Nancy Morejón. La silla dorada

-Fotografía de la autora por Tony Ryan.

 

Compartimos un texto clave de la renombrada poeta cubana.

 

 

Nancy Morejón

 

 

La silla dorada

a la memoria de Loló Soldevilla

 

Soy una mujercita sin rostro

sentada en la punta de una roca,

hacia la parte inferior de un paisaje

donde se encuentran un río y dos mares.

No puedo dejar de contemplarlos:

un río para dos mares, dos mares para un río;

hasta que el grito del alcatraz,

más allá de las nubes, los despierta.

No sé hablar ni tengo manos.

Un látigo inmemorial las fue cortando poco a poco.

Y apenas reconozco las nuevas palabras aprendidas.

Apenas tengo lengua para los buenos días

y las buenas noches.

Todo es inmensidad a mi alrededor.

Todo es inmenso come mi pelo de ciclón

y la bestialidad de mis abuelos:

 

Mi abuela Brígida, ahogada en la tinta de los notarios,

pero invencible, rumorosa y pequeña;

tatuada en la memoria de las codornices,

allá en Ciego de Ávila;

fija en la furia de las turbinas

donde anidara Felipe Morejón Noyola;

fija en la memoria de Aida Santana, con su hacha de miel;

fija en mi propio corazón.

 

Mi abuela Ángela, vapuleada y cantando,

diezmada por veinticuatro partos,

echada a los solares con su triste canción

echada a los perros,

echada a la muerte precoz e inmerecida,

como todas las muertes precoces,

pero cantando una canción sin nombre

en una comadrita, junto a María Teresa,

«con sus trovas fascinantes que me las quiero aprender».

 

Muertes de mis abuelas

que nunca conocí.

Muertes de mis abuelos depredadores

que nunca tampoco conocí.

 

El follaje de los sauces calma mi inquietud.

Los pájaros están piando.

Sentada ante esta espuma,

salpican los recuerdos del Colegio Academia Laplace:

La mejor alumna de cuarto grado

representa a un travieso pollito negro

cuyos hermanos eran todos pollitos amarillos

pero el pollito negro era el desobediente,

el transgresor, quizás el real culpable.

Aquella misma alumna

–imposibilitada de estudiar en La Sorbona

gracias a algunos criterios adversos, sabiamente escondidos

y, sobre todo, gracias a la trampa de diversos tiñosos,

interesados en probar la inconveniencia

de que un pollito negro pudiera osar pisar París-­

nunca pudo dejar de ser,

nunca dejó de ser aquel pollito negro.

 

Soy una mujercita sin rostro.

Vino el viento de julio.

Me habían predestinado una escoba muy vieja y un sartén,

el último puesto en la fila,

el tapabocas y la más inconsciente sumisión.

Me dieron fuerte.

A mí también me dieron con un palo.

Benditos la escoba vieja y el sartén,

el último puesto en la fila,

el tapabocas y la aparente sumisión.

Soy una mujercita sin rostro

sentada en la punta de una roca

y aúllan los güijes en la noche

estremecidos por el viento de julio.

Soy quien soy sobre una silla dorada.

 

(De La Quinta de los Molinos, 2000)