Liturgia del cuerpo
FRONTERIZOS (17)
Néstor Mendoza
La poesía de Hugo Oquendo-Torres descansa en la precisión descriptiva: transita los predios urbanos y los conflictos de la burocracia laboral, que hoy pueden verse retratados en una versión moderna de Sísifo. Algo de cosmogónico, algo de originario, sacrificial, se percibe. El poeta Oquendo-Torres nos lleva a un primitivismo revisitado con una mirada sin prejuicios. Sus temas se afincan en la metáfora del vuelo y la caída. Notamos que el autor pasa de un plano mítico a uno cotidiano con detallista naturalidad. Habitamos un bosque, una abadía, un lugar no del todo precisado que toma forma con la imagen. La exigencia de Hugo, su invención, tiene un énfasis devoto no vinculado totalmente con los preceptos bíblicos. En este último aspecto, cabe acotar, su voz se alimenta de ideas nada dogmáticas. Se observa una teología poética, como lo ha nombrado el propio autor, «como un discurso religioso, en la pintura, en el cine, en la literatura, en el mundo de las artes…siempre están ahí, sin embargo, se escriben con otros códigos». En sus poemas uno puede leer una reivindicación de lo humano, de sus ardores y expulsiones terrenales, que no están por encima ni por debajo de ningún escalafón ético. Los recursos adquiridos por el poeta vienen de su formación vocacional, de su experiencia directa en comunidades donde ha podido palpar la vulnerabilidad y los modos de vida de sus habitantes. Esto, me parece, le da una amplitud necesaria. A mi modo de ver (y esto es, reitero, una apreciación muy personal), los poemas más originales de Hugo son aquellos textos que se arriesgan discursivamente y no pierden elegancia. Me explico: aquellos poemas en los cuales el cuerpo y los desequilibrios del alma se muestran ordenadamente y con escasas prohibiciones.
SÍSIFO
El recién contratado gerente,
con el nervio contenido en dicha,
se despide. Da la espalda al jefe,
cierra la puerta con sigilo.
—Cuatro de la mañana,
el reloj despierta—.
Sísifo aún tiene sueño,
pero el destino apura.
Salta de la cama,
del refrigerador toma zumo
de naranja. Lava sus dientes.
Moja su pecho
con el aroma cítrico del jazmín.
Viste un traje de lana
hecho a la medida.
Él empujará la roca
pronto Minos
con el látigo
despertará la ciudad.
En la avenida espera
con las manos puestas
en el volante.
Tras su espalda el oro rebasa
las montañas del oriente.
Los destellos del gris automóvil
encandilan sus ojos.
Con las gafas negras
se protege de la ira del fuego.
El cabello peinado lo roza la brisa.
Al aguardar el cambio de luz,
piensa. —«Por fin podré tener
un apartamento
en las colinas del norte».
—En el horizonte
la cima de una era acecha.
La avenida despejada
es una quimera. Arranca.
Antes de llegar a la oficina
otro semáforo lo detiene.
El edificio del consorcio
está erigido como un frío titán.
Al lado, una grúa demuele
una antigua construcción.
—«El nacimiento del hombre»,
—suspira.
A las tres de las tarde
tendrá la cita con el jefe.
Las musas le sonreirán
al tomar el oscuro café.
La señal enciende en amarillo,
Sísifo hunde el acelerador.
La bola de derribo lo aplasta.
Tirado en el pavimento
espera
que pronto sea mañana.
DE LA COPA DE UN ROBLE
salta un gallinazo,
en la caída
despliega las alas.
Al levantarse sobre la ciudad
libera
el peso del mundo.
En las alturas,
planeando entre las nubes,
da círculos
en espiral descendente,
como si con los bordes
de sus plumas
acariciara la luz.
Al pie de una colina,
en un vertedero,
encuentra la bandada.
Al tocar suelo
abre el pico salvaje,
extiende sus negras garras,
con amenaza
quita una bolsa roja.
De inmediato se eleva.
En pleno vuelo
el plástico se rasga,
los despojos del hombre
quedan esparcidos
en la plaza central.
El gallinazo
no detiene su rumbo.
LANZA DE PIEDRA
El hombre de barro,
al serpentear
se libra
de la primera piel.
En la adolescencia
la flor de la sangre
cuaja la nervadura,
a la par que afila
su lanza de piedra.
En los días de fuego,
el cazador
de la edad madura
esculpe su rostro
en un fémur.
Luego
de los tiempos de lluvia
sobreviene el verano,
sentado observa
cómo el sol abrasa
los sueños apilados.
Al opacarse la llanura,
la Noche en la frente
le posa las manos,
la luna
acompaña su vejez.
En la era
naciente del hombre,
su mañana, el polvo
—TIERRADENTRO: ROSTRO
Antes de cerrar su libro,
el banquero Marcos Angulo Sarmiento,
recita para sí el último verso:
«apenas
de las estrellas les basta el titilar».
Para descansar de la velada
se sienta en el sillón de cuero, toma el vaso
de Jack Daniel´s que hay sobre la mesa.
Respira hondo y bebe.
Su boca la enciende el ardor eterno del arce.
Al reposar la cabeza
siente sumergirse en el vientre del sueño.
Y de nuevo, tierradentro, recorrió
los Días de fuego. Su ópera inédita.
Saludó la llama al evocar Las edades
del hombre. Tan pleno de sí, erecto,
recordó la cifra del nuevo convenio.
En la humedad del delirio imaginó a Ofelia,
la secretaria temerosa de perder el empleo
fue sometió bajo asalto. La sienta
en el escritorio, le abre las piernas blancas
para descubrir la vulva.
Procura poseerla, pero la vagina
muestra los dientes rabiosos, lo muerde.
EN LOS DÍAS NACIENTES
Bajo los días de paso longevo,
cuando la garganta se acordona,
la noche es eterna
como el amargo sol un crimen.
Dime,
¿en esos días dónde se oculta el aliento?
Para decir con Job:
—“¿Cuándo me levantaré?
Recuerda que mi vida es un soplo”.
Mas, en los días nacientes
es triste dormir el sueño del vencido,
estar lejos de las colinas.
Porque es una pena no contemplar
la sonrisa de Mayo,
en el ardor de la grama».
—TIERRADENTRO: CORAZÓN
El dolor despierta a Marcos.
Al tocarse el pene, sonríe. Caen los párpados,
ahora el nuevo escenario
de la inmensa llanura lo asombra.
Con el revólver de su padre
le apunta en la sien a la viuda,
Hécuba suplicó por el cuerpo de su hijo.
La onda del disparo
lo trasladó al Museo Nacional, frente a él
la pintura La mulata cartagenera.
Remordido por el arrobo de los labios negros,
evocó la carrera de artes.
Al salir de la sala se encontró en la arena
de una playa nocturna.
Las olas ciegas no lo distraen del milagro.
La llamarada del ojo que mira, lo envuelve
Marcos al abrir los ojos
mira sus manos. Allí la derrota.
Sobre la mesa, la lámpara alumbra su pistola.
La toma, pone el cañón en la boca, dispara.
Contra la persiana quedaron impregnados
los escrúpulos.
CUARTO CRECIENTE
Es de noche, la lluvia
ha caído en mi jardín,
junto a mi pie izquierdo,
en una hoja de higuera
dispuesta como cuenco,
miro la luna
a través del agua.
El manto púrpura
contiene su pequeñez.
Alzo la mirada,
ella se apiada de mí.