que siempre le declaran la guerra a mis intestinos;
la lechuga morada
que parece más un golpe en el ojo
que una yerba tranquila, que no busca problemas,
que no se mete con nadie.
Me dan asco los nopales
y su masculina baba secreta,
los brócolis que parecen arañas disfrazadas de cosas buenas,
las espinacas
que saben a jardín, y saben a yerba que está de malas, agrias,
amargadas.

Sólo tolero las zanahorias
porque siempre he tenido alma que escapa
-como las liebres salvajes- como los conejos
cuando descuidas la puerta de la casa
y eres niño, y la televisión te llama,
y tu conejo se sale y escapa.

No logro imaginarme
viviendo de ensaladas, que tal si me vuelvo vaca
y si me da
por quedarme dormido parado
frente a la puerta de mi casa o frente a la cama.

Pero en serio, de verdad,
ya no quisiera comer seres con los que comparto
este esfuerzo de estar vivo.

 

 

*

 

Hay gentes que cuando mueren
no se vuelven sombras, se vuelven sitios,
lugares que uno frecuenta
tiernamente.
Se vuelven un viaje al que uno llega
a ciertas horas del día,
con cierta noche en la cara, con un sol tremendo en los ojos.

Se convierten en una humedad profunda,
en una marea interna, en un clima de árboles ganados por el frío.
Algunos son un reino de hojas secas
que el viento recorre en su ancianidad lejana.
Otros son un territorio, una atmósfera.

No todos los muertos
pasan a esa otra forma de ser hombre y sombra al mismo tiempo.

Se quedan sonando como la vibración de una campana.
O entran a la madera de una silla, como una oración, a la madera de una mesa.

Mi abuelo, por ejemplo, se volvió lluvia,
una lluvia alegre de provincia,
una antigua lluvia de bastón y sombrero, caballerosa,
de esas lluvias que dejan pasar a las señoras, y dejan
llegar a casa a las muchachas sin mojarlas.

Pienso que los muertos se convierten en algo
que amaban. Por eso sé que mi abuelo se convirtió en lluvia.

 

 

*

 

Yo no sé cómo se olvida.
Nunca he sido bueno en eso de quitar nombres de mi pecho.
Nunca he sido buen abandonador.

No sé cómo se olvida.
Es como si hubiera que meter
la mano hacia aguas muy profundas de la garganta y el corazón
e ir sacando tiempos, fechas, lugares,
ir sacando
gente que ha naufragado en nuestro pecho.
Y no sé.
Yo amo de veras. Con esa humildad de llamar
de usted
a la piedra por ser vieja, al pájaro
por saber volar,
y al árbol, de usted, por ser árbol y ser tremendo:
bello
como el niño que soy cuando veo un árbol
y lo trepo con los ojos.

No sé cómo se olvida,
porque guardar personas, objetos y lugares
definitivamente es lo mío.

 

 

*

 

¿Y qué si el chico
ocupa la moneda para droga?

¿Y qué
si la emplea para comprar un cigarro suelto
o para estopa?

¿A ti, qué? ¿En qué te ensucian sus versiones de irse,
sus maneras de evitarse,
el transporte colectivo
en el que sueña no estar rumbo a su cuarto de cemento?

¿A ti qué
si ocupa esa moneda para no ver a su padre
cuando llega a verlo?

Si la gasta en comprarse
invisibilidad, o se emborracha
antes, ¿a ti qué?
¿Le vas a dar trabajo?
¿Le vas a borrar de los ojos los ojos de su madre?
¿Le vas a cambiar los huesos
para que duerma más cómodo en las calles?
¿O sólo le vas a hablar de la multiplicación de los panes
y las ventajas de llevar una cruz al cuello?

¿Tú cómo te evitas? ¿Cómo evades tanta conciencia?

¡Coño, dale la moneda y ya!

 

 

*

 

No he logrado reponerme
de ser adulto.

Pasaron tantas nubes frente a mi ventana.
Pasaron hojas lamidas por la luz de octubre.
Señoras largas como un tren mecánico para niños.
Distintas maneras de ser, de caber,
de intentarlo.

Pasan cosas diariamente,
piedras que de tanto no gritar de furia
sólo se rompen,
soledades que no hacen sino quedarse quietas,
tristezas que huelen a soltero,
a matrimonio viejo, a muebles cubiertos de lágrimas no dichas, secas.
Diario alguien sucede a alguien.
Diario
algo reemplaza a algo,
porque eso es el tiempo
un reemplazar, un empujarse lejos,
una difícil reconciliación con tus propios restos,
con lo que queda de ti.

Y no obstante
uno no es propietario de su propio cuerpo.
Nunca uno es dueño de sí,
nunca se tiene la última palabra sobre nada,
y aunque hoy hace un clima propicio para las flores pequeñas,
y para los viejos de color tabaco y ojos de parque en octubre,
uno no puede, no consigue,
no mantiene el ruido agradable de las viejas cosas
y los entrañables sucesos.

Uno es descalzo de nacimiento,
con un amor histórico y un irse cronológico de frente contra la lluvia,
con un vaso de agua sobre la cabeza
en el que se lleva quieta
la infancia y sus otras moscas azules:

Uno siempre duele.
Uno
duele.

Esta edad estomacal y sacada al sol por media hora.
Los motores lentos de esta joven vejez
y sus mecánicas poleas de hierro de antes.

¿Qué se dice uno entonces?

¿Qué se dice?

 

 

*

 

Me gustó mucho ser niño,
me la pasaba bien en mi cabeza.
Ni los árboles, ni las paredes,
ni los asientos del auto
eran lo que parecían.
La ventana de mi casa
nunca fue una ventana.
Los objetos se hacían pasar
por otros objetos.
No sé qué era la lluvia
pero yo la perseguía con mis amigos
de una calle a otra calle.
Y regresar de jugar con alguien
era como haber dado un beso.

La primera vez que fui al mar
entré imaginándome siendo otro.
Y el mar
fue muchas cosas distintas en aquellos años,
era como una mascota muy crecida
que al irnos
alguien olvidó subir al auto, y la vi quedarse.

Vivir era tan simple
como ponerse los zapatos.
Aún recuerdo la primera vez
que le hice bien el nudo a mis agujetas.
Parecía que ya nada, nunca, saldría mal.

Era tan sencillo estar vivo,
querer a alguien.

Querer
no tenía nada qué ver con el cuerpo.
Querías
e ibas a su casa a pedir permiso
para que lo dejaran salir
a jugar un rato.
Siempre tuve mejores amigos,
les gustaba cómo jugaba a lo que jugáramos.
Y yo era bueno en eso
de jugar, de compartir mi imaginación con otro,
de cambiarle la identidad a las cosas,
de encontrarles un parecido
que las hiciera distintas.

No sé por qué te cuento todo esto.
Lo que yo quería
es explicarte cómo se construye un poema.

 

 

*

 

Debería de haber un grupo de apoyo
para los que no nos tenemos a nosotros mismos;
para quienes no contamos sillas
sino vacíos,
para los que nos enamoramos de una puerta
o amamos una ventana.

Un grupo de apoyo para los solteros de cuerpo completo,
para los desquiciados de manos
y pies sin rumbo,
para los sin amigos y sin ropa fija.

Para aquellos a los que la casa no les cabe en todo el cuerpo.
Un grupo que apoye a los adoptados por un amor fantasma.
A los adeptos del miedo y de una calle a solas.

Porque algunos pocos
sabemos que en el fondo castigado del clóset
está dios con una varita golpeándose los dedos,
y hay un sueño que nunca
se dice en alto.

Debería haber un grupo de apoyo
para quienes no entendemos nada, para los que soñar
es un vicio a oscuras;
para aquellos cuya fantasía les alcanza los muslos
como quien camina por la playa pensando en ahogarse.

Un grupo de apoyo
para los que nunca se suicidan,
para quienes les da igual 20 cigarros o 20 abandonos.
Para los que tenemos tres dioses metidos en el zapato
y les rezamos
antes de salir de casa.

Porque quiero suponer
que no soy el último de mi especie
y que la soledad no es un acto contagioso
ni un niño jugando a morir.

Porque quiero pensar en la vida
como una mujer piensa en la comida que hará mañana
para no repetirse.

En la vida
como en una libreta donde se llevan las cuentas y los gastos,
y una lista de las cosas que deben escribirse para no olvidar a nadie.

Porque quisiera creer
que no soy el único que vive huyendo

y que la felicidad
es una palabra posible.

A. E. Quintero (Culiacán, Sinaloa, México, 1969). Radica desde muy joven en el Distrito Federal. Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UN ... LEER MÁS DEL AUTOR