De lo que pasa y lo que permanece
por Enrique Solinas
La poesía de Antonio Requeni surge en la década del ’50 del siglo XX, en Argentina, en medio de movimientos culturales que pujaban por afianzarse y marcar una nueva tendencia. Tenemos una década compleja, posterior al neorromanticismo de Olga Orozco y Enrique Molina y anterior a “los nuevos poetas”, de los cuales formaron parte Alejandra Pizarnik y Juan Gelman. Entre estos dos momentos históricos y literarios, la poesía del ’50 se establece como una promoción dispar, donde tenemos tres líneas a saber: en primer lugar, el desembarco definitivo del surrealismo en Argentina, donde poetas como Francisco Madariaga y Aldo Pellegrini vienen difundiéndolo, derivando en el movimiento llamando Invencionismo, liderado por Edgar Bayley. Si bien hubo intentos en la década del ’30 para su inserción, recién los poetas del ’40 se ven interesados por las posiblidades que dan las imágenes, los símbolos y las metáforas, proveniente del mundo de los sueños, aunque usan un lenguaje surrealista, no adhieren totalemente al movimiento; en segundo lugar, la entrada al país de una variedad de Objetivismo, “el objetivismo lírico” de la mano de Joaquín Giannuzzi; y en tercer lugar, los poetas que continúan la línea lírica y se sienten más afines a una poesía más simple que la neorromántica, pero no por ello menos importante. Dentro de este grupo encontramos a Antonio Requeni, poeta lírico, tradicional, luminoso, afin a la poesía de Francisco Luis Bernárdez y Juan Ramón Giménez, quien reconoce a Jorge Calvetti como referente, poeta del la generación del ’40, pero no es neorromántico, sino un poeta tradicional, de lírica sencilla.
Antonio Requeni es un poeta de luz, poeta que escribe sobre sobre la belleza, sobre la verdad, sobre lo simple de la vida y el paso del tiempo, en un lenguaje diáfano, con aire de leyenda o crónica de un susceso, reflexivo, con claridad conceptual y voz personal.
Los temas que frecuenta son los universales que realmente ocupan el centro de su poética: el amor, la muerte, la poesía, lo que se va y lo que perdura para siempre. Una y otra vez el sujeto de la enunciación se preguntará por el cuerpo, dialogará con él, lo mirará desde afuera, para poder captarlo, y expresar así el paso del tiempo.
He aquí estos poemas del gran poeta que es Antonio Requeni, especial para Altazor.
Cuerpo
Corps, mon vieux compagnon, nous périrons ensamble.
Comment ne pas t’ aimer, forme à qui je ressemble,
puisque c’ est dans tes bras que j’ etreins l’ Univers.
Margarite Yourcenar
Hemos llegado, viejo, compañero,
a esa línea de sombra tras la cual, algún día,
deberemos rendirnos a la ley implacable.
Quizás nos separemos o, abrazados,
juntos seamos destruidos
mientras la indiferencia majestuosa
del sol y el mar, la flor y las abejas,
devane el oro eterno de la vida.
Pero hoy estamos como siempre, juntos.
Aún nos une el milagro,
la suprema alegría de sentir el deseo,
de jugar a vivir y prolongarnos
en hijos y palabras. Todavía
seguimos de este lado de la tierra,
ardiendo en el impulso y la fatiga.
En el prodigio inmenso
De ver, oír, tocar, ir a las cosas.
Hermoso ha sido el viaje
hasta ese límite de sombra.
Una puerta se abre a otra aventura,
en un cierta región en las que un día
entraremos fundidos, con los ojos
abiertos, lentamente,
junto a las hojas descompuestas,
insectos y detritus. Contigo
como siempre, mi viejo compañero,
hasta no ser ya más, nunca, en el mundo.
Cementerio de Castelnovo
(Valencia)
Vine a buscar mis nombres anteriores,
a desandar mi edad entre las tumbas
suaves y amenas de este cementerio.
Mareas de nostalgia me han traído
a descifrar los hondos resplandores
que alguna vez cruzaron
el mediodía oscuro de mi sangre.
Vine a buscar antepasados dulces,
calmosos bajo el sol y gustadores
de azahares y pinos.
Vine a buscarme entre estas simples cruces,
a recorrer el tiempo, a recorrerme.
Ellos están allí, del otro lado
de donde estallan flores
y el agua se sonríe. No me entienden.
Yo sin embargo los distingo, nítidos.
Descubro un hilo tenue que me enlaza
con los tatarabuelos de mi canto.
Creo escuchar sus voces, me parece…
Pero ellos ya no son, yacen dormidos.
Duermen del otro lado del recuerdo,
confundida su nada entre inscripciones
con viñetas de musgo.
Y yo que vine a rescatar mensajes
que aclarasen enigmas de mi vida,
traspasado de ausencia me sorprendo,
como si entre las lápidas llorase
la joven luz, como si de improviso
las venas se me hubieran marchitado.
¿Pudo ser que estas muertes me vaciaran
hasta opacar mi voz, antes dispuesta
a celebrar azules y palomas
que contemplaron mis antepasados?
¿Estoy ya muerto en otra edad, caído
junto a sombrías fuentes y amapolas?
Respiro la humedad, su hiedra fría
que ya me invade la mitad del pecho.
Hacia la tierra siento que me arrastra
esa raíz oculta que nos une.
(¡Hacia vosotros voy! ¡En un abrazo
tan largo como Dios nos fundiremos!)
Nada queda de mí, sumiso huésped
de la desolación y la ceniza.
Solamente mi voz se yergue apenas.
Únicamente soy estas palabras.
Lima
En Lima nunca llueve
por eso lavan las estatuas
que se alzan, como náufragos del polvo.
En Lima hay muchos templos con altares
de plata y oro. Y por la calle cholas
llevando un hijo y el destino a cuestas
(nada sueñan o aguardan sino, acaso,
La total indigencia de la muerte).
En Lima aún hay palacios y mansiones
con balcones y rejas voladizas.
Pero todos los pájaros se han ido.
En Lima compran huacos los turistasa
Y visitan los restos de Pizarro.
Aquí habitó de niña Santa Rosa.
Allá la casquivana Perricholi.
Merodean mendigos
los espesos mercados, las iglesias.
En Lima vivió Arguedaas, yo iba a verlo
cuando el Cholo Valencia me detuvo.
“Se suicidó” –me dijo– esta mañana.
Ese hombre que escribe
¿Escribir o vivir? Acaso viva
mucho más ese hombre que ahora escribe
solo en su cuarto, con furor, insomne,
unos cuantos renglones azarosos.
La hoja en blanco lo invita a la aventura,
le hacen señas de fuego las palabras
que ordena y copia, corrigiendo un bosque,
tachando una ciudad, adjetivando
con un nuevo fulgor lo que antes era
torpe y vulgar, oscuro, indiferente.
Del otro lado, por la vida –dicen-,
transcurre el tiempo, el ruido, la rutina.
Allí, entre las paredes de su cuarto;
allí, entre las paredes de su cuerpo,
él elige escribir, asume el riesgo
de perecer o descubrir la cifra
de su destino oculto en las palabras.
Porque sólo por ellas ese hombre
que escribe está viviendo y tal vez viva
más allá de su muerte.
Gratitudes
El bosque, el mar, los pájaros, la estrella,
el olor de la lluvia, los sabores,
el color y el calor de las palabras,
la mirada de un niño, el curso mágico
del río del amor, profundo y dulce;
la noche de los cuerpos, la memoria,
el silencio, la música, la frágil
perfección de la hoja y el insecto,
un violín, una rosa, un epitafio,
el zumo y el fulgor de la naranja,
Garcilaso en el último crepúsculo,
las doncellas románticas de Schubert,
Chejov y Proust, la Yourcenar, Fellini,
San Antonio Machado y Federico,
el sobrio endecasílabo de Borges
cuya cadencia imitan estos versos,
el mar Mediterráneo de mi infancia,
los absortos cipreses de Florencia,
el banco de una plaza en Buenos Aires,
lo que no fue, lo que será, la incierta
razón de lo que nace y lo que muere;
en la piel el secreto escalofrío
del misterio inasible.
El ritual balbuceo del poema.
Una piedra recogida en una playa de Creta
El don de la vida me ha sido concedido
para estar hoy aquí, para ver este mar
que vieron, como yo, otros húmedos ojos
hace mil, dos mil años,
y alzar entre mis dedos una piedra
desbastada que trajeron las olas
como botín inútil arrancado a los siglos.
¿Qué es una piedra? Nada, nada más que una piedra
a la que fue negada la gracia de vivir.
(Dichoso el árbol que es apenas sensitivo
y más la piedra dura porque esa ya no siente).
Nada siente esta piedra y sin embargo
estará cuando todos –tú lector, yo poeta–
no seamos siquiera la resaca
que la espuma abandona en las orillas.
Esta piedra en mi mano, resto fósil del tiempo,
no sostuvo una torre, no fue estatua o palacio,
no dio alegría para siempre, pero
quizás un día Ulises la llevó hasta sus ojos
y distraídamente la devolvió a las aguas
que oscurecieron su color de vino.
O tal vez una noche kazantza
kisla pisó mientras iba leyendo en las estrellas
el ardiente mensaje que inspiró su epitafio.
Ella es muy poco entre mis dedos, sólo
superficie pulida, peso leve: una piedra;
pero en su inerte forma late, oscuro, el enigma
de lo que pasa y lo que permanece.
Otoño
Poco a poco mi cuerpo
se va cubriendo de hojas amarillas,
de peces o de párpados que tiemblan.
Llega el viento y sacude la memoria
arrancando palabras, viejos nombres,
harapos desteñidos por la lluvia.
Indiferente al cuchicheo
del follaje herrumbroso,
viene un pájaro y canta un nuevo canto.
Algo en mí está crujiendo.
Estoy de pie pero mis ojos se arrodillan.
Tenue rescoldo del atardecer.
Desde mi piel tatuada de inscripciones
el otoño deriva hacia otros árboles.
Pompeya, 79
Yo, Sexto Marcio, poeta
cuya obra elogiara el sublime Lucrecio,
me hallaba esa mañana en mi triclinio.
Paciente, concentrado, el espíritu tenso,
escandía las últimas estrofas
de Invocación a Orfeo, poema vasto y ambicioso.
Zósima, mi mujer, tan hacendosa como necia,
trajinaba entretanto en la cocina.
La oía querellar con criados y esclavos,
y aquel rumor, mezclado al de los cobres
de calderos y pailas, turbaba el silencioso
diálogo de mi alma con la divina Euterpe.
Mas cuando vino Zósima, sonriente, a mostrarme
su obra maestra de repostería,
mi cólera estalló en duros insultos.
¡Déjame en paz tú y tus malditas tortas!
le grité. Y nuevamente ensimismado, absorto,
volví, cálamo en mano, a esa extraña tarea
de urdir analogías y sonoros epítetos.
Las abejas zumbaban y ultrajaban las moscas
las graciosas imágenes pintadas en el muro.
De pronto me fue dado mirar por la ventana
oscurecerse el cielo. El día se hizo noche
y un profundo ronquido o estertor
retumbó en las entrañas de la tierra.
Fui a la calle; todos habían salido de sus casas,
del templo, el lupanar, las termas, el gimnasio.
Oí largos chillidos por la Vía del Foro.
Una lengua de fuego, ávida, enorme, descendía
desde la altura. Recuerdo que mis ojos
se cegaron de golpe. No recuerdo más nada.
Pasaron dos mil años. El olvido es la lápida
que cubre para siempre mi nombre, mis cenizas,
y la adversa fortuna de aquel vasto poema
que hubiera atravesado el fragor de los siglos.
Pero si visitáis las salas superiores
del Museo Arqueológico de Nápoles,
podréis ver y asombraros de una rara presencia:
allí están hoy las tortas que, entre restos de cobre,
se hallaron calcinadas en el horno de Zósima.
Sala de espera
Nuestro cuerpo es una sala de espera
donde la muerte se entretiene
leyendo una revista.
Sentada, hojea nuestra alma
(grabados con leyendas neblinosas
y excesivas erratas en el texto).
Extrae luego un lápiz y descifra
las palabras cruzadas. Dobla ahora
ya las últimas páginas. Bosteza.
Cruza las piernas. Fuma un cigarrillo.
Hasta que suena un timbre y se levanta.
El vaso de agua
Cuando me acuesto, desde que era niño,
pongo a mi lado un vaso de agua.
Al apagar la luz, si lo contemplo
brillar en la penumbra, me imagino
que el agua es otro nombre de mi madre
y estoy seguro de que, ya dormido,
alumbrará el acuario de mis sueños.
Sombra, misterio, música nocturna
que bebo a lentos sorbos o me bebe.
¿Eres tú quien me sueña en ese extraño
país donde algún día nos veremos?
¿Dormir es un ensayo de la muerte?
Por las mañanas, cuando me recuerdo,
muchas veces el vaso está vacío.
Y vuelvo, desganado, a la rutina
de calles y de rostros, mientras llega
la oscuridad, el rito silencioso
de llenar nuevamente el vaso de agua
para ponerlo al lado de mis sueños
y saber que allí estás, que me proteges,
que hay algo puro en medio de la noche.