Certeza de la luz
Cuando las estaciones
Para Antonio Gamoneda
Cuando las estaciones o los años,
cuando el viento, cuando –puede ocurrir-
se trate de tu vida y se disponga
un beso aún en el borde de tus labios,
ya residuo final, testimonial de otros
tiempos con no menos disposición que ésta,
acógete en el espléndido otoño, a sus hacinas
de bárbaro fulgor –como decía Hopkins-
y apresta entonces tu deslustrado corazón:
la vida empieza ahora.
Certeza de la luz
Nada sé de este abrirse la luz de cada día
sobre la siempre mar y su orilla de siempre,
atenta sólo a sus modos usuales:
transige el sol penumbras que deciden por mí.
La paz os doy y déjoos
la paz cuando esa luz se afirme en la ribera,
la certidumbre de horas devueltas a mis lindes
que aguardan de la mar su secreto trasvase.
La Casa
Su natural tendencia a deshacerse se agrava cada noche:
aparadores, mantas, armarios se dislocan.
A veces me desvelo en la cruz de la araucaria
con la mano acogiendo una ardilla incisiva.
Vendrán la aurora y, luego, el mar perseverantemente roto,
y yo con él. Está ya todo a punto: la casa se deshace.
Se me erizan escamas. La resina. La crema limpiadora.
La araucaria. La ardilla. Mi sueño insoportable.
El pájaro caudal
El pájaro que vuela sabe de un dios menor que sabe
-aunque a tientas- de un vuelo
que se proyecta a punta de lápiz en las cartas
frente a la infinitud de una noche o su número.
El pájaro solitario y caudal. Quien a solas se alza
-San Juan no lo ha advertido- a solas
desabridamente cae.
Los tigres
No pruebes a entender la razón de los tigres
porque tu amor se asienta en un rugido
infinitesimal. Paso los dedos
sobre este gato persa de Bengala, sobre
un solo su recuerdo que en cada noche cunde:
lo asedio con caricias que le debía aún
y él, ella cesa con su maullido cuando cerco
su cuello levemente y se le desorbitan
fijamente sus ópalos y me sigue mirando sin ademán arisco,
y la libero y quedo a esperas de su vuelta.
El puerto
Para Irene Guillén
Mi tapiado armazón o seno o suerte,
mi recto cuello sobre el desnivel
de un agua submarina, prosigue
sin otro abatimiento sobre el mar y sus olas
en la hora adecuada del deseo
en este puerto que a la luz se abre
sin otro afán que recobrar su nácar.
El triciclo
Dejaba atrás los blancos muros adultos. Ronda
se iba perdiendo mientras yo daba vueltas
en el triciclo, ajena a sus paisajes. Mi verano
de niña se agotaba igualmente en sus giros.
Algún hombre
pasó cejando atrás, con su carro, y entonces,
sólo entonces, tuve una clara percepción
de mis limitaciones y de mi desconsuelo.
Debía
haberme anticipado a un desencanto así.
Los castaños
Son demasiados ya los que me aguardan
tras la puerta encajada, me intentan
enviar sus continuas urgencias por los quicios
incluso del papel que ahora me ocupa,
o mientras friego
mis manos con activos ungüentos herbolarios:
penden
sus historias de las ramas ya ocres
de los castaños, itinerariamente de un octubre a otro.
El ángel
Llevaba sin saberlo en su garganta un ángel
que decía no haberlo consentido.
Un ángel
era para ella
un rostro amable suficientemente,
suspenderse en los últimos semitonos de Bach
o estarse luego habitadora en sitios
nunca conocidos. Eso fuera
-a su manera, claro-un ángel verdadero.
Los helechos
Bajo el helecho un roedor sestea
y yo duermo también. Son las plácidas horas
de la solar culminación del día. Nada importan
ahora las demás, regladas por su uso.
Pediré en duermevela, casi desperezada luego,
despertarme –sin que ello me importe demasiado-,
para poder llegarme al quicio de las estaciones
y a su presunta belleza desmedida.
Se van a abrir las lilas de un momento a otro
y huele el aire a hace veinte años. Me acojo
a su íntimo rincón. La verdad
es siempre adolescente, a su pesar, e ingenua.
Las nubes
Alguien pone su pie sobre mi frente o vientre
y un animal se queja, extenso, en mi ribazo. ¿De qué nubes,
de qué nubes se queja o qué despojo
del sol que me ensombrece ese pie que no sabe
cuándo llega el verano al ribazo y me llega
atosigadamente hasta el centro del alma?
Fango
Para José Bento
No es bastante, Victoria, que dejes en el fango
la pulcra huella de una desolación,
la aterida señal de tantas noches,
su incitación dudosa.
No será suficiente, aunque la iguana aúlle
durante todo un siglo desolado
en que fuiste dejando huellas de tacones,
y bien sabemos todos que la iguana no aúlla.