Confesión en negro
Confesión en negro
Ahora puedo decir: esto era
la mayor parte de la vida. Lamento
sin embargo, aunque no
con excesiva pena,
no haber tenido nunca un dormitorio,
aunque por otra parte,
qué podía yo hacer con tantos muebles
y con tanta madera arrebatada
a aquellas tierras en donde nació…
Fue roja mi primera cama.
Tenía una plaquita, de San José y el Niño,
en el pequeño cabezal.
Recuerdo todavía
a los mayores discutiendo
que su compra era urgente pues la niña
no cabía en la cuna.
Fue peor
no acceder a los libros que, mudos, me llamaban
porque venían y se iban
más lejos cada vez. Igual que mis amigos,
que mis casas, que las viejas butacas,
que los paisajes encontrados.
Quién sabe todavía
en qué casa, en qué cuarto moriré.
Sin embargo, me alegro
de haber tenido, en USA, tres objetos: la boina
de hielo del dolor
de cabeza, el teléfono blanco
-en mi tierra eran negros-
de Mirna Loy, y haber averiguado
lo que desayunaban, en altas copas cristalinas,
las heroínas y los héroes
del cine. Eran pomelos: esa fruta
cuyo amargor no puedo soportar.
¿Y del amor? Punto y aparte.
Los quise. Me quisieron:
todos fueron mis gatos. Y hubo también tres perros.
Lo sé: no ha sido tan terrible.
Profundo como los ríos
Rostro negro de soledad,
en tu sudor toco la nieve que se abrió en el aire.
Regresan las agujas de hielo bajo el sol,
y me encuentro, al perderme, en el lino cuajado
o en el deshielo súbito
de otra mañana:
aquella en que el narciso despertaba
a su esplendor efímero.
Amado rostro negro de soledad, tocarte desearía;
recoger en mi uña el destello de ese sudor
como si recogiera, uno a uno, los días que te envolvieron
y hablaba corno tú.
Y, sobre todo, me rebelaba con esperanza.
Tu casa está sobre el jaspe y el zafiro,
sobre la calcedonia y la esmeralda,
y sobre las otras siete fundamentales
sin exceptuar la amatista.
Los vientos, por ti, se han detenido en
sus cuatro lugares.
De soledad
están pobladas tus calles. Y de lejanía
oculta tras doseles de arena.
En las noches de estruendo y orgía,
copas volcadas y cruces llameantes,
has ocultado tu corazón bajo una gardenia
y la armonía, desde tus manos,
—Si yo volviera, ¿adónde volvería?—
ha embriagado las sombras.
Si yo volviera,
dibujaría en la pared de mi prisión
nombres fugaces, las palabras
de una antigua canción, un teléfono viejo
con el cable cortado sobre el pecho
de una mañana, un libro sin abrir,
el blanco sobre el verde
y un ave del Camino de las Ocas.
También lo que traías, rostro negro de soledad.
Su voz
Vino de más allá con su tristeza. Había
rodado por los siglos y las lunas
intactamente virgen,
vertical, pura y honda,
hecha de mármoles antiguos,
de historias y de gestas
y se rompió en mi playa lejanísima
con sonido de órganos extraños.
Humanamente se rompió en mi playa
con su verdad traída en las raíces,
con su verdad rotunda, abras adora,
y en mis arenas hubo un murmullo de oros,
un temblor en las cimas de mis dunas
y una noche más honda y pensativa
se adentró en mi silencio.
Y ahora no sé lo que me dice.
Es su voz la que bate sin cesar mis orillas.
Es su galerna la que lame
mis rocas
con la lengua salobre de la angustia.
Son sus espumas las que ciñen mis piernas temerarias.
No sé lo que me dicen. No lo oyen mis oídos.
Lo siento a ramalazos, nocturno mar,
mar viento,
arremetiendo mis costados tristes
(piedra viva sin agua; sólo tierra).
La verdad que me trae no la busco,
no está, no, en sus palabras.
Está en su voz eterna,
en su voz impalpable, huidiza, arrolladora,
lejanísimamente mía
y a la vez
más próxima y más fiel que mi tristeza.
La verdad que me trae.
Nada se oye
The abandoned ruins of the dreams I left behind.
De una canción popular inglesa.
¿Estuve sola
a través de los tiempos y los grupos
dorados del otoño, a través de la sombra
del árbol en el agua
inquieta o dura, y más y más allá?
¿Fui o fuimos hablando entre la niebla
que fingía triunfantes
contornos a mi lado: un rostro puro
muy extraño en su noche, con los signos
de un idioma remoto en su frente, en su boca?
¿Yo le hablaba a la niebla y a la sombra
o es que alguien me oía?
¿Oía alguien?
La respuesta, ¿era una voz o el viento?
Era una voz ¿o el agua
salvaje de ese río cruel y poderoso
que el amor no conoce?
Nada se oye.
En la casa vacía, las preguntas -los pájaros-
se estrellan, silenciosas, contra el muro
y una muy tierna gota de sangre sustituye
a la huella del ala en el cemento.
Un instante fue el roce y destruidas
una a una se ocultan.
El silencio, ¿no es mucho para cada criatura?
La eternidad es sólo un peligro invisible
porque las roncas voces de la montaña claman
por los cuerpos perdidos que hablaron a las sombras.
Nada se oye.
Pero entonces, ¿me oía?
El silencio es como una eternidad sin fondo,
sin principio: una espalda
a la vida, a los hombres.
Para después no quiero contestación ninguna.
Es aquí donde tuve la urgencia de saberlo.
Oh sí, ya nada se oye.
Pero entonces, ¿me oía?
El silencio
Hay un vacío en el que no se oyen las zapatillas.
Y otro más profundo: el que disuelve nuestras manos.
Y nuestro cuerpo. Y sólo flotan unos ojos
que no lo parecen. Aunque daría lo mismo
porque ya no pensamos con palabras
que todo lo confunden.
Además
¿para qué edificar un templo de un grito?
Un grito que no suena en la expansión de las constelaciones.
Un grito que no oye el pastor de planetas.
Un grito que se llena, como un cubo, de huecos.
Un templo que visitan arenas y huracanes.
La boca ha gritado,
¿de qué huerto ha venido? ¿En qué lejana flor
se hará otra vez silencio,
historia no aprendida
y vida sin pregunta?
¿En qué agua de otro tiempo
se pulió la mandíbula y su origen?
¿En qué apagado sol
se removió su cero antes del cero?
Gritar: tan sólo un accidente, una arruga en el aire.
Y un destrozo,
un harapo de algo; un desgarrón superfluo
desde el violento, desde el distraído
que empuja, pisa y habla alto. No grita.
Alto, sólo, habla.
Se oye su voz pavorreal.
Y el grito se desenrosca desde su sima profunda:
un poquito de aire que, primero,
tropieza con la esquina del pulmón,
garganta arriba. Luego ulula, asalta
la pared que contiene su infinitud,
su triste desmesura,
arañando su cárcel, resuelto en templo,
ecos en frío crisopacio que se aleja,
en el tiempo, de la boca: su nido.
Y nada alrededor. La boca mueve
sus alas sin sonido, sin sentido,
entre el agua y el huerto,
entre hueso temprano y légamo futuro,
entre el cero y el cero.
Entre el cero y su carga.
La dama extraña
Para Alfonso Jiménez, in memoriam.
En la ciudad donde la lluvia
es una dama extraña
que viniera de paso y sin propósito,
me dijo, después de larga ausencia: “Yo no entiendo
tus poemas, ahora”. Él quería
decir. “Se me escapó tu vida
y ya no sé quién eres: sólo a quién me recuerdas.”
¿Sabía quién él era, me pregunto yo, ahora, que tampoco
lo conocí aunque nada enmascarar sabía?
La dama extraña había realizado su trabajo
demoledor en los que a ella se acogieron.
Su hermosa luz, su equívoca alegría,
la fresca sombra, el homenaje de los siglos,
que la aturdían como un vino, el orgullo
feroz de ser quien soy recreada en sus blondas,
y la humildad de los fantasmas a quienes ella
arrodillaba, en aquel tiempo.
Los que nunca aceptaron,
en aquel tiempo,
la reducción a la ceniza, al lienzo oscuro
en el destello de sus ojos ciegos, no bastaron
para impedir que con su dedo
no borrase todo fulgor; para impedir que no arañase,
hasta el harapo, la fuente de preguntas de cal viva,
el miedo de cal viva y de cemento.
A todos los recuerdo, agrupados y jóvenes,
ignorando los brazos de esa dama, lenguas de sombra,
que ya hacia ellos se tendían.
El grupo
muestra ahora las imperfecciones de la felicidad,
las arbitrariedades y desmanes de los días,
su sorteo de muertes y de números
trucados; ellos serían
los agraciados con el signo
de una generación desperdiciada
en pueblos sin futuro, en futuro sin pueblo,
que verdaderamente ama lo que nunca
ha de ser desamado.
Y han muerto, de otro modo,
los que saben y viven. Como aquellos
a cuyas dudas no podremos
ya nunca responder porque sus dados,
rodando en desventaja,
nunca habrían podido superar
al juego sucio de la vieja dama.
Mariposa en cenizas
Hoy te escribo, Señor, y te pregunto
por la escondida luna de mi muerte;
por sus manos de hielos afilados
como agujas que cosen telarañas;
por esa muerte mía, sólo mía,
que aún no está madura por tus campos. Tú, Dios, para matarme,
para volverme a
Ti y a la sombría
cuna de donde vine, has de abrasar mis alas
y desatarme en nube pálida de ceniza
y aplastarme en la luz última de una tarde.
Y yo he de bailar,
con mi vestido gris de polvo y niebla,
frente al cielo amarillo y el sol frío,
sobre tus rosas y arrayanes muertos,
arrastrando mis alas desgarradas
igual que un breve cisne de las flores.
Y te pondré en la mano
dos lágrimas de luz y sal, como un pequeño
quejido por mis alas ardidas ya y cenizas
desde que me las diste un octubre lejano. Cuando tuvo mi nombre un lugar en el aire
y me llamaron «Julia» para hacerme más sitio.
La trampa
Julia
Uceda, qué has hecho de tu sombra.
Mujer sin huella, cuerpo
sin apellido,
denominas al humo, a las lluvias y al viento. A todo lo que pase y se borre y se pierda.
Has buscado una voz por donde había
viejos mitos desiertos.
Has adorado dioses derribados
en hondos agujeros,
y ahora todas las aguas de la tierra
lloran desde los montes por tu cuerpo
donde muere la muerte. Y donde muere
la vida al mismo tiempo.
Mujer con los brazos mojados
en el antiguo corazón de un cuento,
con las espaldas frente al
Todo
y las pupilas derribando miedos,
las viejas madres-muertes harán rondas
para que pudra tu secreto,
y escuches en los muros de tu vientre
un golpear de pétalos y huesos
y graves caracoles masculinos
en las tardes de invierno. Te rozarán la frente largas dudas
como ásperas lenguas de perro.
Escupirán inviernos en tu llama
porque has jugado con su fuego
y mostrarán de ti, cuando te vayas,
un helado cerebro.