La palabra
AUTORRETRATO
Heme aquí
con mi elemental pobreza:
dos piernas, dos brazos
y un cuerpo hecho de agua en el espejo.
Si me deslizo entre perfiles
nadie puede hallar la otra cara
de mi rostro en el espejo.
Mas si muestro lo que soy,
quedan desnudos e intactos los deseos:
los ojos, la frente alta, el dedo con el que desino lo que es mío
y lo que amo.
Y, por último,
escondida está la boca
acompañada de pliegues imborrables
que nadie, ni siquiera tú,
podrás borrar con besos.
PSIQUE
Ella sueña con un hombre que la mira dormir.
No le sonríe
para no distraerlo de su contemplación.
La amada, de tantos sueños, duerme
y se vuelve metáfora de polvo.
Él contempla
e imagina una palabra para nombrarla.
La encierra entre su voz y la guarda para sí.
¿Ariadna? Él pregunta.
Ella tiembla en sus almohadas.
¿Psique?
Ella entonces derrama unas gotas de su lámpara de aceite.
Lo unge sobre su frente.
Lo besa y se va.
DOLOR
Hoy han venido todos a mi lecho.
Todos.
Los dolores fieros,
esos,
los insoslayables como ciertas lágrimas,
esos que no tienen ni cura, ni alivio, ni consuelo.
Ese dolor que para otros se llama nostalgia
y para mí se llama abuelo.
También vinieron otros,
los que antes, ayer, hace un instante,
no tenían nombre, ni apellido
para poder nombrarlos.
Digo todos desde adentro,
y las siluetas se dibujan en las cuatro paredes.
Musito el nombre de Dios y no puedo rezarle,
porque nunca,
porque antes,
porque hace ya mucho tiempo,
ese hombre, deidad, hacedor hambriento
cruzó mi propio umbral y ya es conciencia.
¿A quién entonces decirle la última palabra,
la plegaria a medias,
en mitad de un llanto tranquilo, total,
sin espasmos?
EL CLAUSTRO ELEGIDO
No busco nada.
A nadie aguardo en este día.
Esperar es una de las raras
estratagemas de Dios
para detenernos en un punto.
Mi país:
montaña verde y lluvia.
Un caballo se pierde en la llanura
imaginada,
que ahora está vedada a mis ojos.
Busco la intensa reflexión:
la de los libros amigos,
la luz interna que preciso para vivir,
el candil de oro,
el Eclesiastés y la paciencia de Job.
A mi edad y en un país de lluvia,
el claustro es una elección.
Ahí se pierden los contornos.
La vida se diluye en un ir y venir
del trabajo al café,
del café a la taberna.
Busco la infancia que soy:
la llanura, la sombra del árbol gigantesco,
el único mar sin fondo,
el caballo desbocado en su furia,
el verdor de la montaña junto al cielo.
Me gusta quedarme a solas
sintiendo como la sangre me nutre de nuevas vestiduras.
A solas me pertenezco.
No hay dicotomía entre el espejo y yo,
una vive y la otra sueña.
Juntas recordamos a un hombre.
Juntas hemos escrito estos versos.
EN LA PIEL DE ÍCARO
¿Y si al caer desnuda como una mariposa de lumbre,
voy a dar a tus brazos,
y moro algunos minutos entre tus largas piernas?
Y si arrojo estos poemas en mitad de tu lengua,
en medio de tu indómita camisa,
solo porque anhelo morir quemada.
¿En dónde, entonces,
quedará toda mi vida ahogada dentro de ti?
Quiero para ello
tener la piel de Ícaro
y habitar dentro de ti.
Y morir de muerte
pero dentro de ti.
SISIFO
Mi salto es la palabra.
La palabra es la piedra.
La palabra es el riesgo.
La palabra es el grito.
Yo quiero ser Sísifo.
Subiré a la cumbre sola o con las palabras.
El brillo del sol no me quemará.
SUEÑO EN VIGILIA
Este no es un sueño.
No es el álgebra soñada.
No es la realidad imaginada,
o la grieta entrevista.
Tampoco es la literatura que se parece al sueño,
o el sueño que se parece a la literatura.
Igual que La Intrusa que Borges escribió
en la vigilia,
fui sacrificada por dos hombres.
Mi sacrificio no los hizo ni mejor ni peor.
Ahora ellos, los dos, deben olvidarme.
Mi sacrificio fue por la luz propia.
Soy una mujer que en vigilia escribe
y recuerda a dos que amó.
El sacrificio fue amarlos,
y no esto que ahora recuerdo,
que se parece a cierta altura y al olvido.
LA PALABRA
La poesía no está en la palabra.
La esencia está en lo otro,
en el tono que traiciona al poeta.
Hablo del idioma personal,
donde juntos se engarzan las nubes y el oído,
un lenguaje que apela a la miniatura y a los detalles,
a un libro que reproducimos en un verso,
a una escritura que nos viene siguiendo sin nombrarnos,
a una presencia cuyo nombre en vano
tratamos de aprehender,
y cuyo rostro nos ha mirado desde el primer nacimiento.
Necesito las palabras
para hallar dentro de mí la propia llave,
el interlocutor que no se presta al juego,
que no olvida,
que descifra el ajedrez traslúcido,
el de las manos que atrapan la sustancia,
el paraíso cuyo cielo aún no está fijo,
la manzana que es distinta a la que existe,
la redención de Eva en su curiosidad.
La palabra es una alusión
y nuestro intento por recordarla es
precisión,
ansiedad,
la remota piel que nos devora,
el íntimo animal,
la sangre cóncava y brutal.
En la palabra está la muerte perfecta
y la intuición de la otra muerte: la última.
Esa que de seguro abrirá la puerta del verdadero paraíso.