Buenos Aires, siempre Buenos Aires
AEROLINEAS ARGENTINAS
Ella leía Cien años de soledad
en un idioma extranjero.
Mientras yo tiritaba de miedo
al mínimo contacto posible:
su mirada.
Al roce con su piel,
quise que el avión
siguiera volando alto,
muy alto y sin destino.
Pero las doce horas de vuelo
pasaron tan rápidas, como en el cine.
En la cinta de equipajes,
tomó su maleta y se marchó,
sólo un gesto con la mano
como una caricia
invisible sobre mi pelo.
Y entonces supe,
que las historias de amor perduran,
aunque nadie las escriba.
ALEJANDRA PIZARNIK
Un buen día Alejandra,
de la mejor manera, me dijo:
–Háblame del miedo.
Y le hablé de mí.
Le conté que el miedo
viste de negro como la culpa,
no se cansa, lleva sombrero
y se cubre con sal de mercurio
en la transparencia de los espejos.
Le aseguré
que lo iba a reconocer,
que bastaba sentir
las tuberías tóxicas,
las venas de una casa.
Le pedí que despertase,
que fuese valiente,
que no fuera como aquellos
que se pierden
en miedos ajenos
para siempre.
BUENOS AIRES
Las tardecitas de Buenos Aires
tiene ese que se yo, viste?
HORACIO FERRER
Basta alejarse un poco de Buenos Aires,
para empezar a echarla de menos;
extrañarla, como dicen allá,
quizá aludiendo a la metáfora
de la letra de un tango
que se desmemoria de pronto
-sucede a menudo-.
Y cuanto más se aleja el avión
hundiéndose en las nubes
recuerdas desde la ventanilla
que se te olvidó pasar por San Telmo
a comprar una muñequita
o un imán de Mafalda para regalar.
Siempre quedará pendiente
un asado en una dirección olvidada,
la brisa de un viaje en el subte
donde todo se mueve al compás;
caras pegadas, pechos juntos,
la chica con la remera rojita
que aún sueña despierta,
el vendedor desdentado de bolígrafos
y el joven que con aspiraciones de cantautor
hace que los viajeros se callen.
Esas calles tan parecidas las unas a las otras,
las aceras más o menos rotas
llenas de personas sin techo,
nómadas dentro de la misma ciudad
ambiciosa, febril y apresurada
que los paseantes aprenden a no mirar.
Y, sobre todo, el cariño y la hospitalidad
de la pizza compartida con los amigos,
con su fainá, moscato o una cerveza fría.
Sin embargo, lo que jamás imaginé
era que la ciudad tan bohemia y melancólica
me iba atrapar a mí de su cordón umbilical.
Motivo más que suficiente para regresar.
LA MAGA
Siempre fuiste mi espejo, quiero decir
que para verme tenía que mirarte.
JULIO CORTÁZAR
A Elena Boledi
Fue lo mejor que me sucedió en París.
Y aunque nunca pude resistirme
al deseo de tenerla a mi lado,
tocar su boca con mis dedos,
sentir su lengua chocando
con las encías y el paladar,
no me atreví a pedirle
que se quedase conmigo.
Con la muerte de Rocamadour desapareció
como la luz de ceniza entre las nubes. Tal vez
sabía que por aquel entonces buscar era mi signo,
emblema de los que salen de noche sin propósito fijo,
razón de los matadores de brújulas.
Su búsqueda fue tan desesperada locura
para llegar al cielo, salvar puentes
y tablones entre ventanas,
que acabé descendiendo a los infiernos.
Durante un tiempo creí verla
en el Ponts des Arts, donde
su silueta delgada se inscribía para siempre.
Ahora del lado de acá, recluido
y encerrado, a esa hora que se siente la noche
aunque no se la vea, sigo creyendo verla
una y otra vez en todas las mujeres.
Y en el insomnio con el humo del cigarrillo
escribo su nombre y escucho su voz en el aire.
La Maga, dadora de infinito, era la clave,
el centro que tanto había buscado
y que perdí sin saber que ya lo poseía.
RECOLETA
Ahora que sus labios están
a diez mil kilómetros de distancia,
a un vuelo de avión y un desfase
horario de cuatro horas,
escribo en esta tarde de noviembre,
que añora una primavera
vestida de mujer en Buenos Aires.
Escribo pensando que estoy allá
caminando en busca de lo perdido,
por los tristes edificios de Recoleta
para comprobar si hay algo
que perdura de aquel beso
sin más testigos que la lluvia,
sabiendo que cada beso
es el primero
y el último.