Managua 38°
Managua 38°
I
Dios puso su dedo
y en un juego de legos
desarmó las piezas.
Se ha olvidado de juntarlas
la pieza roja con la amarilla no encaja
en Managua los perros rabibajos
huyen del sol a otras esquinas
una reunión de temblores de tierra avisa
que los árboles tienen sed.
Dios mira por un agujero
a una mujer entre hierros retorcidos
a la madre que abraza a su hija
están cubiertas de polvo, muerte y ceniza
con el rostro tranquilo jugando a dormir
sosegadas ante el griterío y el hambre.
Lejos el hombre busca a la mujer y a la niña
escarba piedra sobre piedra,
uñas sangrantes
el corazón agitado
llora por ese zapatito rosa y diminuto
que ha extraviado entre los desechos
por el triciclo único regalo en Navidad.
La tierra se asfixia con muertos
y el hombre se atiborra de silencios.
Humo y fuego son el camino donde hubo vida.
II
Managua, 1972.
La mirada en el cielo
y la tierra que llora su herida.
Una perra devora una mano con anillos de oro
que acarició palabra, encantamiento
el meñique que saludó con amistad en la niñez
o el anular izquierdo que juró hasta que la muerte nos
separe
pulgar que supo los primeros sabores
en el goce con inocencia de los paladares
los sudores, perfumes de la misma tierra que lo deglute
el índice que sentenció
desgarrado con saña por los colmillos de la perra
hambrienta.
Las casas convulsionan
tejas caen,
avenidas se fracturan
en treinta segundos una vida es eterna
y los cuerpos caen en tierra como frutas maduras.
III
Él come su muerte, la bebe.
Managua es la muerte.
Los muertos estornudan
Sus intestinos gritan
enronquecen aferrándose a los muros
nadie los escucha debajo de los techos
están agotados, el corazón anciano
palabra postrada de pedir perdón.
Él come su muerte, la chupa.
Mierda, sangre y muerte están en el aire
que invade las avenidas, los restaurantes,
los escaparates de las jugueterías,
los joyeros, las ferreterías,
las heladerías desplomadas
ante la noche que apesta a herida que se gangrena.
Él come su muerte, la mastica.
La valiente muerte que se remece
con la furia de una madre a la que le han arrancado su
útero
como inquina de un tiempo,
el cielo es espejo empañado de naranja y magenta
y la casa de naipes se cae,
el rey busca a su reina
ella, a su Lancelot.
Él come su muerte, la vomita.
XXXIII
Hemos buscado huesos entre la basura
una cadena como prueba de que está viva.
Aquí entre muchos zapatos
no encontramos el azul que llevaba puesto.
Un zopilote sobrevuela
mira desde lo alto como presagiando otras rutas.
Acá entre la carroña que alimenta a las aves
la tierra es roja y de ella sale un olor
que solo lo descubren las hormigas
los insectos se enfilan a lugares inciertos
buscan agua, sedientos de sol y hojas
se amontonan entre el salitre de una piedra
cubierta de moho y malicia.
Sobre el promontorio
escarbamos, lloramos como perros huérfanos
solo queda seguir el camino de las hormigas
tal vez eso delate su paradero.
XXXIV
La tierra es vieja
y en mi país unos niños halan un carretón tirado por
caballos
animales famélicos
andrajosos infantes que latigan
el costillal del animal cansado.
El sol araña las cabezas de los niños
el sudor los delata, olor a desamparo
lo que a hurtadillas
roba el banquero, el presidente, el prestamista.
De las crines sale humo
vapor que inhalan los niños
pelaje que deja al descubierto olor a maíz y estiércol.