Un día nos fue dado amar al mundo
Noche adentro
Escucho una estampida de pájaros nocturnos,
el eco que repiten las piedras sin memoria.
Las hojas empozadas se sueñan en su rama
mientras las aguas callan el curso de las horas.
Solo he vivido un día y todo ha sido noche.
Herida de ceniza mi frente aún espera.
Oscuras mariposas en mis manos escampan.
Sus alas rotas cargan la errancia de otro entonces,
las esquirlas de un tiempo que en ofrenda se alza.
Vivir es soñar días sabiendo que es de noche.
Decir
Decir, en el anhelo de que al fin
no haya más que decir, cese el anhelo.
Decir para poder callar un día
y oír todo resuelto en el silencio.
Decir para entender que no hace falta
ponerle nombre al tacto de ese cuerpo
que inunda nuestra orilla sin aviso
con la temperatura de lo eterno
y en su mudez lo dice todo…
Basta
mirar al mundo (sí, que está bien hecho):
las cosas fueron dichas de una vez,
en su materia vibra un nombre cierto
que a veces creo oír también vibrando.
¿Por qué callaste, Dios, antes de tiempo?
¿Por qué no terminaste de decirnos?
Con la palabra a cuestas, con el sueño
de terminar tu frase, nos dejaste.
¿Qué quieres que digamos? ¿Cuál el verso
que llene la oquedad por donde brota
cada palabra huérfana de vuelo?
¿Acaso el que te dijo a ti tampoco
fue capaz de decirte de un aliento?
Ayúdame a callar, seca este cauce.
Ahógame el decir, sopla esos ecos.
Descansa en mí tu luz, quema mis labios
y dime, voz callada, en ese beso,
mi nombre: solo así, tras escucharlo,
podré olvidarme en ti, toda silencio.
Ofrenda
Sitiado en la penumbra surge el canto
de lo que no alcanzó a saberse día,
cuando tus manos huérfanas de tiempo
trazaron la estatura de la muerte
y urdieron en la entraña de la piedra
la voz de lo que no merece un nombre.
Las horas no distinguen si sus nombres
nacen o desembocan en tu canto,
si el cielo es padre o hijo de la piedra:
cosechan el olvido, alzan el día,
y añoran la promesa de la muerte,
pero alimentan con su hambre al tiempo.
De ti conservo la palabra tiempo
y cargo su cadáver como el nombre
que arrastra el condenado hasta su muerte
con la esperanza de volverse canto
sin verbo, para al fin nacer al día
que transfigure el llanto de la piedra.
Aúlla entre mis sienes una piedra,
la misma que desdobla sobre el tiempo
la estampa diluida de los días:
imagen que en tus aguas busca nombre
sin otra voluntad que la del canto
forjado a semejanza de la muerte.
Si pudiera abrazar toda la muerte
imitando el olvido de las piedras,
entregarme al sonido de su canto,
redimir el instante, ser el tiempo
sin edad, liberado de sus nombres,
y acallar esta sed que ahoga el día,
no diría palabra y cada día
cedería sereno ante la muerte
y por fin el silencio, único nombre,
despojado del peso de la piedra
volvería a ser uno con el tiempo:
voz callada, raíz antes del canto.
Sea el día anticipo de la muerte
en que vuelvan a unirse piedra y canto
y descansen del tiempo nuestros nombres.
Ceremonias de interior
Hay algo permanente en la distancia
entre objeto y recuerdo, aquí o allá,
ayer, hoy y mañana.
Repetido y diferente en la memoria
todo queda circunscrito a ese lugar
en que un día nos fue dado amar al mundo.
Perduran sus imágenes: la angustia
del rito los domingos, las migajas del pan
y el desamor
que negamos una vez tras la ventana.
Cambiamos de ciudad, contamos sitios,
pero allí y solo allí fuimos y somos
para siempre condenados al abrazo,
al secreto de la luz que nos recuerda por las noches
nuestra ruina originaria.
Es raro a veces contemplar el cielo
y sentirse observada devuelta desde un sitio
que no es exactamente el que se mira.
No sería posible precisar
si es desde las alturas que desciende
aquella claridad que desempolva
los hábitos dormidos en el pecho
o si lo que sucede en realidad
es solo un movimiento
sin espacio
sin punto de partida ni llegada;
un desfase de la luz
sobre el cuerpo que alumbra,
ya no de allá hacia acá,
no desde afuera,
porque ya no hay lugar
y todo es dentro.
Hacia dónde
Pero Ítaca está dentro, o no se alcanza.
Francisca Aguirre
No alcanzarán las islas que contaste
y aproximaste en sueños, tras la niebla de la infancia,
a extinguir el rencor que hoy incendia
y consume todos tus barcos.
Henchidos de silencio entre la luz
del recuerdo y la noche del presente,
su madera enronquecida se alimenta todavía
del anhelo de que Ítaca no sea
sino el sitio que separa
tu vida de la vida,
o de la muerte, que es lo mismo;
el rincón que te espera
sin promesas
cuando ya no haya palabra
ni deseo de ella
y acaricien tus huesos
las raíces invariables de la tierra.