Un peregrino en la ciudad de los forasteros
Por Santiago Espinosa*
Hablamos normalmente de literaturas nacionales, sin reparar demasiado en los conflictos. “La música fue creada por los nómadas… La poesía es un asunto de emigrados”, escribe Adam Zagajewsky.
Muchos de nuestros grandes poetas son en verdad forasteros. Hombres y mujeres que imaginan un retorno en las palabras, o que trataron de expresar en los vocablos la extrañeza de sus tránsitos.
Por cada poeta, escriba donde escriba, hay un linaje de fantasmas que se ha puesto en movimiento. Las fechas confunden y también los mapas.
No debe sorprender que en el caso de Bolivia, aparte de los consabidos Ricardo Jaime Freyre y Franz Tamayo, Oscar Cerruto y Jaime Sáenz —Gabriel Chávez Cazasola habla de “cuatro tótems” —, su poeta más admirado y conocido sea Eduardo Mitre. Un hombre que nació en Oruro pero que ha vivido casi toda su vida en el exterior, primero en Francia y finalmente en los Estados Unidos, como estudiante y profesor de literatura.
La poesía ha sido para Mitre el arte de leer en la distancia. La forma en la que escriben los forasteros. Incluso el poeta, en su faceta de ensayista, ha publicado recientemente Las puertas del regreso, un recorrido poético por los exilios latinoamericanos. Aquello que llamamos América Latina pudo ser lo que un viajero imaginó, tratando de regresar en algún punto. La perspectiva que adquieren los países desde lejos, cuando no hay otra patria sino el viento.
Todo esto lo sabía Eduardo Mitre, incluso antes de irse. Las historias de su padre, un inmigrante palestino, ya hablaban de horizontes y parajes intraducibles. Como Giovanni Quessep, de orígenes tan parecidos, el poeta comprendió desde muy temprano que había un éxodo anterior a las palabras. Lo que debió acentuarse cuando su familia se trasladó desde Oruro a Cochabamba, confundiendo los comienzos con la lejana transparencia del Altiplano.
Cualquiera sea el motivo, desde los primeros poemas de Eduardo Mitre vemos cómo el paisaje se diluye, dejando en su lugar una lengua movediza y que juega. Una escritura viajera, hecha de huellas y de rastros, caligramas resplandecientes. Morada (1975), su primer libro, es el acto de un escritor que ha encontrado su casa en la movilidad de las palabras, no en las certezas de un territorio:
FELIZ
L
A
ESCALERA
Q
U
E ACEPTA
S
U
S PELDAÑOS
S
I
N CONTARLOS
Esto mismo encontramos en los dos libros siguientes, Ferviente humo (1976) y Mirabilia (1979). Una levedad que nos incluye y nos borra, una cercana transparencia. En muchos de estos poemas el poeta, a la manera de los náufragos, encontrará algo de estabilidad en el fulgor de los objetos flotantes. Estas celebraciones de las cosas son de una gracia inusual:
No echa raíces como el armario
la silla que sólo se posa como los pájaros.
La silla era un ave de ala portátil
y vuelo escaso (sobre los hombros en fiesta
pasaba la silla como una cigüeña).
Con viento y papeles es ya palomar.
En los velorios nadie alivia más que la silla.
Encapucha con una camisa
amanece la silla.
Tarántula erguida en la penumbra la silla.
La silla espirita junto a la mesa.
Como el poema, la silla es un atado de líneas.
La silla sostiene al que escribe estas líneas.
No hay un desgarramiento, no se abre entre el lenguaje y las cosas la grieta de lo perdido. En Mitre, un poeta de la alegría –su poética inicial se encontraría en la palabra “Mirabilia”-, hay más bien la actitud de un hombre que asume con júbilo y ternura la contingencia de los tiempos, moviéndose con ellos:
Estar
donde te encuentras
Ser
lo que te rodea.
Desde el inicio de esta escritura, cuando Mitre tenía unos veinte años, estos poemas nos sorprenden con su capacidad para mirar lo que no vemos. O lo que es más preciso, para mirar lo que más vemos desde otra luz, tal como sucede a menudo con los extranjeros.
Cada poema de Mitre nos inquieta por su pulso, apenas toca las páginas pero todo se hace leve, como si hubiera sido escrito por otro animal. Una araña. Un saltamontes silencioso que se ha ido. Decía Octavio Paz sobre Morada, sin ocultar su admiración: “Es un libro precioso, hecho de aire y luz, hecho de palabras que no pesan, como el aire y que brillan como la luz. Un libro casi perfecto.”
Pero esta aparente sencillez es apenas ilusoria. Este poeta es también el estudioso de la gran literatura latinoamericana, donde parece haber encontrado un linaje tan poderoso como la herencia.
En Eduardo Mitre, como en ciertos pintores reflexivos, -estoy pensando en Picasso o en Tamayo-, podemos ver en sus trazos la historia de todos los trazos. El gesto único pero también la presencia de la tradición, poblando de rostros sucesivos los vacíos del poema.
Así es que leemos en Mitre la caída de Altazor, grito o silencio, y la palabra elemental de Neruda, y aquella poesía del presente de la que hablaba tanto Octavio Paz. Sólo que todas estas cosas se traducen al lenguaje de Mitre, adquiriendo otra frecuencia:
…Hay un cuerpo que nos despierta
a la impotencia del grito
porque el grito ya no lo despierta
(Carlos Mitre, hace ya noches,
fue para mí ese cuerpo.)
Hay un cuerpo que nos despierta
a la increíble ausencia.
Hay un cuerpo que nos despierta
al exangüe recuerdo.
Hay un cuerpo que nos despierta
al incesante olvido.
Hay un cuerpo que ya no nos despierta.
Porque en Mitre, a diferencia de los filósofos esencialistas, la identidad de las personas se revela por sus rastros. Pesan más las huellas que los cuerpos. Lo que vemos sobre las páginas es apenas el registro incompleto, las pistas más palpables de un viajero impenitente, y que es en últimas el propio Eduardo Mitre. Pero esto decía Julio Cortázar sobre Ferviente humo, su segundo libro: “no es frecuente un libro en el que cada poema constituye una entidad, algo así como una estrella que luego, con los otros poemas, dará la constelación total del poeta.”
Y sin embargo, a pesar de todo lo anterior, también es Eduardo Mitre un poeta declaradamente boliviano. No sólo por las constantes alusiones a Bolivia en sus poemas, enriquecidas por la perspectiva de la distancia, por los retornos de una memoria local, especialmente en los últimos libros donde aparecen incluso personajes como Urzagasti y Blanca Wiethüchter, dos de los grandes poetas de su generación. Es más que eso. Eduardo Mitre ha comprendido muy bien aquella luz del altiplano, llevando su transparencia a otros lugares.
Quizás de ahí venga el aire ambiguo que bordea su poesía, “me-di-te-rrá-neo”. La posibilidad de alguien que mira el continente desde el centro del territorio, abierto hacia todas las ambivalencias. Tal como lo hicieron antes Cerruto y Sáenz, Hilda Mundy. De pronto sea por esto que en la poesía de Mitre —he compartido esta experiencia con otros lectores —, tan pronto entramos en sus libros sentimos que una silla cualquiera, una mesa, una cerilla, se ubican en el centro exacto del mundo, como nos dice un poema de Paz sobre la peonza.
A partir de los años ochenta, con el extraordinario poema Razón ardiente (1980), después con el libro Desde tu cuerpo (1984), dedicado a su hijo, pero ante todo a partir de su libro La luz del regreso, de 1990, tenemos la sensación de que el viajero ha ocupado finalmente el centro de la escena. Ya no tanto los objetos sino su propia experiencia, no tanto los rastros sino su rostro, tan indeciso y misterioso como los primeros.
Aquel tono personal se mantendrá como una constante a lo largo de sus libros posteriores, hechos a la manera de los diarios. Los tiempos se entrecruzan y también los lugares, los mapas se ponen en suspenso. Un momento emblemático es “Yaba Alberto”, un poema escrito a la muerte de su padre. A veces sentimos que toda la poesía de Mitre gravitara en torno a él, el momento en que un forastero habla con los orígenes de su partida, al oído de sus muertos que también viajan, dejándolo solo:
…Sí,
he de volver a la casa,
a tu cuarto, a tu espejo,
a la luz del patio
lleno de tu silencio.
Y a las tardes del Prado
a oírte en los dados
cargados de tu recuerdo.
Pero antes, dime, yaba Alberto:
¿qué buscabas con tus ojos
secretamente ebrios
de nostalgia?
¿El camello imposible
en el país de la llama?
Rodeado de montañas
¿el desierto y la luna de los orígenes?…
Cuando alguien escribe, especialmente si lo hace en la distancia, los mundos se encuentran en el poema. A veces no sabemos dónde termina el uno y comienza el otro, sobre qué punto se dibujan las fronteras, si existe alguna diferencia entre la historia y las historias particulares. Cuando esto ocurre el silencio de un padre puede ser el silencio de una diáspora entera.
Después vendrán Líneas de otoño (1993) y Camino de cualquier parte (1998), sus dos libros más personales y literarios, sin que haya ninguna contradicción en ambas cosas. El poeta escribe en el reverso de los libros o de las conversaciones, frente a una imagen que cautivó su atención. La poesía es eso que dibujan las hojas del otoño, y las palabras de un diccionario, o esos recuerdos de Cochabamba, cuando la vida y la muerte era un partido de fútbol:
…Acaso, Daniel, el partido
terminó hace tiempo,
y ya todos nos fuimos
sin saber si lo ganamos
o perdimos.
O tal vez es este mismo
que ahora juego solo
de nuevo desde el comienzo
en la página vacía como un arco
con la palabra de todos
y el marcador en blanco.
Existe entonces una serenidad encontrada, algo como una familiaridad en las palabras. Pero la poesía de Eduardo Mitre tendrá un segundo nacimiento, una tensión renovada que entregaría lo mejor de este viajero y su mirada: el encuentro del poeta con la ciudad de Nueva York, donde reside actualmente y ha escrito sus últimos libros.
Como ocurrió en su momento con García Lorca o José Hierro, desde actitudes vitales tan distintas, Mitre ha encontrado en las calles de Manhattan el despliegue multicolor de la vida misma. La sensación del que camina sobre un tiempo condensado y transparente. Articulado y misterioso como el poema, abierto y por momentos agobiante, numeroso. “Y la ciudad que fluye esculpida como la estatua del movimiento.” Nos dice Mitre en algún lugar.
En Nueva York hasta los árboles parecen nómadas, y de hecho lo son. Los vivos y los muertos caminan por igual, nunca se detienen; nunca terminan de llegar a ningún lugar:
Oh, cómo fluye incesante
calles arriba y abajo,
cada par en su cauce,
el río de los zapatos.
Como la multiplicación
de los peces y panes,
cunden de todos los tamaños,
de todas las edades….
Es difícil escribir en Manhattan. Cada palabra, el nombre específico de algún lugar, tiene que desplazar a otros millones de alusiones y palabras. En el caso particular de Mitre estas cosas no suceden. Su poesía está acostumbrada a los rumores. Antes responde a lo que observa con la contundencia de un niño, recuperando nuestro asombro:
…Cabizbajo, reanudo la marcha:
galerías, escaparates,
la boca del Metro, un pasaje
a los espectros de Eros:
dudo un instante y me interno
en el túnel de mi paraguas.
Salgo a la orilla del Hudson,
lo extiendo, zumba su antena,
capto la estación del pasado
y remonto días, cuartos, años,
hasta la noche materna
que alumbra y me nace
en una corriente de sangre
que fluye y me arroja de nuevo
a esta orilla del Hudson…
Así es que este poeta transeúnte, un nuevo “paseante” de Baudelaire —en pleno siglo XXI — es quien observa atentamente la tensión entre el pasado y el presente; la vecindad del extravío y el milagro; los días confusos alrededor del 11 de Septiembre, que para algunos comenzaron este siglo tan extraño.
Aquel tránsito poético ocurre con El paraguas de Manhattan, de 2004, el mejor de los libros que ha escrito Eduardo Mitre hasta la fecha. Recuerdo la vez que vi al poeta en Bogotá, leyendo los poemas de este libro. Había algo nuevo y a la vez musical. Una poesía que era consciente del pasado pero no de sus cansancios, como si hablara de una ciudad nueva y al mismo tiempo conocida. La impresión que nos causó fue la de un poeta verdadero. Irrepetible. La gran poesía había hablado entre las calles una vez más. Recuerdo pocas lecturas que me hayan dejado una impresión similar.
Tiempo después, cuando leímos sus libros, comprendimos que el viajero tenía todo un éxodo de regreso. Que en estos poemas neoyorquinos ocurría una alianza, el encuentro de un peregrino con la ciudad de los forasteros: su vértigo de luces y oscuridades subterráneas, el epicentro inconfundible de sus cuadrículas.
Pero no todo ocurre en el exterior. También sucede lo que Antonio Muñoz Molina, el novelista español, llama en el prólogo como “esa cosa extraña de Nueva York”, “esa virtud de devolverlo a uno repentinamente a sus orígenes, a sus recuerdos más lejanos, de traerle una presencia y un acento de su país perdido.”
Sobre estos retornos es que nos hablaban ampliamente los últimos tres libros de Eduardo Mitre, Vitrales de la memoria (2007), Al paso del instante (2009) y Última adolescencia (2016). El poeta viajero es quien ahora testimonia la luz de los recuerdos que regresan. El altiplano boliviano y sus rutinas, las amadas de la adolescencia, los amigos, aquella poesía que destella en el presente y transparenta nuestro pasado, igual que unos vitrales:
Nunca se quedó atrás nuestro pasado:
tenaz, entre intervalos de aparente olvido,
nos fue siguiendo los pasos, furtivo
como un ladrón detrás de los árboles
Hay un poema de El paraguas de Manhattan que se llama “La lámpara”, dedicado a su esposa Suzanne Mitre. Cuando la lámpara se enciende parece que el espacio acogiera su claridad. Se hace la luz sobre los libros, transportándonos “a Ítaca, a Bagdad, a la Mancha, a Mágina, a Balbec…”. Cuando esta lámpara se apaga, nos dice Mitre, “voces remotas/del silencio retoñan/como las hojas del árbol.”
Esto nos pasa al leer un poema de Mitre. Cuando habla las palabras encienden las habitaciones. Alguien nos cuenta de los viajes y de la ciudad, de sus objetos, con una precisión extraordinaria, de un tal Scott que ha desaparecido entre las calles de Nueva York, sin dejar rastro. Cuando el poema termina otro viaje continúa. Oímos en sus silencios el oscuro rumor de los navegantes.
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Santiago Espinosa (Bogotá, 1985). Poeta, ensayista y traductor. Poemas y ensayos suyos han sido traducidos al italiano y al francés, al inglés y al árabe. Es profesor de la Universidad Central y del Gimnasio Moderno de Bogotá, donde Dirige la Escuela de Maestros. Es el autor de Escribir en la niebla, compilación de ensayos sobre 14 poetas colombianos, y de los libros de poesía Los ecos (2010), Lo lejano (2015), El movimiento de la tierra (2017), ganador del Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2016. En 2019 apareció en Turín Detrás de lo que escribo siempre hay lluvia, antología de sus poemas traducida al italiano.