Ricardo J. Bermúdez

Breve meditación en un cuarto sin ventanas

 

 

 

 

BREVE MEDITACIÓN EN UN CUARTO SIN VENTANAS

Inconsolablemente solo, en medio del espacio de un sueño
(de cristal y plomo derretido
debería, tal vez, cortar el laurel de sangre
(que crece entre mis manos
para tenerlas libres y modelar con ellas mi propia compañía ulterior
(intemporal y eterna:
algo que haya nacido ásperamente de mí mismo, como esta voz
(de almendro amargo y aflictivo.
o el estrecho recinto de ternuras donde crece la muerte
(que adquirí desde la infancia.

Acaso no.  Porque arrancar esta tupida red impuesta de ramas
(ancestrales antes de ser la roca redimida
para formar con ellas nuevos árboles sangrientos de angustia
(insensibles,
Sería reconstruir perpetuamente, ciego molino encadenado a un viento
(inoxidable, amarguras indóciles y extrañas
oriundas de esta sólida raíz que ya domino, aun cuando a veces hiera
(con su espada de fuego
los apacibles brazos nocturnos de la costa que persigo entre las aguas
(turbias de mutilados faros.

Alrededor de mí, y ausente arde en llamas la foresta de muchos
(otros hombres, tumbados bajo el cielo
Que ya no pueden meditar siquiera bajo la sombra oscura
(de sus propios laureles
calcinados en cruenta expectativa, como esta atmósfera de sol
(onírico y escarmentado torso
Que invade sin piedad la cárcel donde llora su denso monólogo
(de espinas mi palabra de sangre,
por todas las agrestes soledades que lograron su puerto de tiniebla
(sin conseguir que el Tiempo ungiera los espejos terrenales
con sus lágrimas.

(1942)

 

 

ODA A DON LUIS DE GÓNGORA Y ARGOTE

Como regresa el extraviado ruiseñor de su viaje al paraíso
con noticias de un ángel para una mujer encinta,
de la noche y del mar de los caballos andaluces
sale tu barba de metales en pómulos de mármol,
sale también y miro la luna comba de tus ojos de líquido flamante,
y mirándolos voy en tu estuche de huesos retorcidos
con barrocas arrugas entre la piel añosa de  una encina,
cuando diez ciervos negros desde la sierra corren
a devorar retamas y tu nevado cráneo de membrillo
semejante a  una torre abandonada en un recodo de Almería.

En la ardorosa y frágil soledad del recuerdo tus ojos ahora miro,
tus ojos como túneles verdes para que un tren de relámpagos
persiga jabalíes con espadas y rosas zumbadoras;
tus ojos, que enseñaron a mirar a los buzos del sueño,
mientras aun eran diosas las sirenas de Ulises
donde destilan su luminosa leche de estrellas,
donde es que peina el litoral las colas de la espuma,
y donde fue que un frío toro de fábula y laureles,
rastros de airada aroma por las olas puliera,
con el testuz cargado de granates, cabellos de jazmín y senos rojos.

¡Oh lúcido pastor de naves encalladas en plumas de Quimera!
¡Fauno tres veces por la gracia del sol, del aire y del espacio!
Quien no ha alcanzado a ver lo que tus ojos vieron
jamás verá la cara de la luz cuando el amor la mira,
ni sabrá que los chopos tienen lengua para hablar al rocío,
ni el silencio  contornos de guitarra y párpados de nieve,
ni la música un cuerpo como de niña ensimismada en los balcones,
ni que después de ti, Macho Cabrío de los pámpanos hirvientes,
el mundo es múltiple y hermoso, hondo y extenso,
por el millón de mariposas de colores que vuelan de tus ojos todavía.

Que exiguo era el fulgor de los espejos cuando solo eran frutas las manzanas
y no palomas de rubí dormidas en jaulas de topacio;
cuando el primer lucero de la tarde un astro apenas era,
y no una lágrima de oro suspendida en las verdes pestañas de un arcángel;
cuando el arroyo descendía por escaleras de agua hasta el océano,
sin corceles de junco ni carruajes de violas;
cuando el aire, en mil labios sus transparentes flores derramaba
hasta cubrir los pórticos del bosque, y nadie entonces lo sabía,
porque el fulgor de la imagen cautiva en una rosa,
no llegaba a las cuerdas del arpa ni a tus ojos poblados por abejas.

Don Luis de Góngora y Argote, con estandartes desplegados al soplo de la higuera,
pasan, en un velero azul por las ventanas de tus ojos,
caballeros de vidrio, serranas en los pliegues de la tarde,
moros para teñir la tez  bermeja del vino y del cangrejo,
rufianes encerrados en las tibias navajas de la luna,
monjas de nácar, ciegos de alhelí y amarillos zagales
ocultos en las parras donde las ninfas huyen del centauro,
gitanas como perlas en el ardiente fondo de las coplas,
y en tálamo de nardos, Polifemo del alba y Galatea,
de pie en un grano de mostaza tan alto que no cabe en el silencio.

Andalucía, Andalucía, madre del ojo brujo y de las aspas
que dieran vueltas al espejo del espacio con trompos de poesía…
El viejo Sagitario, el del cuerpo tatuado de guitarras,
que todavía bebe cántaros del Guadalquivir y come pétalo
de mármol de Granada, marineros relámpagos de Cádiz,
tréboles y delfines de Almería, uvas de pólvora de Huelva,
soledades y mirtos de Sevilla, espadas de laurel de Córdoba,
claveles y arcoíris de Jaén y cítaras en flor de Málaga,
ríe a morir desde las cavas del tiempo y la lechuza,
¡Oh Luis de Góngora y Argote! cuando asustados miran tus ojos los turistas.
Padre del Trueno, en atalayas de coral el olmo y el ciprés sueltan sus hojas
y desfilan los símbolos que el viento sur empuja a los jardines
donde aún tu mano cruza lirios de carne con anémonas del cielo.
Ante ti se consume la cegadora del musgo
que devora tu cara, mientras arde la estela del girasol de fuego
por las nubes cada día, hasta morir de amor en tus dos ojos.
Ahora por siempre le contemplo en tu cárcel de aljófares y núbiles zafiros
como un tigre de lumbre inextinguible contra las altas hierbas:
en una mano el tropo que desintegra los átomos del sueño,
y en la otra, el vivo corazón del aire, latiendo en sangre azul de poesía.

(1961)

 

 

PRESENCIA DE MI PADRE
A LOS VEINTE AÑOS DE SU MUERTE

Para sentir el crecimiento de tu herrumbre,
para poder hundirme en tu conciencia ausente
del sol, de los paisajes, y las piedras,
en tu solemne gravedad desesperada
de padres sin parábolas brillantes,
hoy estuve mirando intensamente
la muerta forma de un gorrión en vuelo cancelado.

Mi infancia acumulada,
ola que rompe frascos de recuerdos
sobre costas perdidas por veinte años,
golpea de repente mis sentidos
como si todas las cortezas de nubes del crepúsculo
soltaran toneladas de plumas de colores
sobre el dormido sepia de mis ojos.

De nuevo oigo tu voz de gelatina y hueso frío,
para siempre empolvada de mármoles caducos,
para siempre ensuciada por el rudo compás de los relojes
que llaman a tu sueño sin respuesta,
para siempre burlada por teléfonos sordos
donde sube tu angustia   anónimas congojas
y lianas de agonía.

Después de tantos años de ajuste funerario,
de miembros comprimidos e inútiles amarres,
quizá tú ya no sepas sentarte al lado mío
a hablar de muchas cosas que nunca se dijeron,
a oírte en mi palabra, que creció de la tuya,
injerto de suspiros blancos y ramas infinitas.

En muchos de mis gestos estás siempre presente
como una mariposa de yeso entristecido,
y en mis zapatos blancos descubro tus pisadas
para no despertarme cuando dormí en tus brazos,
para saltar las aguas de la lluvia,
y llevar tus riñones desplomados y negros
hasta donde la muerte te dijo que podías.

Hacía tiempo que buscaba tus anclas extraviadas,
más abajo del lodo comprensivo
y de las flores que respiran tu silencio,
sin sospechar la permanencia de tu cansancio agazapado
como un ave nocturna en mi dolor marchito.

 

 

CARTA A STELLA OLMSTEAD

No sé si bajo o subo desde sitios
distantes del reposo que por tu carta llega,
un letargo de espuma y una silla de llamas,
un puesto donde el aire tiene tu antiguo aroma.
Sé que aquí estoy interrogándote
igual que un lirio que de repente sucumbiera
por su propio color y el peso del rocío,
y que tú nada sabes
del piano que solloza bajo un bosque de espinas.

Ante ti estoy y un toro irreversible
cruza la calle de la villa con que sueñas:
un lugar sumergido en tus pestañas
con hombres, frutas, ríos, palomas y balcones
que, tal vez, nunca a flor de piel será realmente tuyo,
porque nada es de nadie
en esa tierra de relámpagos,
que yo también habito
si de pronto me siguen y encajonan
los insaciables mastines del recuerdo.

Pregunto: ¿dónde está el ritmo que en tus manos
desafiaba las lluvias e impelía
tu cuerpo al fondo de una delirante fiebre
rodeada de peces amorosos?
Desde entonces miramos muchas cosas
y ningún resplandor habrá quedado
inmóvil como un ángel desnudo y abatido
añorando su reino de lenguas como llamas.
He contestado que tu voz era lo que la noche
traía entre las hojas de los mangos;
que el quejido de muchos animales
algo tuyo tenía al volver de las olas y el silencio.

Dirás que mis palabras son oscuras
y que sólo te entrego un vaso de tinieblas
cuando es tu sed de luces siderales.
Pero ¿lo oscuro no es también lo claro
y no la carne arcilla
con agua gris y luceros que el día lentamente escurre?
La voz del bardo y los antiguos dioses
es una alfombra en mil hebras trenzada,
y solo una de ellas nos conduce
de la vida a la muerte sin desvíos.

Llueve dentro de ti y tus abuelos
tienen nostalgia de los sapos y las uvas silvestres,
de las dulces iguanas que todavía corren por tu sangre
devorando raicillas
y la música lenta del olvido.
Llueve dentro de ti y apenas le moja
el oleaje de azules ruiseñores
que cantan en tus sienes
y alejas con un gesto de náufrago irredento,
mientras cruzan por tus ojos millones de automóviles
en busca de los últimos arbustos
que aún retienen al cielo en su follaje.

No puedo verte
cargar sobre tus manos la culpa de Hiroshima,
la parte que te toca de esa sangre quemada
que aúlla en medio de los prósperos años como un perro de oro.

No puedo verte correr tas los negros
(barro un poco cocido nada más, si no lo sabes)
con una tea y después engullir, el Día de Gracias,
un pavo como un niño de Kentucky.

No puedo verte derramar, allá en Los Ángeles,
tu leve ciudadela de marfiles,
un oscuro desprecio en el rostro florido de antiguos mexicanos
que te ayudan a ser fuerte y sobre ellos ejecutas tu pujanza.

Ves: los poetas no están mudos,
sólo es que pocos son quienes escuchan,
porque es más fácil devorar ostiones
en fuentes de cristal y llevar a los labios
dulces manzanas limpias de ceniza.
Y decir luego, la voz del histrión es la que vale,
aquella que acaricia nuestro orgullo
como a un gato de angora.

Pero tú eres distinta y yo te anuncio
que el hombre siempre comerá su pan de versos
y beberá su vino
cuando el amor construye las torres de esmeralda
en los núbiles días,
o cuando las deidades misteriosas
penetran el dormido ser de una doncella,
y la muerte la carga entre sus brazos
azules como el mar y como el mar profundos.

Ahora te digo adiós.  Tal vez mañana
si crecen, nuevamente, jazmines alrededor de tu memoria,
un caballo de fuego correrá por las nubes
y parará ante tu puerta.

(1965)

 

 

ALICE BLUE

Recuerdo tus palabras voluptuosas,
redondas y carnales como tu cuerpo grávido,
y aquel último rostro
que la vida te diera
para mirar la Muerte.

Como aquella otra Alicia sumergida en cristales,
te escapaste a través del agua del espejo
para encontrarme entre la niebla mirando arder la noche,
porque yo no vivía en la gris superficie de las cosas,
y tú tan solo estabas en las islas del canto,
cubriendo con jazmines y sonrisas
las desvirtuadas realidades.

Para ti siempre todo fue distinto
a la imagen del sueño que subía por tus venas
mordidas de fracasos y aventuras,
y así, tu corazón propicio para el beso,
tu iluminado corazón interminable,
se plegó a mis intentos varoniles,
despiadados y oscuros,
con una sed de llama despeinada.

Porque llueve,
no puede ser, tal vez, por otro efluvio,
ahora recuerdo que fui lluvia sexual para tus senos
allagados de estériles congojas;
flor de mimbre y estaño
en el rubio jardín de tus muslos de trigo,
mariposa de fuego sobre tu boca despiadadamente tierna
a pesar del sollozo acumulado
que manchaba tus dientes de silencio.

Siempre serás, en mi ceguera blanca
de pescador de perlas infructuoso,
un tierno grito apaciguado y lento
de pie sobre la aurora.

 

 

SEGUNDO RECUERDO

Como si para recordarte hiciera falta tu recuerdo,
como si para estar contigo necesitara tu presencia,
he vuelto a complacerme en tu mirada diligente y salvaje,
como la modelaste sobre el húmedo barro de mis ojos,
muchos antes de que fueras la tú que yo inventara
para endulzar tu viaje y tu lamento.

Pienso de nuevo en ti, en la risueña y franca simpatía
enredada en tus lóbregos cabellos de sherzos y sonatas,
en tus labios de frutas sin espinas despiertas
donde pasaba el tiempo descalzo de congojas,
en tus manos cuajadas de guirnaldas y números dormidos
con su lejano adiós de porcelana y hielo.

Para sentirte entera, sin partículas falsas prendidas en mis manos,
he corrido más lejos que todas mis amargas resistencias,
que todos los prejuicios que chuparon la llama de tu risa
hasta desfigurar la tierna mariposa de tu sexo,
más allá de la imagen que empuja las plomadas de mi muerte
hacia otra sangre limpia de escombros y fantasmas.

Ni bajo la desnuda claridad de estos versos
arrancados en nombre de tu larva de estrellas y suspiros,
ni bajo el polvo fino de mis huesos gastados de esperar tu venida,
podrás nunca saber el resplandor de espanto que copiaron mis lágrimas,
cuando cayó pesada y hosca la cuchilla del tiempo
y los dientes del mar mordieron tu perfume de espuma.

 

 

TAMBORITO TRISTE

Te vas, Florecita Blanca,
madurada de adiositos,
con tus cabellos de azúcar
y los ojos de aguacero.

Llórele de la tinaja
llorando rosas de arcilla.

Florecita boquiabierta,
descalza de ruiseñores,
por el aire te me escurres
sin que respire tu beso.

Ajé y ajá que te siguen
mis pies de estrellas sin nombre.

Porque quedo sin tu risa
voy a morirme de sombra,
y el eco del valle frío
se comerá tu recuerdo.

Adiós Florecita Blanca,
adiosito cabizbajo.

Ricardo J. Bermúdez (Panamá, 22 de agosto, 1914 - 19 de septiembre, 2000). Fue un arquitecto y escritor vanguardista panameño. De joven hace estudios básico ... LEER MÁS DEL AUTOR