Jorge Teillier

Un ángel rebelde

 

Por Francisco Véjar

 

Entre un lord inglés y un boxeador contra las cuerdas como dijera Jorge Boccanera, era Jorge Teillier (1935-1996). Nacido en Lautaro, el mismo día de la muerte de Carlos Gardel y fecha, además, en que los mapuches celebran el año nuevo. Su lugar de origen fue la Frontera, el pequeño Far West, le llamaba Pablo Neruda. Esa zona está entre el Bío – Bío y el Toltén. Territorio poblado por colonos (Lautaro fue fundada en 1881). La vegetación virgen había sido desplazada por avellanos, pinos y eucaliptus. El tipo de construcción era europea. Se hablaba tanto en castellano como en francés, inglés y mapuche. Un mundo que Teillier jamás olvidó. El universo poético al cual se adhirió siempre está transido de fantasmas, duendes, viejas cajas de música, estaciones de trenes y por supuesto, el sur real e imaginario que vivieron sus antepasados y cuyos sueños, ya muertos, lo acompañaban en el retorno a la provincia. ¿Influencias o afinidades? En algún momento: Mary Webb la novelista de Gales, vecina y folletinista de Dylan Thomas, Knut Hamsum, Selma Lagerloff y Francis Jammes. Los tiempos cambian pero yo no cambio, solía decir en otro lugar, cuyo nombre era El Molino del Ingenio, campo ubicado entre La Ligua y Cabildo  (V Región de nuestro territorio).

Ahí se radicó, a lo menos en los últimos 10 años de su vida. En esos predios tenía una pequeña casa de madera que fuera de un molinero muerto. En su pieza rodeada de una enorme y selecta biblioteca, había puesto en los muros: postales, el equipo de fútbol de Polonia (con un autógrafo del entrenador), el equipo de Francia (sin autógrafo), unos dibujos a pastel hechos por su nieto y una foto de su abuelo francés. A veces estaba gran parte del día, en el escritorio leyendo a sus preferidos, Novalis y Hölderlin, ambos románticos alemanes. Cuando estaba en El Molino del Ingenio, sus días se repartían entre los pueblos más cercanos. En una oportunidad, nos pusimos chaquetas de cuero y sombreros, y nos fuimos a recorrer  los bares de Cabildo. Le decía a la gente que yo era una persona rica y que había comprado unos terrenos y que iba a organizar unos tijerales a los que invitaríamos a todo el mundo. Entonces nos regalaban whiskyes. En la Ligua en cambio, el bar preferido era el de Don Rocha. Curioso lugar, habitado por espejos y vieja clientela. Sobre una de esas mesas de roble, Teillier escribió: “Estoy donde Don Rocha frente a un vaso de whisky. / Sí, nostalgias del Far West, nostalgia de rebaños y trigales infinitos, de lunas azules y de un tiempo sin tiempo”. Ese bar tuvo un fin bien curioso, lo que había sido el mostrador y las mesas donde los habitúes jugaban al cacho y bebían vino tinto, se transformó en un negocio de tejidos. Don Rocha al final de sus días nos atendía en el patio de su casa bajo un parrón. Así terminan las mujeres con los hombres, me dijo de manera sentenciosa.

Al describir el campo, donde habitaba, nos dice: “Estoy viviendo frente a un molino y una higuera, como René Char, el último de los grandes surrealistas, el lugar se llama El Molino del Ingenio y fue fundado por Gonzalo de los Ríos, capitán de Pedro de Valdivia, abuelo de la Quintrala, nuestra Marquesa de Sade chilena, que fuera dueña en el siglo XVII de estos dominios, situados hoy día entre La Ligua y Cabildo. La Ligua es un pueblo que vive de los dulces y los tejidos. Existe la mayor cantidad de automóviles per cápita del país, y también la mayor cantidad proporcional de diabéticos. Sólo he encontrado a dos poetas en muchos años. Cabildo es un pueblo de mineros y prostíbulos, con mucho carácter, las carnicerías se llaman “El suspiro”, “El pequeñito” y “La caricia”. Estoy viviendo frente a un molino, en una casa de madera – como el molino – que es ahora propiedad del Ejército”. La casa de campo era silenciosa, conversábamos alrededor de dos grandes chimeneas hasta altas horas de la madrugada. Me leía ediciones hechas por él mismo. Recuerdo una en homenaje a René Char y a Elvis Presley, que según Teillier pertenecía como él a un “Club de corazones solitarios”. Recuerdo poemas inéditos que leía con voz catarrosa, interrumpido apenas, por el incesante ruido de una cascada. Lo recuerdo haciendo traducciones de Pink Floyd y observando ensimismado a su gato Pedro: “Sabio budista Zen / que mira la lluvia / porque sabe que la lluvia existe”. Creo que era una persona atípica en cualquier lugar del mundo. En el prólogo al libro Muertes y maravillas, sostiene: “no importa ser buen o mal poeta, escribir buenos o malos versos, sino transformarse en poeta, superar la avería de lo cotidiano, luchar contra el universo que se deshace, no aceptar los valores que no sean poéticos, seguir escuchando el ruiseñor de Keats, que da alegría para siempre. De qué le vale escribir versos a tanto personaje resentido, encerrado en una oscuridad sin puerta de escape, que vemos deambular por el mundo literario”. Muchos de sus textos los escribía al reverso de sobres de cartas, en servilletas y hasta en carátulas de viejos discos. De un poema hacía a lo menos diez versiones distintas y las corregía hasta llegar a la definitiva. Generalmente leía en las largas horas de insomnio de la noche. Su memoria era asombrosa. Recuerdo cuando les hacía las tareas de historia a los alumnos de primaria, sentado en una de las mesas del restaurante “El Parrón” de La Ligua.

En la ciudad de Santiago frecuentaba el bar La Unión Chica. Durante años ese lugar se transformó en punto de encuentro de numerosos poetas que buscaban refugio al interior de sus puertas. Le gustaba La Unión Chica, porque era uno de los pocos bares que había sobrevivido a los años de la dictadura militar en nuestro país. De esa experiencia nació la antología Nueva York 11, que reunía a los asistentes a las tertulias literarias de ese bar. “Somos privilegiados – decía -. Son veinte para las seis de la tarde y estamos aquí en un bar conversando hace tres horas. Sin prisa, sin necesitar nada más que un pequeño estímulo intelectual. No va a haber otros como nosotros en unos años más en Chile (…) Esto es una “aristocracia”. Todavía lo veo en la mesa de los poetas junto a Rolando Cárdenas, riendo o silencioso. Siempre con una copa de vino que hacía circular, según él, para la buena suerte. A veces también se integraba a la charla, un ex – boxeador que era su guardaespaldas y que respondía al nombre de Kid Capitán. Con frecuencia era suspendido de “La Unión Chica” por sus reiteradas amenazas de golpear a la clientela. Había un código que se debía respetar, si no estabas fuera. De todo esto, quedó testimonio: un legajo de escritos, con poemas, cartas, dibujos y solicitudes de ingreso de nuevos asistentes a las tertulias. Era el cuaderno de “Actas de la Unión Chica”, precedido por el mítico Chico Molina y Jorge Teillier. Ahí se anotaba de todo, desde la asistencia a la inasistencia de sus participantes. Recuerdo haber leído una queja en contra del poeta Rolando Cárdenas que por aquel tiempo había recibido una pequeña fortuna y la había dilapidado en “El Lagar de Don Quijote” con otras amistades, ausentándose de Nueva York 11, durante una semana. Por votación unánime fue suspendido de la mesa de los poetas, por dos semanas. Cabe recordar que “El Lagar de Don Quijote”, el “Isla de Pascua” y “La Unión Chica”, pertenecían a lo que se denominaba: Triángulo de las Bermudas, pues en cualquiera de esos lugares se podía desaparecer sin dejar rastros. Otro de los sitios visitados en Santiago, era “El refugio López Velarde” en la Sociedad de Escritores de Chile; ahí lo conocí junto a Poli Délano. Esa noche nos bebimos varias botellas de vino y se habló del escritor británico, Malcolm Lowry, en Bajo el Volcán. En el “Refugio López Velarde”, se juntaba con Rolando Cárdenas, Armando Rubio, Yolanda Lagos Garay y otros poetas.

En una de sus cartas – que generalmente no enviaba – hace alusión al conocimiento enciclopédico que tenía acerca del deporte y además habla de las ciudades que extrañaba: “No es raro echar de menos Madrid, Calafell, el Escorial. Aquí me consuelo leyendo revistas deportivas (1945: Argentina Campeón de S.A. De la Matta, Méndez, Pedernera, Labruna y Loustau en la delantera).  Escribo algunos poemas como quien lanza botellas al mar. ¿Seremos los últimos sobrevivientes que recojan las palabras de la tribu de Eddy, Milocz, Dylan, René Guy Cadou, Rojas Jiménez? (¡Vivan las arbitrarias mescolanzas!), Cendrars, los tripulantes de Stevenson. Aquí estoy con los niños de Dickens sometido a los padrastros que aman sólo la prosa. Bueno, un abrazo a ti y a los muchachos. No seas grasa y escríbeme. Y no silbes demasiado por las calles”.  (Santiago del Penúltimo Extremo, 29 – VI – 1976 (San Pedro y San Pablo. Temperatura máxima 14 grados. Mínima; 2, 5 bajo cero a las 2. 30 A M).

Su opción de vida se adhería a la de poetas como: Serguei Esenin, Georg Trakl o Dylan Thomas. En ese sentido era incorregible. El poema que mejor refleja esa situación es Pequeña confesión: “Sí, es cierto, gasté mis codos en todos los mesones. / Me amaron las doncellas y preferí a las putas. / Tal vez nunca debiera haber dejado / el país de techos de zinc y cercos de madera. / En medio del camino de la vida / vago por las afueras del pueblo / y ni siquiera aquí se oyen las carretas / cuya música he amado desde niño. / Desperté con ganas de hacer un testamento / – ese deseo que le viene a todo el mundo – / Pero preferí mirar una pistola / la única amiga que no nos abandona. / Todo lo que se diga de mí es verdadero / Y la verdad es que no me importa mucho. / Me importa soñar con caminos de barro / y gastar mis codos en todos los mesones. / “Es mejor morir de vino que de tedio” / Sin pensar que puedan haber nuevas cosechas. / Da lo mismo que las amadas vayan de mano en mano / cuando se gastan los codos en todos los mesones. / Tal vez nunca debí salir del pueblo / donde cualquiera puede ser mi amigo. / Donde crecen mis iniciales grabadas / en el árbol de la tumba de mi hermana.  (“Para un pueblo fantasma”, 1978).

Fue por excelencia el guardián del mito, hasta que lleguen tiempos mejores. Fiel a sí mismo hasta el último día de su existencia – afirma – : “Mi mundo poético era el mismo donde ahora suelo habitar, y que tal vez deba destruir para que se conserve: aquel atravesado por la locomotora 245, por las nubes que en noviembre hacen llover en pleno verano y son las sombras de los muertos que nos visitan, según decía una vieja tía; aquel mundo poblado por espejos que no reflejan nuestra imagen sino la del desconocido que fuimos y viene desde otra época hasta nuestro encuentro, aquel donde tocan las campanas de la parroquia y donde aún se narran historias sobre la fundación del pueblo. La poesía es para mí una manera de ser y actuar, aun cuando tampoco pueda desarticularla del fenómeno que le es propio: el utilizar para su fin el lenguaje justo para este objeto. Mi instrumento contra el mundo es otra visión del mundo. Para mí la poesía es la lucha contra nuestro enemigo el tiempo, y un intento de integrarse a la muerte”. Otra de las formas didácticas de enfrentar su trabajo poético, era la de hacer nuevas versiones de obras de otros poetas. El poeta galés, Dylan Thomas hizo algo similar al ensayar infinitas imitaciones de autores afines a su universo. Recordemos que el poeta norteamericano Robert Lowell, publicó un libro de poemas titulado: Imitation, y según algunos críticos es su mejor poemario. Jorge Teillier, no estuvo ajeno a ideas semejantes. Un ejemplo sería la versión que hace a partir de un poema de Czeslaw Milosz, llamado: Canción sobre fin del mundo. “El día del fin del mundo/ La abeja ronda sobre los geranios, / El pescador teje una red luminosa, / En el mar juegan los alegres delfines, / Los tiernos gorriones saltan en el alero / Y luce dorada la piel de la serpiente, / Como debe ser”. Teillier después de leer este de texto de Milosz, escribe su poema: El día Fin del mundo. “El día del fin del mundo / será limpio y ordenado / como el cuaderno / del mejor alumno del curso. / El borracho del pueblo / dormirá en una zanja, / el tren expreso pasará / sin detenerse en la estación / y la banda del regimiento / ensayará infinitamente / la marcha que toca hace veinte años en la plaza. / Sólo que algunos niños / dejarán sus volantines enredados / en los alambres telefónicos / para volver llorando a sus casas / sin saber qué decir a sus madres, / y yo grabaré mis iniciales / en la corteza de un tilo / sabiendo que eso no sirve para nada. / Los amigos jugarán fútbol / en el potrero de las afueras. / Los evangélicos saldrán a cantar a las esquinas. / La anciana loca paseará con quitasol. / Y yo diré para mí mismo: “El mundo no puede terminar / porque las palomas y los gorriones / siguen peleando por la avena en el patio”. (Poemas del país de nunca jamás, 1963). También vertió al castellano, poemas de Robert Louis Stevenson o de franceses como Robert Desnos y Jules Supervielle, entre otros.

En varias oportunidades, encontré versos suyos al reverso de ediciones, como: Alicia en el país de las maravillas. Ahí se leía de su puño y letra: “Nieva / y todos en la ciudad / quisieran cambiar de nombre”. “Si el mismo camino que sube / es el que baja / lo mejor es mirarlo desde esta ventana”. (Le Monde) “Nada que agregar / a la siesta de la silla de paja / junto a la piedra redonda”.

Era un solitario como Rilke. Se había retirado hacía tiempo de la vida literaria oficial del país y con frecuencia decía: “Prefiero quedarme en Ingenio conversando con Marchant, el cuidador del fundo. Aprendo más y no soy interrumpido con frases solemnes”.  Sólo esperaba ver de nuevo un ovni, como el que vio al mediodía del mes de enero de 1958 en Lautaro. Jugaba ajedrez y apostaba con muy mala suerte a los juegos de azar. Le hubiese gustado estar con Baudelaire, si hubiese dado muerte a su padrastro, el General Aupick, también haber hecho un viaje en velero hacia Chiloé (isla del sur de Chile), y uno en el ferrocarril de Temuco a Carahue, la Ciudad que fue, en homenaje a Eliana Navarro. En el prólogo del libro de Teillier Para un pueblo fantasma (1978), Lafourcade, describe la atmósfera que rodeaba la casa natal del poeta: “Jorge Teillier jugaba al extranjero. No había dudas. – Aquí estuvo el molino – me decía, señalándome unas ruinas – ¡fue el mejor incendio del pueblo, en muchos años…!  Jugaba al extranjero cuando todos le iban reconociendo y el: ¡Hola Jorge! se multiplicaba. Lautaro, unos tilos, unos olmos, la plaza, el Kiosco de la banda del regimiento, la novia, el camino circular de las novias, el círculo de tiza de las amadas. Como si acabara de mandarla a hacer, allí estaba otra, la niña blanca, de rasgos aymaraes, y ojos febriles, y boca de pez con sabor a manzanas ácidas.

Frío, humedad. El salón de la casa tenía su chimenea apagada. Allí hubo bautizos, santos, cumpleaños, despedidas, llegadas, horas de alegría, los hijos en el colegio, horas de inquietud, alguien enfermo, alguien que no había ido, alguien que no escribía, es Jorge, mamá, que juega a irse, él lo leyó en alguna parte, leyó que no era de este mundo y, mucho menos, de Lautaro. La idea le atrajo y comenzó a desaparecer. Juego peligroso, el de los niños terribles de Cocteau, y mucho antes, ya descrito por el niño poeta de Charleville”. Yo acompañé a Teillier al pueblo de Lautaro. Corría el invierno de 1994. Estábamos en Temuco, en un encuentro de escritores Chileno – Mapuche. Un día temprano, pasamos al Bar el tren y nos desayunamos dos whiskyes dobles y después de escuchar varias canciones en el Wurlitzer e incluso de apostar a un tema con las manos atrás y decir: “la máquina no nos vencerá”, partimos a la ciudad sagrada. El almuerzo fue en el Hotel de France. Luego la inevitable visita al cementerio donde yace su hermana: “Vivo en la apariencia de un mundo / Tú no sabes ni puedes saberlo / Tú no puedes conocer a mi hermana. / Yo mismo apenas la conozco / Porque murió antes de que yo naciera / Y esa llaga adelantó mi llegada. / Por eso crecí antes de lo debido / Y la primavera es una rápida hojarasca / Y el verano un congelado reloj de arena. / Ya sólo puedo yacer en el lecho de mi hermana muerta. / El vacío de mi hermana me sigue cada día. / Cuando yo muera habré muerto antes de su muerte”: (“Hermana” del libro de poemas Cartas para reinas de otras primaveras, 1985). Visitamos también, la que fuera su casa natal situada a pocas cuadras de la línea férrea. Golpeamos a la puerta principal y nos recibió la actual dueña de la propiedad; una señora de mirada afable que conocía a la familia Teillier Sandoval desde hacía muchos años. Recordó anécdotas de la infancia de Jorge, junto a sus hermanos y primos en el río Cautín. Después de tomar un refresco en el living, subimos al segundo piso para ver la pieza donde Jorge escribió sus primeros versos. Mientras conversábamos los tres, se sintió el pitazo del tren de la tarde.  Retrocedí en el tiempo e imaginé a Jorge Teillier, adolescente, leyendo en ese mismo cuarto las novelas de Julio Verne o Salgari.  La casa guardaba esa lozanía y en su silencio parecía oírse de nuevo los diálogos de sus hermanos muertos. Luego de despedirnos, pasamos por la plaza principal de Lautaro y emprendimos la vuelta a Temuco. En esta ciudad fui testigo de algo bastante curioso; vi a Nicanor Parra y a Jorge Teillier hablando en mapudungún con un escritor mapuche de manera absolutamente fluida.

El círculo se empezaba a cerrar, atrás iban quedando las charlas en su biblioteca de El Molino del Ingenio, el compartir el mismo gusto por Henry Treece y las constantes visitas a las tertulias dominicales en el Ex Club Radical de La Ligua. Atrás quedaban los gatos que deambulaban tan ociosos como nosotros por el Molino; y ese silencio que muchas veces compartimos y que solía estar poblado de voces, atrás quedaba el canal de la luz y las anécdotas. Los presagios del nogal ya daban la señal. Por lo mismo, sabía que el final vendría tarde o temprano, pero no se quejaba. Un día me dijo: “Pancho: “Cuando mi voz deje de escucharse / piensa que el bosque habla por mí / con su lenguaje de raíces”.

Poco antes que muriera, en 1996, trabajábamos en su libro de poemas que se llamó: En el mudo corazón del bosque. Además preparaba la Antología de poesía universal, traducida por poetas chilenos, en colaboración con el poeta Armando Roa Vial. Su vida, como siempre, fluctuaba entre la ciudad y el campo. Lo vi una semana antes de su muerte. Pensaba viajar a la feria del libro de Buenos Aires. Con Krupskaia, mi mujer, lo acompañamos a elegir una maleta para el viaje. Nos despedimos en el metro de Santiago. Supe que a pocos días de partir para siempre, fue a visitar a  la que fuera su segunda esposa, Beatriz Ortiz de Zárate. Llevó Champagne como en los viejos tiempos. Recuerdo que una vez me dijo: “No fue el helado viento / quien marchitó las ramas. / Quien marchitó las ramas / fui yo, que les conté mis sueños”. No nos vimos nunca más.

 

 

Tardío adiós

 

Hablaré de un tema que no es fácil para mí: los últimos días de Jorge Teillier.

En el año ’90 o el ’91, una noche en que regresábamos de la Ligua –donde solíamos hacer un tour por los bares, entre ellos El Parrón, el ex Club Radical y Las Piedras del Huaso–, Teillier me dijo: “Debes entender que yo ya no estoy en el mundo”. Ahora me doy cuenta de que tenía claro la cercanía de su final, porque era una persona de una enorme inteligencia y cultura.

Recuerdo una de las clínicas psiquiátricas donde estuvo internado, en la cual los médicos no lo querían dar de alta ya que estaban haciendo un informe sobre el alcoholismo, y era tal el conocimiento de Teillier al respecto, que, en la práctica, lo retenían para sacarle información. ¡El poeta se las daba de manera tan espontánea y generosa!…

Siempre estuvo consciente de su alcoholismo crónico y, por tanto, de que su final estaba próximo. Sabía de la ruina física a la cual lleva esta dolencia: la cirrosis terminal. Pero el alcohol era el filtro por donde recibía la realidad, la que de otro modo no soportaba. Por eso, era frecuente que citara a T. S. Eliot, cuando éste decía que el hombre no estaba hecho para vivir “bajo el peso de la realidad”.

Jorge Teillier empezó su dipsomanía a temprana edad, 14 ó 15 años, cuando tuvo sus borracheras iniciáticas. Las veces que lo vi sobrio, era como una persona con la piel en carne viva, de una sensibilidad extrema. Desde luego, no se trata de hacer un elogio al alcohol. En una carta que le escribe a Beatriz Ortiz de Zárate, su segunda esposa, el 30 de diciembre del ’69, Teillier daría una clave sobre su manera suicida de enfrentar la vida: “En mí hay un fondo de destrucción y decadencia que debe de venir del decadente mundo de los pantanos del sur, de los pueblos que construyeron los antepasados y que están muriéndose muertos en mí, impidiéndome enfrentar a esta vida de frente, en forma real; y, sin embargo, sé que hay en mí por delante un futuro, fuerzas para un futuro, para crear y tener una buena situación económica. Si en el año 70 puedo publicar cinco libros y dirigir dos revistas, las cosas no pueden estar mal”.

A pesar de todo, doy fe de que Jorge fue una especie de “santo bebedor”. Nunca lo vi agredir a nadie. Además, era portentosa su lucidez “en el tiempo líquido del bar”, como él llamaba a ese barco metafísico en el cual uno empezaba a navegar en las mesas del bar La Unión Chica.

Me tocó presenciar los años finales de Teillier. Recuerdo que en la primera época era una persona totalmente festiva, brillante, una luz que aparecía en La Unión Chica (entonces aún estaban vivos Rolando Cárdenas, Iván Teillier y otros). Era una vida en que lo cotidiano se transformaba en un asunto poético y, además, absolutamente atípico… Pero será mejor que fije la mirada en la muerte del poeta.

Después de la crisis que tuvo el año ’92, cuando agonizó en el Hospital Clínico de la Universidad Católica (ocasión en que incluso el cura José Miguel Ibáñez Langlois le dio la extremaunción), Teillier logró recuperarse milagrosamente de la descompensación de su cirrosis terminal, gracias a los cuidados del doctor Víctor Charlín. Jorge, en su casa de Las Condes, en San Pascual 355, quedó con escaras en ambos talones de los pies y el doctor Charlín le proporcionó una dieta libre de carnes y frituras, compensando esto con legumbres bañadas en aceite de oliva, seis claras de huevo al día –por su condición de reconstituyente hepático–, llantén, matico y otras yerbas. Tal vez esta mezcla permitió que viviera cuatro años más.

Estuvo en su dormitorio recluido por unos meses. Yo lo iba a ver con frecuencia. También Armando Uribe, Enrique Volpe, Lorenzo Peirano, Enrique Lafourcade y Jorge Torres Ulloa. Con Uribe queríamos crear un comité de amigos que lo acompañaran cuando superase la convalecencia, para impedir que recayera en el alcohol.

En una carta a Jorge Torres, Teillier le dijo que no volvería a tomarse un trago en su vida. Después comenzó a salir de su casa, la mayoría de las veces lo acompañé yo, y nos íbamos al café La Escarcha. Allí yo me bebía un café y él una Coca Cola. Recuerdo lo lúcido que estaba y la maravilla de que jamás perdía el humor. ¡Nos reímos mucho!

Teillier estaba más brillante que nunca. No bebía alcohol y se restablecía de un modo inusual respecto a otras personas con cirrosis terminal. Luego de que el doctor Charlín le hiciera la prueba hepática, se descubrió que se había regenerado una cuarta parte de su hígado. En una conversación personal del doctor con la familia de Jorge, les dijo que podría vivir 18 años más si no volvía a beber alcohol, ya que la parte recuperada del hígado permitía cumplir todas las funciones vitales sin problemas, claro que ateniéndose a una dieta estricta. El error fue contárselo a Teillier. Al enterarse Cristina Wenke, su pareja de entonces, se apresuró en volver al Molino del Ingenio. Yo los acompañé en el regreso y me quedé cuatro días, en los que visitamos distintos bares, sobre todo en La Ligua, y Jorge bebía Coca Cola.

A la semana llamé a Teillier y me dijeron que había vuelto hace una hora, para luego partir a Cabildo. De inmediato pensé: “tuvo una recaída alcohólica”. Las opiniones eran diversas y se creía que en su estado lo mejor era internarlo, pero Cristina Wenke dijo (acertadamente, en mi opinión) que su opción era la muerte y que ella lo acompañaría hasta el final, ayudándolo a que se fuera dignamente de este mundo.

Jorge Teillier volvió a beber a fines del año ’92 y no paró hasta una semana antes de su fallecimiento. Fue un enamorado de la muerte porque, como lo reconoció, se suicidó lentamente. No había nada de ingenuidad en su decisión. En reiteradas oportunidades me dijo que no había motivo para llorar sobre la leche derramada: el ejemplo estaba a la vista de personas como yo, con inclinaciones al alcohol, y dependía de mí asumir los hechos y las consecuencias.

Un año y medio antes de su muerte, el doctor Charlín le hizo una nueva prueba de várices en el esófago y comprobó que su hígado estaba hecho pedazos. Le dijo al poeta que le quedaba un año de vida y brindaron melancólicamente por el desenlace.

La última semana de Jorge en Santiago fue como si ya supiera que le quedaban pocos días. Fue a despedirse de Beatriz Ortiz de Zárate, su segunda esposa, en la comuna de La Reina, y, como en los buenos tiempos, le llevó una botella de champaña dulce que tomaron juntos a lo largo de la noche.

También me cuentan que, en otro instante, tarareaba unos tangos en el bar del Círculo de Periodistas, mientras se tomaba unos whiskys abrazado a los amigos.

Me acuerdo que tres días antes del colapso definitivo, lo vi en el café Carpaccio leyendo el Calígula de Albert Camus, además de varios periódicos del día. Era un hombre completamente enterado de cuanto sucedía en los planos político, social y cultural del país.

Al escritor y periodista Carlos Olivares le dijo que las personas incapaces de asumir el alcoholismo e incorporarlo a su vida cotidiana, sin que se transforme en un desastre, era mejor que se dedicaran a la maicena, porque para entrar en ese juego había que estar dispuesto a salir sangrando por boca y narices.

Teillier me llamó por teléfono la noche del 15 de abril de 1996 y hablamos una hora. Fue una conversación profunda en torno a las cosas que yo quería hacer en el futuro. Me pidió expresamente que armara lo antes posible el libro Hotel Nube y se lo mandara, como habíamos quedado, al poeta Omar Lara. Éste, en su rol de editor, lo llamaba mucho por esos días y Teillier se sentía presionado, pero debía cumplir su palabra y me pidió que hiciera una selección de poemas inéditos: una cantidad razonable pero no desbordante, porque el material principal de los inéditos estaba destinado a En el mudo corazón del bosque, otro libro en que trabajábamos juntos. Le dije: “descuida, mañana a primera hora envío Hotel Nube a Omar Lara”.

Luego Teillier me reveló que estaba con mucho dolor, sobre todo en las costillas de su costado derecho, debido a la inflamación de su hígado. Además, sufría un pinchazo hiriente en todo el cinturón hepático. Eran crisis en donde el estómago no resistía el alcohol y se producían copiosas náuseas.

Al final de la conversación, le dije que se tomara un tranquilizante y se durmiera.

Una hora después, según el relato de Cristina Wenke, Jorge fue al baño y vomitó sangre. Llamó alarmado a Cristina y la hemorragia cesó en ese momento, pero de todos modos se comunicaron con el doctor Charlín en Santiago y él les recomendó hospitalizarlo en La Ligua esa misma noche. El poeta fue hasta su pieza, preparó su maletín y por sus propios medios partió al hospital de La Ligua. El médico de turno pidió unos medicamentos que no estaban en las farmacias de La Ligua, de modo que Cristina tuvo que viajar en un radio taxi a La Calera, donde sí encontró dichos remedios. Cuando retorna al recinto hospitalario, sintió en el aire que algo pasaba. Se dirigió a la pieza en donde estaba hospitalizado Jorge y vio que se desangraba, hasta que perdió la conciencia.

En un momento al poeta se le produjo un paro cardio respiratorio. Velozmente una enfermera se subió encima de él y le hizo un masaje cardíaco, logrando que volviera. Se discutió entonces trasladarlo en helicóptero a Santiago, pero la decisión final fue llevarlo al hospital Gustavo Fricke de Viña del Mar; eran las 12.30 de la noche. Rodrigo, sobrino de Cristina, relata que cuando lo metían en la ambulancia, le hizo cariño en la frente y le dijo: “Jorgito, da la última pelea, porque debes seguir con nosotros”. Teillier le respondió que de ésa ya no salía.

Lo llevaron a toda velocidad a Viña. Rodrigo iba detrás de la ambulancia en el auto de Cristina. En el hospital consiguieron suturar la várice esofágica que se había roto y le había producido la hemorragia; cosa bastante milagrosa.

A las 8.30 de la mañana me llamó Cristina a Santiago y me dijo que Jorge estaba gravísimo, pero que no me preocupase. “En estos casos nunca se sabe lo que ocurrirá”, agregó esperanzada.

Por la noche me había puesto a tipiar los versos inéditos de Teillier. Elegí otros poemas de Para un pueblo fantasma y en la mañana envié todos los textos a Concepción, a Omar Lara. Después, con Krupskaia, mi mujer, partimos rápidamente al hospital de Viña.

Tuve la suerte de poder entrar a la pieza donde reposaba Teillier. Pese a su deterioro, me reconoció desde la cama del hospital y me dio la mano. “Viejo Pancho –dijo luego–, haz algo. Llevo tres días aquí y no me quieren dar de comer”. Entonces me di cuenta de que estaba en un delirio. Conversamos brevemente y me acuerdo de que me despedí de él dándole un beso en la frente. “Fuerza, Jorge, fuerza…”. Y salí de la habitación. Ésa fue la última vez que lo vi con vida.

La agonía duró una semana, durante la que me quedé tres días en Viña. No hubo forma de salvarlo. Jorge, producto de la hemorragia masiva, tragó mucha sangre, lo cual significó un auténtico bombardeo de proteínas, que hizo colapsar a su hígado. Del coma hepático pasó a un derrame cerebral.

Al final de este proceso, Cristina me pidió que fuera a verlo, pero me opuse. Quería recordarlo lúcido, poético, un tipo con una memoria y un talento irrepetibles. Se trataba de un hombre que marcó una tendencia importante en la mitad de siglo XX en adelante: la poesía lárica. Este convencimiento me sirvió de consuelo.

El final era predecible: el 22 de abril de 1996, Jorge Teillier murió.

Se le llevó en una caravana desde el hospital Gustavo Fricke al Molino del Ingenio, en La Ligua. Lo velamos allí, en una reunión privada, y al día siguiente fue conducido a la iglesia de la comuna. Por petición de Cristina y del cura, que conocía a Jorge, leí el poema “Para hablar con los muertos”. Después lo llevamos al cementerio de La Ligua, donde yace hasta el día de hoy.

Ese día doloroso despedimos a un gran amigo, a “una viva moneda que nunca volverá a repetirse”: Jorge Teillier.

 

 

Jorge Teillier (Chile, 1935 – 1996). Poeta, traductor, profesor de Historia. Representante de la generación del 50 y principal exponente de lo que en Ch ... LEER MÁS DEL AUTOR